Blog Post

News > Etcétera > Robert Redford, un inconformista en Hollywood

Robert Redford, un inconformista en Hollywood

Robert Redford dejó muy clara su oposición a la América más retrógrada participando en películas como ‘La jauría humana’ y ‘Brubaker’.

Rafael Narbona

Al igual que su amigo Paul Newman, Robert Redford nunca se sintió cómodo en el papel de galán. Cuando interpretó a Hubbell Gardiner en Tal como éramos (Sidney Pollack, 1973), comentó despectivamente que el personaje le parecía una especie de Ken, el novio de Barbie. Liberal e inconformista, se alejó de Hollywood en los años 70, incómodo con el rumbo que había adoptado la industria, cada vez más hostil a los proyectos más creativos y con escaso impacto en la taquilla. Redford halló un lugar más acorde a su sensibilidad en el Instituto Sundance en Utah, germen del Festival de Sundance, donde no se ponían barreras a la ambición artística e intelectual. Sin renegar de su país, Redford siempre se mostró muy crítico con el poder político y con la intolerancia de los sectores que se oponían a los cambios sociales. En Los tres días del Cóndor (Sidney Pollack, 1975), interpretó a un espía que descubre por azar las operaciones secretas del gobierno para preservar los intereses de las elites económicas, y en Todos los hombres del presidente(Alan J. Pakula, 1976) se puso en la piel de Bob Woodward, uno de los periodistas que investigó y sacó a la luz el Watergate.

El tono de denuncia es aún más agudo en La jauría humana y Brubaker, dos obras sobre el lado más sombrío del sueño americano. Dirigida por Arthur Penn y con un espléndido guion de Lilian Hellman, La jauría humana (The Chase) narra el linchamiento de un pequeño ratero, Charlie “Bubber” Reeves, en un pueblo del Sur de Estados Unidos. La película fue estrenada en 1966, solo dos años antes del asesinato de Martin Luther King. En esas fechas, Estados Unidos aún no había superado el clima de histeria colectiva desatado por la caza de brujas dirigida por el senador McCarthy. Aunque el nefasto político había caído en desgracia en 1954 y varias sentencias judiciales habían atajado la persecución contra ciudadanos progresistas, el Sur profundo no había modificado un ápice sus prejuicios. Los linchamientos ya no era tan habituales como en la posguerra, pero no habían desaparecido. Conviene recordar que entre 1880 y 1970, se produjeron casi 4.500 linchamientos en Estados Unidos. Entre las víctimas había mexicanos, indios, chinos, judíos y blancos, pero la gran mayoría eran negros. Exactamente, 3.265. En el umbral del siglo XXI, todavía se registraron algunos casos. En 1998, tres supremacistas blancos secuestraron, torturaron y asesinaron en Texas a James Byrd Jr. por el simple hecho de ser negro. Lo ataron a una camioneta y lo arrastraron durante kilómetros. Byrd murió desfigurado y mutilado. La tapa de una alcantarilla le cortó la cabeza y un brazo. Ese mismo año, un joven fue torturado y golpeado hasta la muerte en Wyoming por ser gay. El linchamiento de La jauría humana no es una fantasía, sino un crimen que en los años sesenta aún se repetía cada cierto tiempo en algún punto de la geografía estadounidense.

Al encarnar a Charlie “Bubber” Reeves, Robert Redford, por entonces un joven y poco conocido actor de treinta años, mostró claramente su ideología liberal y su sensibilidad social. Reeves es un perdedor nato, un muchacho conflictivo e inestable que ha crecido en un hogar pobre, con una madre dominante y manipuladora, y un padre débil y pusilánime. Desde niño ha cometido fechorías sin importancia, como emborracharse o perpetrar pequeños hurtos. La acumulación de delitos menores le ha llevado a la cárcel y su inmadurez le empujará a fugarse con un preso peligroso cuando solo le quedan unos meses de condena. Su compañero asesina a un conductor para robarle su vehículo y abandona a Reeves a su suerte. De inmediato, las sospechas caen sobre él, pese a no existir pruebas, y su eterna mala suerte provoca que su huida finalice en su pueblo natal. Solo intentará ayudarle el sheriff Calder (un sólido y convincente Marlon Brando) y Anna, su ex mujer (Jane Fonda), que mantiene un idilio extraconyugal con el hijo del cacique local, Val Rogers (E. G. Marshall). Desde la primera secuencia sabemos que avanzamos hacia un final trágico. Se respira fatalidad en cada imagen, en cada gesto. El pequeño pueblo del Sur rebosa malicia, crueldad, intransigencia. Nadie se fía de nadie. Todos hablan de todos. La rutina está salpicada de traiciones, infidelidades y venganzas.

