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¿Qué será de ellas?

Luego, de ellas no supe nada. Se habrán casado y tendrán familias, unas que otras habrán obedecido al perfil genético, eso que es sin piedad sobre todo en las provincias y en los pueblos de todo el mundo. Pero ¿qué será de ellas? Al colegio me llamaban “el tío”, tres chicas que no vi nunca más. Seductoras y de piel naranja, de las que no faltaban nunca a las citas con el dentista, de las que nunca les faltaba la malicia necesaria.

En una caza al tesoro, con nuestro equipo terminamos últimos, las bicicletas andaban perdiéndose en la campiña que en primavera eran aún maculada del invierno. Bajo el techo de las antiguas casas campesinas esperábamos tardes enteras el temporal, embriagados de ligerezas y tréboles. En aquellos años los campesinos andaban ensayando los misiles para bombardear las nubes, lo que hoy conocemos como cloud seeding, durante los meses de mayo y de junio era el extremo ritual, que funcionó poco y mal. Para nosotros, echados a mirar el cielo, era el olor intenso del heno, los nidos de las golondrinas, las inocentes evasiones que entristecen a los poetas. De eso escribirán.

Entonces ellas eran el fruto que hoy llamaríamos Lolita. Cuando leímos esta novela ellas ya no eran el mismo fruto. Son suficientes unos pocos años para degradar la piel naranja, unas sonrisas, retorcer la malicia a unas Lolitas. Pasó todo este tiempo y otro tiempo más. Y, sin embargo, parece espacio, espacio lleno.

Ayer paseando las recordé. Un film que debemos aun filmar en un lugar perdido de la memoria, perdiendo las distancia, alejándose del tiempo. Sabíamos entonces que era la contemplación. Ayer volví a recordarlo. Fue la noche del terremoto del ’76, mayo de escalofrío. Durmiendo todos apretados en una berlina estropeada por los años, donde nadie escarmentó. Fueron meses de poco dormir y de mucho narrar. Ahí Poe entraba y salía a su placer, ahí entró en mí la ilustración.

¿Qué les habrán contado a sus hijos, si un día los tuvieron? De nosotros en verano, seguramente, pedaleando al borde del río, robando cerezas de las huertas ajenas (cuquear, oí decir en Bolivia, es el verbo correcto…) oyendo de lejos el zigar de las madres. Ningún aspaviento. Habrán narrado de aquella vez en los molinos, y de la otra vez al concierto de los America. Piel lisa de nácar y aroma a chicle americano; no se ahora si tierna o violenta imagen de nuestra juventud. Espasmo en nuestras fugas, motocicletas que emitían olor a pollos asados. El ultimo abrazo antes del retorno a clases; leímos aquel año al Manzoni que era una pesadilla para moros y cristianos. Luego el black out.

Se habrán ido en la Londres punk que tanto soñaban, en Piccadilly Circus las vieron vender pizzas en un idioma infernal. Lecturas de Joe Strummer y tardes transcurridas buscando sombras en Soho. Pálidos recuerdos ahora. El verde del trébol del mayo de aquel entonces se inebrió. Como fantasmas andamos buscando el recuerdo último, la palabra ausente, la huella que somos.

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