Homero Carvalho Oliva
«La ambición es el deseo desmesurado de poder» Baruch Spinoza
A las puertas de la segunda vuelta electoral de 2025, Bolivia parece atrapada en un bucle de espejos rotos: viejos y nuevos rostros repiten traiciones y hacen promesas que se pudren antes de florecer. La historia política del país está marcada por la ambición desmedida que todo lo sacrifica: ideales, aliados, principios, incluso la esperanza. El poder como botín, como obsesión, como condena. Votar se volvió un acto de fe ciega, un salto obligado al vacío.
Veamos algunos ejemplos: El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) fue, alguna vez, el rostro joven de la esperanza. Entre 1978 y 1982, en los días febriles de la recuperación democrática, prometían refundar el país desde la ética. Querían ser distintos, y parecían serlo, hasta que aprendieron la vieja coreografía del poder: en 1983 abandonaron a Hernán Siles Suazo para salvarse solos, y en 1989, pese a salir terceros en la elección, inventaron un “triple empate” que llevó a Jaime Paz Zamora a la presidencia. “Cruzamos ríos de sangre”, dijo entonces, como si gobernar exigiera cadáveres. Desde allí comenzó la caída: pactos oscuros, corrupción, vínculos con el narcotráfico, silencios ante los asesinatos de jóvenes militantes. Cometimos “errores, pero no delitos”, afirmó eufemísticamente. Cuando años después justificó su alianza con Gonzalo Sánchez de Lozada, jefe de su némesis, el MNR, dijo otra de sus célebres frases: “Qué difícil es amar a Bolivia”; en realidad confesaba que había elegido el poder por encima del amor.
La revolución oxidada
Décadas más tarde, el Movimiento al Socialismo (MAS) repitió la historia de traiciones con un disfraz nuevo: la Revolución Democrática y Cultural. En 2005 prometió erradicar la corrupción, proteger a la Madre Tierra, defender los recursos naturales y dignificar a los pueblos indígenas. En pocos años, la revolución se oxidó: la corrupción se volvió endémica —bajo Luis Arce alcanzó su clímax como “el presidente más corrupto de la historia de Bolivia”—; el “vivir bien” se redujo al folclore de una consigna vacía; la defensa de los recursos naturales derivó en elefantes blancos, pasto sintético y un museo en homenaje al “gran hermano”. En Chaparina, los pueblos indígenas del oriente fueron brutalmente reprimidos porque no representaban votos y porque el oriente no interesa, solo el occidente.
El Estado de derecho y la supremacía de la Constitución Política del Estado fueron pisoteados cada vez que se interpusieron en el camino de su proyecto hegemónico. Como antes lo hizo el MIR y los anteriores partidos, el MAS adoptó la lógica perversa de que el fin justifica los medios, y convirtió la permanencia en el poder en su único principio. La revolución prometida terminó siendo una maquinaria de control, corrupción y autoritarismo disfrazada de cambio.
Ya el MIR enarbolado la bandera “del entronque histórico con el MNR” y muchos analistas políticos afirman que el MAS fue la continuación de las medidas inconclusas de la Revolución del 52. No estoy seguro de esas afirmaciones; si de algo estoy seguro, es de que ambos, MIR y MAS, heredaron lo peor de los emenerristas. Como el MIR y antes del MIR, el MAS convirtió el poder en un dios insaciable.
Los herederos de la vieja ambición
Bolivia se aproxima a la segunda vuelta como quien camina hacia un abismo conocido. El sabio y polémico Friedrich Nietzsche lo señaló: «Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti». Rodrigo Paz Pereira, hijo de Jaime Paz, recorrió el país prometiendo modernidad, federalismo fiscal y reconciliación nacional. Recibió muchos votos de electores que antes lo habían hecho por el MAS, que reciclaban su vocación de poder sin pedir permiso a sus jefes. Los leales a Evo votaron nulo, los pragmáticos por Rodrigo y Lara y los analistas de la televisión ni siquiera lo intuyeron.
Sus silencios pesan: callan ante los pedidos de procesar a Evo Morales y Rodrigo tolera y hasta justifica los exabruptos de su compañero de fórmula, Edman Lara, que lo insulta en público para luego disculparse antes de reincidir. Esa indulgencia recuerda a la lógica del viejo MIR: todo se perdona si ayuda a ganar. Incluso prometer lo imposible: casas de dos pisos para todos los habitantes de “este país tan solo en su agonía”, diría el poeta Gonzalo Vásquez, y bonos de 2000 bolivianos, sin sustentos económico reales.
En el otro flanco está Jorge Quiroga, heredero del “dictador elegido” Hugo Banzer, cuya dictadura (1971–1978) dejó censura, muertes y desapariciones bajo el manto del Plan Cóndor. Quiroga habla de orden y modernidad, pero carga con los fantasmas de esa vieja derecha que nunca sepultó sus pactos oscuros. Quiroga, heredero de ese ciclo cruel —recordemos la Guerra del Agua en Cochabamba, año 2000— asumió la presidencia en 2001 tras la muerte de Banzer. Todo se ha olvidado; el guion no hace referencia a las impertinencias políticas, como el respaldo a Jeanine Añez, que se volvió una maldición que todos desmienten y ni siquiera la rememoran. Incluyendo a los líderes del MAS, quienes permitieron su ascenso como opción al vacío de poder dejado por la huida de Evo Morales y sus cómplices. No entiendo por qué no defienden su postura y señalan el respaldo de Eva Copa y otros miembros del MAS que firmaban las leyes de Añez. Prefieren negar antes que hacer autocrítica.