Arthur Penn y Lilian Hellman componen un retrato de Estados Unidos que no ha perdido vigencia en la era de Donald Trump: clases medias empobrecidas que descargan su frustración en las minorías raciales, trabajadores con sueldos precarios y sin leyes que protejan sus derechos, empresarios que explotan a los inmigrantes (en este caso, mexicanos) para mantener su vida de ocio, lujo y despilfarro, corrupción de la clase política, obscenas desigualdades sociales. El sheriff Calder es un hombre honesto, pero no podrá hacer nada contra el poder de Val Rogers. Un hombre solo está inerme frente al sistema. Sin embargo, el problema no es solo el sistema. La sociedad está contaminada por la hipocresía, la envidia, la frivolidad, el culto al dinero y el fanatismo religioso. En realidad, no hay sociedad, sino una masa movida por el odio y el resentimiento. Al involucrarse en un film de estas características, Robert Redford dejó muy clara su oposición a esa América profunda y retrógrada, siempre en guerra con la diversidad, la inteligencia y el espíritu crítico. Su interpretación de Reeves destaca su vulnerabilidad e inocencia. Solo es el chivo expiatorio de una sociedad que necesita descargar su ira cada cierto tiempo para no asfixiarse en el malestar del día a día. Los linchamientos no obedecen al deseo de justicia, sino a una honda insatisfacción colectiva.

Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980) recrea la peripecia de Thomas Murton, director de prisiones y profesor universitario. Tras ser nombrado alcaide de dos centros penitenciarios de Arkansas, Merton denunció que el sistema favorecía. la tortura y los malos tratos. De hecho, en la Tucker State Prison Farm descubrió que 200 presos habían sido asesinados y enterrados clandestinamente. Acosado por la prensa conservadora y los políticos republicanos, Murton dimitió y se mudó a otro estado, pues le acusaron de saquear tumbas al exhumar las fosas de las víctimas, aduciendo que había excavado en un cementerio abandonado. Robert Redford encarna a Brubaker, un alcaide que en 1969 finge ser un preso para conocer desde dentro la vida de la cárcel. Quizás no es un recurso muy verosímil, pero ayuda a comprender al personaje, un hombre valiente y honesto que se juega su futuro profesional para dignificar la vida de los presos. Sólido drama carcelario, Brubaker muestra la insensibilidad de una sociedad que prefiere invertir en seguridad a combatir la desigualdad. A pesar de que Estados Unidos es una democracia, sus cárceles violan los derechos humanos. Amnistía Internacional ha denunciado hacinamiento, abusos sexuales, vejaciones y tortura. En la época de Murton, el castigo físico aún era legal y se aplicaba con látigos. Hoy en día, se utilizan los cinturones paralizantes por electrochoque y el aislamiento, dos castigos que dejan graves secuelas mentales. Además, la pena de muerte sigue vigente en 27 Estados.

Durante mucho tiempo, Robert Redford fue un icono de belleza, pero bajo su apariencia de galán había un inconformista, un actor que se involucró en proyectos arriesgados para mostrar las ignominias de la sociedad estadounidense. Redford no era antiestadounidense. Solo quería que su país se librara de lacras como la violencia, el racismo y la desigualdad. No poseía los registros de grandes actores como Laurence Olivier o Anthony Hopkins, pero sus interpretaciones transmitían solidez, integridad y convicción. Su estilo se parecía al de Gregory Peck, otro galán de ideas liberales, vida ejemplar y gran ambición intelectual. Con Redford, desaparece una de las últimas leyendas de Hollywood, pero nos deja una fecunda trayectoria como actor y director. En una ocasión, declaró: “Yo creo en la mitología. Comparto la noción de Joseph Campbell de que una cultura o sociedad sin mitología moriría, y estamos cerca de eso”. Quizás tenía razón, pero indudablemente él era un mito. Un mito que sigue vivo y que invita a la rebeldía y el compromiso.

error

Te gusta lo que ves?, suscribete a nuestras redes para mantenerte siempre informado

YouTube
Instagram
WhatsApp
Verificado por MonsterInsights