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Querido Indiana Jones

Rafael Narbona

Nunca me gustaron los látigos, pero gracias a ti descubrí que podían ser un instrumento al servicio del bien. Al principio, pensé que copiabas miserablemente a Gary Cooper en Por quién doblan las campanas, con tu borsalino y tu cazadora de cuero, pero pronto comprendí que eras un hombre tímido intentando aparentar dureza. Tu infancia no fue fácil. Tu madre Anna Mary, murió de escarlatina, y tu hermana Susie, de fiebre tifoidea. Tu padre, Henry Walton Jones Sr., no te hizo mucho caso. Profesor de literatura medieval, despertaba el temor de los alumnos, pues era famoso por sus manías y su altísima exigencia.

Obsesionado con el Santo Grial, después de quedarse viudo, se volcó aún más en sus investigaciones, desentendiéndose de ti. Cuando años más tarde le recriminaste su indiferencia, contestó que no prestarte atención había constituido un acierto, pues así te hizo autosuficiente. Quizás fue un pobre consuelo, pues creciste pensando que eras menos importante para él que personas muertas hacía 500 años.

Tu padre siempre escuchó tus reproches con indiferencia. Nunca te tomó demasiado en serio. Ni siquiera te hacía caso cuando le suplicabas que no te llamara Junior. Incluso te ridiculizó en público, sacando a relucir que Indiana, tu apodo, era el nombre del perro que tuviste de niño. Tu padre fue una china en el zapato, pero una china que te enseñó a caminar erguido. Su pedagogía tal vez fue brutal, pero esculpió tu carácter, imprimiéndote rasgos esenciales para tu trabajo: ingenio, coraje, tenacidad. No heredaste su elegancia y distinción, pero sí la pasión por la arqueología. Tu padre no era perfecto, pero ¿quién lo es? ¿Hubieras preferido que fuera sobreprotector, sembrado en ti miedos e inseguridades? Quizás tuviste el padre que necesitabas y aún no te has dado cuenta.

Harrison Ford y Sean Connery en ‘Indiana Jones y la última cruzada’.

El profesor Marcus Brody fue tu segundo padre o, si lo prefieres, tu padre complementario. Amigo y colega de tu progenitor biológico, dirigía el museo arqueológico donde acababan los tesoros que sustraías de viejos yacimientos o ciudades perdidas, pretextando que solo realizabas una labor científica. Marcus es afectuoso y benevolente, sí, pero también un auténtico desastre. Débil y despistado, apenas sabe desenvolverse en el extranjero y una vez se perdió en su propio museo. Solo habla inglés y el único artilugio que maneja con destreza es la estilográfica.

Comprendo el apego que sentías por él, pero si hubieras crecido a su lado, no serías un arqueólogo con vocación de aventurero, sino un aburrido profesor universitario. Se nota que el aula no es tu elemento. Tienes conocimientos de sobra, pero cuatro paredes son insuficientes para tu temperamento inquieto. Eso sí, los alumnos te adoran. Bueno, sería más correcto decir que despiertas pasiones en las alumnas, que se pintan declaraciones de amor en los párpados, provocando tu estupor cuando pestañean mientras les hablas de los sumerios o los hititas.

Naciste para ser una leyenda. No importa que no seas de carne y hueso

Finges ser un cínico, pero eres un sentimental. Pegas puñetazos contundentes, dignos de un detective de novela negra, pero en tus clases llevas corbata de lazo, quizás para honrar a tu padre, aficionado a esa prenda. Podías haber elegido una corbata convencional, como la de Marcus, pero te sientes más cómodo con pajarita y gafas. Te pareces a tu padre más de lo que crees. Siempre que pienso en vosotros os recuerdo en motocicleta y sidecar, afrontando toda clase de peligros para evitar que los nazis se apoderaran del Santo Grial.

Tu estampa romántica está muy alejada de la apariencia de los superhéroes Marvel. No eres musculoso y atlético. De hecho, tienes algo de sobrepeso, pero eso no te impide correr, saltar desde las alturas o arrastrarte entre bichos repugnantes. Con un smoking blanco, recuerdas un poco a Rick, el cáustico propietario de un bar de moda en Casablanca, pero tus respuestas no son tan brillantes. Estás más cerca de Jules Verne que de Stevenson o Raymond Chandler. Aunque tus peripecias discurren en el siglo XX, pareces un personaje decimonónico, como Richard Francis Burton, cuyo lema era: «Haz lo que tu hombría te empuje a hacer, no esperes la aprobación de nadie, excepto la de ti mismo…». Tú no eres tan duro, pero seguro que os habríais entendido bien.

De niño acompañaste a tu padre en una gira de conferencias, lo que te dio la oportunidad de recorrer países exóticos y conocer a grandes personajes como ChurchillTheodor RooseveltFreud y Lawrence de Arabia. Todo sugiere que tu destino estaba escrito. Naciste para ser una leyenda. No importa que no seas de carne y hueso. El celuloide te ha hecho más real que cualquier criatura surgida de las leyes de la biología. Puedes viajar en la cubierta de un submarino, sobreviviendo a las inmersiones en aguas heladas.

Fotograma de ‘Indiana Jones y el templo maldito’.

Puedes transformar un bote salvavidas en un paracaídas, deslizándote por una ladera montañosa sin romperte ni un solo hueso. Puedes cruzar los bajos de un camión en marcha, agarrándote al eje de transmisión, sin que tus manos se desuellen. No entiendo por qué se empeñan en asignarte compañías femeninas particularmente irritantes. Tus idilios son inverosímiles. ¿A quién se le ocurrió casarte con Marion? Tú solo eres creíble como solterón empedernido. Los mitos que se casan dejan de ser mitos. Se despeñan por el terreno de la comedia, perdiendo su dimensión épica.

Se han cumplido cuarenta y un años de tu llegada a las pantallas. Yo lo celebraré viendo tus tres primeras películas, pues la cuarta me parece insufrible. Anuncian una nueva entrega en 2023. Me temo lo peor. Creo que La última cruzada, estrenada en 1989, debería haber cerrado la saga, con esa magnífica cabalgada en el estrecho cañón de Petra. Los caballos recortándose contra los acantilados de arenisca rosada del desierto de Jordania, cuatro jinetes avanzando hacia un horizonte donde se oculta el sol, la banda sonora con sus ecos wagnerianos. ¿Por qué desperdiciar este extraordinario epílogo? Querido Indy, gracias por existir. Tu irrupción en mi vida me proporcionó lo mismo que halló tu padre al contemplar el Grial: iluminación. Sé que tu luz durará tanto como el recuerdo del rey Arturo o Aquiles, dos héroes que han incendiado los sueños de incontables generaciones.

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