Las causas buenas, sobre todo las que llevan a destapar verdades profundas, se entrelazan y refuerzan. El 14 de mayo, a sólo horas de su muerte, sugerí desde aquí seis preguntas pertinentes para la generación política de la que Guillermo Capobianco Ribera formó parte activa.
Comenzaba escribiendo que Memo se llevó varios secretos a la tumba y haciendo conejitos para que, al menos, hubiera tenido el tino de apuntarlos en una libreta. Aunque sabía mucho sobre él, gracias al relato de Alfonso Camacho, Hans Möller y Fredy Camacho, me faltaba excavar mejor en su libro Memorias de un militante (2014). Aprendí. La historia se va haciendo en interacción con la gente que fue tocada por ella, desde distintas ópticas y en numerosos momentos o rezagos. Hubo quejas y las agradezco. Procedo acá a corregir y extender el debate sobre el papel del MIR en nuestra vida pública.
Comienzo por rectificar un dato, que aunque no hace al fondo de la trama, no debe fingir vigencia alguna. Capobianco no estuvo en Bolivia en los días del golpe de Banzer. Desde Lovaina, Bélgica, donde estudiaba, a partir de julio de ese año, siguió con atención los sangrientos sucesos de Santa Cruz y La Paz en aquel fulgurante 1971. Un nombre se le grabó en la mente: Laicakota, el cerro desde donde un puñado de aspirantes a revolucionarios intentó resistir la llegada de los tanques.
Respecto a la quinta pregunta sobre 1980: “¿volviste a ver al Turco Asís, el paramilitar que te pidió que no intentes una fuga, porque sino te mataría?”. La respuesta descansa en el libro ya citado de Capobianco, cuando narra el abrazo que se dieron ambos, diez años después, en el despacho ministerial de la avenida Arce. Memo era ministro del Interior y Asís, una curiosa remembranza viva que refleja la devastadora determinación de la identidad cruceña sobre las azarosas disputas ideológicas. El hecho resume también la trayectoria del MIR, que gradualmente decidió sumarse, por oleadas, a la clase política que combatía con ardor. Nada que reprochar acá. La vieja noción de circulación de las élites nos ilumina con ventaja.
La mayor parte de los individuos con dotes para ejercer el mando público repudian al gobierno de turno, sólo el simple hecho de que aún no pertenecen a él. Este previsible desenlace conciliador no borra la heroicidad del trayecto previo. Memo y sus contemporáneos se jugaron la vida por la democracia, pero también por subir al poder. Ahí se extinguió la filantropía.
Queda pendiente entonces la sexta pregunta del cuestionario: “¿por qué el 5 de diciembre de 1990 no instruiste cercar a hierro la casa de la Abdón Saavedra, no tomaste un megáfono y desde el techo de alguna camioneta, no conminaste a los secuestradores de Lonsdale para que se rindieran y lo dejaran libre?”.
En Memorias de un militante (2014), el exministro se recuerda a sí mismo en franca caminata cuesta arriba desde su despacho hasta el inmueble cercado por 400 policías. Llevaba -dice- la siguiente orden presidencial: “Ínstelos a la rendición, ministro, y si ésta no se produce, tome usted la residencia”. Con los primeros rayos del sol, el coronel Germán Linares recibió aquella instrucción. Capobianco corta el relato ahí.
Luego parcela la escena del crimen en dos áreas. Linares habría comandado la toma del piso, Valverde, el jefe de Inteligencia, la del techo. La revelación queda en suspenso. Sólo nos queda deducir que mientras Linares no conseguía salvar la vida de Lonsdale, Valverde se habría hecho cargo de los tres secuestradores, que terminaron desfigurados por las balas policiales. Cuatro muertos innecesarios.
Meses después, Memo compareció ante el diputado Juan del Granado y su comisión de derechos humanos. Puso una condición previa: que lo que dijera se guardara bajo siete llaves. Seguimos pues con las manos vacías. El exministro hace una sola revelación en su libro: algunas parroquias de la Iglesia Católica (¿Viacha?) cobijaron a la insurrecta CNPZ. Dato preciso: un cura destacado tuvo que ser repatriado por su orden religiosa, con la venia del gobierno. Paz con Dios, ¿y con el diablo?
Aquella intentó ser entonces la respuesta final de Capobianco, 24 años después de la muerte de Jorge Lonsdale, Osvaldo Espinoza Gemio, Luis Caballero Inclan y Michael Northdufter. ¿Por qué no impulsó una investigación completa de lo ocurrido?, ¿para proteger sotanas?, ¿para salvar a la Policía de la que confiesa haberse “enamorado” en 24 meses de mando?, ¿qué rol jugó la Embajada de Estados Unidos en esas horas aciagas? El nudo sigue ahí.
Rafael Archondo es periodista.