Francisco de Quevedo.
Defensa de la felicidad.
Alegato a favor de Epicuro.
Edición de Arturo Echavarren.
Ilustraciones de Pieter Bruegel el Viejo.
Reino de Cordelia. Madrid, 2021.
Santos Domínguez
“Resta la defensa de Epicuro. No la hago yo; refiero la que hicieron hombres grandes, ni en este caso es mi caridad la primera con este nombre. Arnaudo, en su libro que llama Juegos, la imprimió, mas dejando lugar a que yo no perdiese el tiempo en esta.No es culpa de los modernos tener a Epicuro por glotón y hacerle proverbio de la embriaguez y deshonesta lascivia; lo mismo precedió en la común opinión a Séneca. Execrable maldad fue en los primeros, que le hicieron proverbio vil para los que les siguieron necesariamente después. La infamia ajena más fácilmente se cree que se dice, y peor, pues siempre se añade. Diógenes Laercio dice que Diotimo, estoico, de envidia fingió muchos escritos torpes y blasfemos, y le achacó otros a Epicuro y los publicó para disfamarle y desacreditar su escuela. Pocos oyen murmurar de otro que no les parezca poco lo que oyen y verdad lo que creen. Esto sucedió a Epicuro con los demás filósofos, con intervención de las ruindades de la envidia.
Epicuro puso la felicidad en el deleite y el deleite en la virtud, doctrina tan estoica que el carecer de este nombre no la desconoce. Desembarazó la atención de sus discípulos, como de trastos, del embarazo de la dialéctica sofística, de la cual habló sola, porque la lógica en lo escolástico es grande y valiente parte de la teología; y el condenar la dialéctica (entiéndese sofística), en que fundaban su mayor pompa los otros filósofos, fue ocasión de aborrecer y disfamar a Epicuro.”
Así comienza Quevedo su Defensa de la felicidad. Alegato a favor de Epicuro, que publica Reino de Cordelia con magníficas ilustraciones a doble página de Pieter Bruegel el Viejo y edición de Arturo Echavarren, que escribe en el prólogo:
“Una de las caras menos conocidas de Quevedo para el público general es la del filósofo, aunque nuestro autor nunca fue un pensador sistemático. No obstante, late en toda su obra cierta coherencia interna y notable unidad en su entusiasmo por la doctrina neoestoica, revalorización y remozamiento en época moderna de los ideales del antiguo estoicismo. […] Quevedo, en fin, concibe el desengaño de raigambre estoica como un acto perpetuo de desilusión con respecto de los apetitos humanos y la apariencia engañosa de los objetos físicos. Con esta sólida adhesión al pensamiento neoestoico, nuestro autor se alineaba decididamente con el humanismo europeo de la época, cuyo afán era conciliar los ideales de las escuelas filosóficas de la antigüedad con los dogmas del cristianismo. La Defensa de Epicuro, que aquí editamos, es un fruto maduro de este sincretismo.
[…]
Si la vinculación del epicureísmo con el estoicismo es un recurso crítico fundamental en la revitalización y vindicación de Epicuro que nuestro autor lleva a cabo en la Defensa, no es de menor calado su pretensión por cristianizar en lo posible al filósofo griego.”
Cuando Quevedo publicó este opúsculo en 1635 contaba ya con precedentes en los humanistas (Lorenzo Valla, Erasmo y Montaigne, Fray Luis de León o López Pinciano entre nosotros) que ya en el siglo XVI buscaban puntos de contacto entre el epicureísmo y el estoicismo y reinterpretaban desde una óptica cristiana la doctrina de Epicuro. Sumándose a esa línea, escribe Quevedo: Errores tuvo Epicuro como gentil, no como bestia; aquéllos le condenan los católicos, éstos le achacaron los envidiosos
Su contacto con la obra de Epicuro tuvo lugar a partir de la lectura de Séneca, que lo presentó como un estoico y lo convirtió en una referencia constante en sus obras.
Y si a primera vista puede sorprender que un neoestoico como Quevedo haga esta apología de Epicuro, lo cierto es que con esos antecedentes clásicos y renacentistas se entiende mejor su actitud integradora del epicureísmo en la construcción de una ética de la virtud que proyectó también en sus poemas morales y en su poesía metafísica, en los que defendió los sencillos placeres compatibles con el estoicismo de una vida modesta. Y es que la serenidad y la templanza son dos aspiraciones compartidas por ambas tendencias en el ejercicio de la virtud:
Y toma uno de los Ensayos de Montaigne, De la crueldad, no sólo como antecedente y apoyo, sino como argumento de autoridad:
Severo el señor de Montaña, juzga que en lo verdadero, rígido y robusto no cede la doctrina de Epicuro a la estoica. No dice que la excede, no porque no es verdad, sino porque no era fácil de creerse, y después por hallarle ya común proverbio y único de los vicios, los doctos y los santos le advirtieron por escándalo.