Rupturas que parecerían profundas e irreconciliables es lo que se ha producido en Bolivia en las últimas semanas de conflicto político y social, en que hubo un cambio forzoso de gobierno, donde resurgieron con fuerza posturas enfrentadas, que estaban aparentemente enterradas, relacionadas a lo étnico y lo geográfico y muy entrelazadas con lo político y de clase.
La realidad de un país dividido, tal como lo han reflejado varios medios internacionales, se ha visto también en las redes sociales y en las relaciones personales, con rupturas por posicionamientos en bandos distintos. Bandos que, cada uno igualmente, reclaman para sí la representatividad del “verdadero pueblo” y de la democracia. Las visiones respecto al “otro” se ha mostrado explícitamente incompatibles.
Desde quienes se movilizaron y apoyaron la caída de Evo Morales hubo voces que calificaron a quienes se les enfrentaron (principalmente una población campesina o de ese origen y además generalmente pobre), con términos como “mugrientos”, “feos”, “orcos”, “ignorantes”, “violentos”, “delincuentes” o “asesinos” (atribuyéndoles la responsabilidad de sus propios muertos en los enfrentamientos), mientas que desde los mismos medios de comunicación se les ha llamado “hordas” y “turbas” que remiten a lo violento y a lo “salvaje” o “primitivo”, así como a lo irracional y a lo no civilizado, además de “masista” (referido al partido Movimiento al Socialismo -MAS- encabezado por Morales), como sinónimo de todo lo anterior además de “corrupto”.
No es extraño ni un caso excepcional el boliviano. Por ejemplo, Cecilia Morel, esposa del presidente chileno Sebastián Piñera, calificó la revuelta que vive ese país como “una invasión alienígena”.
Dado que la gente campesina o de los márgenes de las ciudades que apoya al MAS, no están en las redes sociales y tienen muy poca voz en los medios, para saber qué piensan del “otro” tomamos un trabajo del antropólogo Julián López García que describe lo que para un aimara es una persona blanca, que es calificada como “q’ara”.
Con el término q’ara se le está diciendo “pelado o desnudo”, pero su importancia está en que es un calificativo metafórico y con todos los valores y asociaciones simbólicas que traslada: inicialmente, tiene que ver con la calvicie; pero también con el vacío desangelado de las casas sin techo (de paja); con terrenos sin cultivar porque son yelmos o infértiles o sin riego; con el desorden comunitario y en las relaciones, lo que les hace salvajes (sí, también salvajes). Además, como q’aras tienen relación con el cerdo y la comadreja por sus valores antisociales del robo y la depredación violenta, con la suciedad y el mal olor, con el chisme y con quien no es de fiar. Es más, se dice que cuando un indígena se emborracha, abandona la humildad y se vuelve violento y agresivo, cambiando temporalmente hacia lo q’ara.
Asombra, seguramente a ambas partes, estas visiones de uno y otro lado. Esto trae las palabras de la poeta y crítica feminista Adrienne Rich que dice: “Cuando alguien con la autoridad, digamos, de un profesor (medio de comunicación, alguna personalidad…) describe un mundo y tú no estás en él, se produce un momento de desequilibrio psíquico, tal como si te miraras al espejo y no vieras nada”.
Mirarse y escucharse es lo que está haciendo el Parlamento de las Mujeres organizado por las Mujeres Creando en varias ciudades del país: dar voz y calidad de humanidad a las distintas posiciones para que se reconozcan como iguales, aunque con diversidad de pensamiento. Es un ejemplo positivo y habría que gestionar otros más.
Para una democracia de verdad es necesario describir al otro/a y que él/ella se vea reflejado, es imprescindible reconocerle como persona y como colectivo, sin deshumanizarle hacia una masa irreflexiva e insensible. Aunque las apreciaciones y calificaciones hacia el “otro” muestran sin duda las relaciones de poder existentes y la lucha por él, la relación puede llevar a un mejor término sólo si todas las partes se miran y se reconocen.