Bolivia es una sociedad que posee un marcado desconocimiento de lo que es la política. Somos, en esa materia, también un país subdesarrollado. Y, ante la pregunta de por quién votará en las elecciones que cada cinco años de celebran, no es raro escuchar entonces del trabajador por cuenta propia —que es la mayoría—, “por nadie, porque nada saco de ellos” o “nulo, porque todos son unos corruptos”. Y es que, sin afán de autoflagelarse, esas son verdades de Perogrullo, a las que hay que añadir que, como en la actual coyuntura, todos se creen presidenciables. Conducir programas de radio o desempeñar otro oficio con honestidad, no garantiza ni mínimamente ejercer con idoneidad la máxima función del Estado.
De acuerdo: para acceder a la primera magistratura y ejercerla con idoneidad, se requiere conocimientos profundos de ciencia política, porque solo así se aplican estrategias que son pilar fundamental del éxito. Se debe tener la aptitud de ver en la obscuridad, de caminar entre serpientes, ser intuitivo para trazar metas y superar momentos de confusión. Y no sin razón se dice que, mientras el estadista piensa en las próximas generaciones, el político lo hace mirando hacia las próximas elecciones. El estadista es visionario, el populista político piensa en el poder como suprema aspiración. El presidente electo, en consecuencia, debe ser un político y un estadista que son presupuestos para superar dificultades, rectificar errores, tener el don de gentes para ganar conciencias y lograr consensos. Y algo fundamental: debe tener carisma, que es virtud mágica en la personalidad de un líder.
Cuando hablo de esas características, se me viene a la mente el ímpetu de Bolívar, la perfección de Sucre, la sagacidad de Santa Cruz o el decoro de Linares. Esas virtudes fueron a lo largo de la historia el sello de los estrategas privilegiados. Mas cuando hablo de los fundadores de la república no es para encarecer sus dotes de estadistas, porque los cerebros visionarios consagran sus energías a grandes proyectos, y lo que para el vulgo es terquedad para el estadista es persistencia en un plan concebido en la adversidad. Es que la terquedad tiene connotación negativa. La persistencia, en cambio, es entrega de todas las fuerzas de la voluntad para alcanzar el fin. Aquella mueve a proseguir en el error. Esta, a avanzar por entre arrecifes y huracanes, con la mente y el alma fijas en la meta. Y ahí se explica el fracaso de quienes, debido a la ignorancia de sus electores, acceden al poder con un melancólico desempeño y, ya “con el sol a sus espaldas”, se resisten a aceptar que su ambición sobrepasó a sus capacidades. Pero el país que en ellos creyó ya fue presa de sus embustes.
Nuestros propios políticos (no todos afortunadamente) confunden el gobierno con el Estado; pero aquél es parte de éste, y entonces cuando se saquea los recursos del Estado, se roba a la sociedad que, junto con el territorio, conforma esa trilogía de la que la teoría kelseniana nos habla. Luego, robarle al Estado no es únicamente robarle al gobierno, es robarle a la ciudadanía. Esas son las diferencias entre los vivillos populistas o únicamente políticos sin preparación de estadistas.
El sentido común no basta. En los complejos momentos que vive el país, se requiere un estadista; es decir, un magistrado preparado, que discierna, sienta y actúe como gobernante, para todos y no para un partido, movimiento o grupo económico o social.
En consecuencia, los gobernantes deben ser estadistas. Para el Diccionario de la lengua española, el estadista “es la persona experta en asuntos del Estado o en política”. De este concepto se deduce que el estadista es una persona versada en cuestiones estatales —no en cualquier disciplina o actividad—, y ello implica el dominio y ejercicio de la ciencia política, la economía, la sociología y las relaciones internacionales, por lo menos.
Busquemos, por tanto, un estadista de la talla de los insignes hombres y mujeres que Bolivia tuvo (que fueron pocos, pero los hubo), y no de la de quienes la mancillaron. Su hoja de vida debe ser limpia, con experiencia probada, eficiente y confiable. Un verdadero magistrado.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor