Maurizio Bagatin

Estas plantas grasas parecen no necesitar humedad, las riego porque en ellas reconozco la resiliencia, las espinas de todas las dificultades, el tiempo en las arrugas, toda la vitalidad en su verde. Cactus es el Peyote, carne de los dioses, cactus es el San Pedro, a veces tónico, otras veces afrodisiaco.

Entre las plantas de mi vida hay un sauce llorón, sombra en el jardín adonde mi abuela me puso en guardia, nunca bajo el sauce tendrás que llorar o dormirte; el nogal bajo el cual armábamos durante los veranos nuestra venta de revistas, libros viejos, historietas y los fotoromanzi de las muchachas siempre en busca de romanticismo; el plátano de sombra en el cual construimos la primera casita de madera, inexpugnable para cualquier banda rival, desde ahí todo el territorio estaba bajo control, nuestra mirada a 360° era como la del águila, infalible. Las últimas moreras que fueron sudor para los campesinos y ganancia para los patrones, recuerdos del gusano que se alimentaba de sus hojas, el tejido proteínico que pronto fue sustituido con el nylon, involuciones del progreso y no se trata de un oxímoron; y la quercia, símbolo de un pueblo y árbol de una entera nación, luego fruto para chanchos que vaciaron la política y el sueño democrático. Todos los arboles frente mi casa, sombra y frescura, emboscadas, hongos en otoño y esqueletos sin hojas en invierno: metáforas de nuestras vidas, anillos y cortezas de las edades.

En el gallinero, plantado justo al centro, donde por unos años ofreció su sombra a un gallo catalán, el fresno de la primera Cumbre de Tiquipaya sigue creciendo, tal vez a memoria de los viles años de un proceso de cambio que no fue; tres olivos Leccino di Nardó, desde el profundo Salento hasta Cochabamba, traídos clandestinamente por la Pina, entre aspirinas y Sorojchi Pils, piezas metalmecánicas de acero y su entusiasmo en conocer Bolivia; cuatro plantas de alcaparras que los temerarios voluntarios de la península lograron traer hasta aquí, y cuando dieron sus primeros frutos una violenta incursión, símil kanateña, violentó las nobles plantitas hasta hacerla desaparecer; y el parral de uva que trajo Charles De Gaulle de Francia, en su visita a Bolivia, logró ofrecernos casi todos los años el rêve de un Beaujolais o de un tinto fuerte de Bordeaux, nada de esto, uva blanca y de sus hojas algunos árabes, aunque bien enraizados en la Llajta, no olvidan preparar por Todos Santos sus Niños envueltos; el olivo de la entrada es el más viejo de la familia, fue plantado cuando solo los membrillos, algunos higos y el pacay dominaban el terreno, fue traído por el ingeniero Saavedra desde Argentina o Chile en los años sesenta, un visionario el ingeniero, y por eso olvidado. Hay árboles para mi memoria y árboles para la memoria colectiva, para sentarse bajo cualquiera de ellos y contarnos historias, caídas y golpes a presidentes, amores eterno y amores de un solo día, revoluciones inútiles y violencias nunca ausentes, memorias de elefantes y de hombres con resina, de los frutos de la tierra, memoria de una planta, de un árbol que recibe y almacena, recibe y metaboliza, que siempre ofrece.

Estas plantas grasas parecen ser firmes y solitaria, eterna frente al hombre y dentro la tierra. Cactus es el Nopal, higo de la India, fichidindia, increíble alimento que recién valoramos, el Maestro Juan Manuel me contaba del asombro de Yolanda al ver niños desnutridos en desolados pueblos cercanos a Sucre, mientras alrededor centenares de nopales rodeaban propiedades mutiladas por la Reforma Agraria del ’53. Cactus es el Puya Raimondi, cada cien años ofreciendo su alucinante flor. Las seguiré regando, mientras intento destilar palabras.