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Quince jazmines

El jazmín, blanco o amarillo, de aroma dulce y delicado, desde muy joven me hizo soñar con llamar así a mi hija, si acaso tenía una. No pretendo describir a Jazmín, a quien, como todo padre, me imagino, emparento con el significado de esa palabra en árabe: “aquella que es bella como la flor que lleva su nombre”. Hoy, proyectando en ella a todas las quinceañeras del mundo, solo quiero que reciba de mis manos su primer ramo de las flores más hermosas que un hombre puede encontrar para una mujer.

Yo sé que llegarán más y que no todas serán regaladas por mí. Que algún día sentirás ese amor que te deja sin aire y, entonces, creerás que tu corazón revolucionado va a explotar en mil pedazos; sentirás y te hará feliz ese amor de pétalos perfumados y de románticos peluches que será para vos igual de grande que el mío, pero extrañamente distinto. Para ese amor ilusionado de toda niña-mujer también yo me voy preparando, como queriendo entender y aprender que habrá otros —ojalá— que te querrán así, tanto y tan bien.

Quizá estas palabras no sean más que un pretexto para convencerme de que has crecido y pronto —en los tiempos de la vida— emprenderás tu propio camino.

Como hijo, no tengo en la memoria un recuerdo más triste que el de mi padre comunicándome por teléfono, y a mil quinientos kilómetros de un abrazo, el fallecimiento de su madre, mi abuela Olimpia. Nunca, en casi 40 años, lo había “visto” quebrarse de esa manera, con un dolor que sentí que le atravesaba el pecho y que diez años después, al tocarme a mí despedirlo a él, entendí que eso es algo que ocurre únicamente cuando se despide a una mamá, a un papá, a un hermano. No quisiera, Jaz, provocarte ninguna pena, que te conmuevas como me conmoví yo aquel día en que llegué a recoger los trocitos del corazón roto de mi viejo por la partida de tu bisabuela. Haría lo que fuera por evitar que veas llorar a tu papá, ni siquiera de felicidad.

Además, seamos sinceros, te daría vergüenza que tus amigos se enteraran de que ando llorando por los rincones de pura emoción; vos misma me sentenciarías como lo haces con el humor despiadado, pero jamás desprovisto de amor, de los chicos de hoy en día: “¡ya estás viejo, papá!”.

De todos modos pienso que habrá alguna gente que se verá identificada con mis sentimientos de viejo, porque los ha vivido ya o porque, aprendiendo finalmente a convivir con adolescentes, puede imaginárselos llegar o, todo lo contrario: ahora las nuevas generaciones prefieren no tener hijos y, así, nunca entenderán en primera persona esto que les cuento: cada cual elige qué ganar y qué perder en el camino.

Les decía al principio que en Jazmín, en su cumpleaños número quince que es especial para ella y para mí, como padre, proyectaba también a todas las jovencitas del mundo. Todas tienen sueños y muchas veces los hombres somos determinantes para que los puedan cumplir. Me refiero en concreto a la influencia —o a la necesidad— del padre en la vida de una hija adolescente, al padre como factor de protección para cuando ella deba afrontar las injusticias que sufren a diario miles y miles de mujeres, y ni qué decir de aquellas familias destruidas por las atrocidades que hombres cometen fruto del machismo.

Con estos quince jazmines, más allá de lo personal, que poco interesa en este caso, solo pretendo que juntos reflexionemos sobre la importancia de reivindicar el amor paternal, en el sentido de la intransferible opción de brindarles a nuestras hijas consejos para la vida, con valores como independencia, honradez y justicia, y de cubrirlas también con un manto tibio de cariño. No solamente por el impagable calorcito del papá o, a falta de este, de la mamá cumpliendo el rol de ambos, que sin dudas las fortalecerá emocionalmente, sino por el empoderamiento que a base de paz y sinceridad les servirá para blindarse mejor y desafiar con mayor seguridad a ese mundo hostil que las espera allá fuera.

No quiero poner a nadie por encima de nadie: sencillamente soy papá y pienso que mi niña-mujer es y será siempre incomparable. Lo que quiero es que mi hija —y en su nombre, todas las Jazmines o como ustedes soñaron llamarlas— reciba hoy su primer ramo de flores, las más hermosas que pude encontrar, para que brille en adelante sin temores y sea plenamente feliz.

Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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