En ambos frentes políticos la historia es una paradoja tragicómica: Tuto Quiroga se esmera en presentarse como el más radical de la derecha; sin embargo, se inscribió en el Tribunal Electoral bajo el nombre del Frente Revolucionario de Izquierda, fundado por Motete Zamora, jefe del Partido Comunista Marxista Leninista (tendencia china) y jefe de las guerrillas campesinas de UCAPO. Rodrigo Paz, que se presenta como de centroizquierda y ahora pretende encarnar los restos del naufragio de lo nacional popular, se inscribió con el nombre de un partido ultraconservador: la democracia cristiana. Todo un despropósito si tomamos en cuenta que la Constitución garantiza el Estado laico. Esto no es anecdótico, quiere decir que ninguno de ellos tiene una estructura partidaria sólida, con militantes devotos y que sus propios senadores y diputados los pueden traicionar.
Los paceños llaman a esta confusión el chenko total; ya no sirven las ideologías ni los principios políticos, se trata de ganar a como dé lugar. Esta ambición a resultado en una ch’ampa guerra en la que, además de los contrincantes, todos saldremos heridos.
Debatir o no debatir, esa es la cuestión
Evo Morales eliminó los debates durante sus largos períodos porque él solamente debatía con el pueblo. Rodrigo Paz, antes de saberse ganador de la primera vuelta, se quejaba de que no lo invitaban a debates y advirtió que los que no debatían no merecían ser candidatos. Ahora, sin pudor alguno, hace suyo el argumento de Morales y afirma que no irá a ningún debate porque él también solo debate con el pueblo. ¿Tiene miedo de que su vicepresidente explote en plena discusión? ¿Quién ganaría en un debate entre JP Velasco y Edman Lara? Solo imagine, mi querido lector.
La urna como abismo
La política boliviana parece un teatro de máscaras: el padre traicionó para gobernar; el hijo tolera el insulto para intentar ganar; el delfín del dictador regresa envuelto en tecnocracia. Mientras tanto, Evo agita el caos, amenaza con volver y sirve de espantapájaros conveniente: todos lo usan para polarizar, mientras sueñan con capturarlo, desterrarlo o contar con su venia. El poder justifica cualquier medio con tal de alcanzarlo.
En este escenario estamos los electores, otra vez frente a la urna como quien se asoma al abismo, obligados a elegir, aunque no sepamos por quién o porqué votar por ese candidato. Porque amar a Bolivia también es negarse a aceptar que la ambición lo justifique todo. Y, sin embargo, cada ciclo electoral parece confirmar lo contrario. Otro ejemplo: Camacho sabe que su decisión puede beneficiar a Tuto; sin embargo, su resentimiento contra sus enemigos políticos locales pesa mucho más que contra su enemigo en las sombras, que es Evo Morales. ¿Amor a Bolivia?
En mi caso, la noche del 17 de agosto, luego de saber los resultados de las elecciones nacionales, había pensado votar por Rodrigo Paz, hasta que, al día siguiente, escuché a su candidato a la vicepresidencia y tuve la certeza (esa maldición) de que, si Rodrigo llega a la presidencia, Edman Lara, angurriento de poder, heredero de su propio ego y como buen uniformado enfermo de la peste de mando, lo derrocará en los primeros meses con la ayuda de los movimientos sociales afines a Evo Morales. La ambición produce traidores y Evo, su alter ego, lo sabe; por eso alimenta la ambición del ex policía. Recuerden que viene repitiendo que el verdadero poder será él, que Rodrigo de presidente no será nada; por eso también sus constantes estallidos agresivos que buscan confrontar a clases sociales y a regiones, negando el discurso reconciliador de Rodrigo que optó por el silencio. “El pueblo quiere sangre y yo se la daré”, parece ser su consigna.
Mientras, en plena campaña, Lara nos dice que los bolivianos somos comemierda, los candidatos evitan el debate de fondo: cómo piensan enfrentar la crisis estructural que golpea al país y, sobre todo, cómo garantizarán la gobernabilidad en un escenario donde ninguno tiene mayoría simple en la Asamblea Legislativa, y menos aún los dos tercios indispensables para aprobar reformas de fondo. El silencio es revelador: no existe una hoja de ruta para articular consensos, negociar con la oposición ni diseñar acuerdos que devuelvan estabilidad política. Tampoco ofrecen respuestas sobre la recuperación de la institucionalidad del Estado, hoy debilitada por años de confrontación y corrupción. En cambio, abundan las frases de impacto, las promesas fáciles de “meter presos a todos”, pero sin detallar con qué estrategia jurídica, ni qué plan nacional existe para contener el avance del narcotráfico, por ejemplo. La retórica electoral demagógica sustituye a las propuestas concretas, mientras la incertidumbre ciudadana crece al compás de la campaña.
De cualquier manera, creo que la suerte ya está echada (alea jacta est) y, a estas alturas, ya existe un ganador y quizá Lara tiene razón respecto a nuestra coprofagia, incluido él mismo. Sin embargo, de verdad verdadera que no quiero ver a nuestro país en un conflicto que puede desatar una trágica guerra civil.
La historia repite su sentencia como una abominación: la ambición de poder lo justifica todo. Y, aun así, el país sigue aquí, obstinado, esperando —contra toda lógica— que alguien lo ame más que al poder. El círculo está a punto de cerrarse de nuevo. Solo resta saber si esta vez la historia decidirá escribir un final distinto… o si, una vez más, será difícil amar a Bolivia. Por eso creo que la amo como esas madres aman a sus hijos criminales y no saben qué hacer con ese amor.