Mi sobrina de diez años, que apelaba a mi condición de abogada, me llamó hace unas semanas para que la ayudara con una tarea escolar: necesitaba definir quiénes elaboraban las leyes en Bolivia. Le respondí en un tono académico pero sencillo (aunque los abogados creemos que se nos entiende). Luego de su tierna despedida pensé en lo dogmático de la explicación. Efectivamente, el Legislativo elabora las leyes. Pero, ¿son las leyes los verdaderos imperativos -de los que hablaba Kant- que nos obligan más allá del temor a la sanción por incumplirlas? ¿Nos son esas miles de normas, preceptos suficientes para lograr una auténtica armonía social?
Me quedó dando vueltas algo que le escuché a la politóloga Ana Lucía Velasco: los bolivianos observamos las disposiciones legales, pero obedecemos más aquellas improvisadas por nosotros mismos según la situación y la urgencia. Las reglas acordadas por las juntas vecinales, los padres de familia, los comerciantes, las distintas corporaciones. Quizás sea la ascendencia española. Un escritor peninsular decía que “en la Edad Media España estuvo al borde de su ideal jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: `Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana’.”
Al ser nuestras necesidades tan inmediatas, particulares y hasta elementales, muchas leyes se nos aparecen lejanas y abstractas. Por otro lado, carecemos de autoridades respetables y nos sobra rebeldía (“la ley se acata pero no se cumple”). Cualquier reglamentación estatal es inaplicable. De ahí que tengamos el apuro por autodisciplinarnos y hacer Derecho desde, por ejemplo, la costumbre.
Ahora encaramos la escasez de gasolina. De ese combustible depende una vez más la supervivencia de todos y el estado de ánimo nacional. El ser humano busca la felicidad de distintos modos; los bolivianos la buscamos estos días haciendo largas filas hasta llegar a las gasolineras. Pero en el trayecto a la felicidad -que nunca es del todo expedito- concurren sentimientos de ansiedad, aburrimiento, frustración o ira profunda si algún osado intenta, solamente, colarse para lograr verter lo que sea al tanque de su auto.
En esa medida, sorprende la predisposición al orden y el respeto que mostramos en esas colas. Quizás porque sabemos que con la transgresión nos jugamos la vida. Aun habiendo calles que rompen su continuidad y se convierten en huecos habitados por el diablo presto a tentar, entendemos que de no disponer de tres o cuatro horas de encierro -que bien pueden invertirse en la lectura de algún periódico serio que informa que el país se va al carajo- es mejor marcharse con el tanque vacío y la dignidad al alza. No como aquel militar que esperó el momento “apropiado” para introducir su vagoneta mediante un operativo falso, y que fue expulsado por otros diez conductores, que recibimos luego una ovación, mientras el oficial nos enrostraba una inconcebible ingratitud: “Así nos responden, pero ¿quiénes los protegieron durante el Covid?”…
En nuestra infinita habilidad de autorregularnos en situaciones extremas (lo hicimos en la crisis del agua hace unos años aceptando por turnos las provisiones racionadas de las cisternas; en las aciagas jornadas de octubre y noviembre del 2019, organizando ollas comunes y horarios de vigilancia en las rotondas y en los barrios; o durante la pandemia, intercambiando, bajo las medidas de seguridad, alimentos) partimos informándonos en los grupos barriales de WhatsApp. Ahora nos toca avisar del estado de cada estación de servicio: si llegó gasolina, horas estimadas de espera para obtenerla, si es especial o premium, si hay luz al final del túnel o debemos hundirnos en la desesperación, etc.
Los bolivianos somos esencialmente reacios a cumplir voluntariamente las normas, Sobre todo cuando no son “muy” obligatorias o no hay un beneficio inmediato. Pero cuando más las necesitamos, somos capaces de improvisar y consensuar tácitamente máximas propias y obedecerlas sin que nadie nos lo exija. Es decir que, aunque no siempre, podemos ser buenos ciudadanos.