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Recuerdos

Sagrario García Sanz

Solo vivía de sus recuerdos. Su presente se había quedado anclado en un pasado donde su mente había elegido selectivamente sus vivencias más felices y ahora era el único lugar donde quería y podía estar.

En el ocaso de su vida había viajado muchas veces allí, a ese vergel mental repleto de calma y felicidad en el que los sinsabores no tenían cabida, donde la vida en el pueblo con su mujer y sus hijos pequeños era la etapa más bonita que recordaba, donde la dicha se tornaba tan tangible que incluso se podría acariciar con los dedos. Si embargo, luego tenía que retornar al presente para continuar con una existencia en soledad y en una ciudad tan impersonal que nunca consideró su hogar.

El tiempo había pasado inexorable y le había arrebatado demasiado, ahora era el dolor el que se había vuelto palpable, además de permanente. Por eso, cuando llegó el momento en que regresar a la realidad resultaba cada vez más complicado, no ofreció resistencia; se sentía tan bien allí que allí es donde decidió quedarse. Con un presente sin aliciente y un futuro sin expectativas, el pasado era claramente la mejor opción.

En el momento en que esos bellos recuerdos quisieron empezar a difuminarse, al principio sutilmente pero luego de forma más descarada y dolorosa, se agarró a ellos de manera tan fuerte que los dejó dibujados en su cabeza como si de un gran lienzo se tratara, el cual admiraba de manera continua durante las largas horas de la vigilia.

Por fortuna, esa pequeña parte se quedó con él cuando el resto se marchó definitivamente para no regresar, incluidas muchas de sus capacidades motoras. Pero eso daba igual, conservaba su preciado cuadro solo para él y sus trazos estaban grabados a fuego en el último rincón de la memoria que aún conservaba.

—Antonio, tienes visita, tus hijos han venido a verte. —dijo una de las mujeres vestida de blanco que estaba en la sala junto al resto de desconocidos que solía haber por allí.

Antonio se volvió y vio a dos extraños, un hombre y una mujer de mediana edad se dirigían hacia él portando una dulce sonrisa. Él les sonrió también como muestra de cortesía.

—Hola papá. —Dijeron los dos extraños cuando llegaron junto a él.

Antonio los miró con la curiosidad de un niño que está descubriendo el mundo y ve algo por primera vez, pero conservando ese gesto amable tan bonito que le había tatuado una sonrisa permanente.

—Mira a papá —dijo la mujer. No sabe quiénes somos, pero se le ve tan feliz.

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