Por cuestiones del destino, cambié de celular unas semanas atrás. Desde entonces, no sé cómo ni por qué, he empezado a recibir llamadas con ofertas que no pido ni necesito. Son de varias naturalezas, pero la más insistente es de una empresa telefónica que quiere que me cambie de compañía.
No es que esté encantado con quien me presta el servicio celular y menos que le guarde fidelidad -de hecho, soy uno de los millones de ciudadanos que contribuyeron a que el dueño de la empresa, mexicano, sea uno de los hombres más ricos del mundo-, pero la flojera por mudarme es mayor a la posibilidad de tener mejores condiciones en un nuevo contrato.
El caso es que el funcionario del call center me llama desde algún lugar de habla hispana y comenzamos una conversación tediosa: “Buenos días, cómo está su día” -me pregunta- y la cosa fluye. He tenido tres reacciones combinando indignación ciudadana con curiosidad sociológica.
Primero me enganché y respondí: “Soy Hugo José Suárez, para servirle”. “Espero que se encuentre muy bien -continúa el funcionario- le hablo porque mi compañía telefónica le está ofreciendo una maravillosa oportunidad para cambiarse con nosotros”. Le dije que no tengo interés, y que por favor que no me vuelvan a hablar. Claro, no me hicieron caso.
La segunda ocasión jugué a la amenaza. Cuando empezó la señorita con su libreto bien aprendido, le dije: “usted sabe mi nombre y mi teléfono, le pido que me dé el suyo y su número de identificación oficial porque la voy a denunciar. Está cometiendo un delito violando mi privacidad, así que deme sus datos para acudir a la defensoría del consumidor y a la oficina de Derechos Humanos”. La respuesta fue curiosa, una vez me contra argumentaron, pero como era un intercambio sin sentido, no prosperó.
Mi tercera estrategia fue la más entretenida, para mí claro. Todo empezó igual: “Buenos días, ¿cómo está hoy?”. Pero ahí salió el sociólogo del trabajo en entrevista en profundidad: “Mucho gusto, gracias por comunicarse conmigo. Quisiera que me responda algunas preguntas, ¿cuántos años tiene? ¿Cuántas horas trabaja al día? ¿está satisfecha con su trabajo? ¿Cuál es su nivel de instrucción? ¿Le gustaría trabajar en otro lado y ganar mejor? ¿Tiene tiempo libre para compartir con su familia?”. Continué con mi interrogatorio que iba siendo respondido con parquedad absoluta. Ella intentaba volver a su protocolo de preguntas, pero cada interrogante suya era respondida con una mía. ¿Quién se cansó primero? Adivinaron: ella.
Me sentí victorioso, colgué el teléfono con una satisfacción extraña, como haber atajado un penal de Messi. Pero mi gozo no duró mucho, un par de días después mi celular volvió a sonar. Ahora sí procedí como lo hace la gente sensata: bloqueé el número.
Por lo pronto las aguas se han calmado, solo tengo que esquivar las decenas publicidades que me llegan por el correo electrónico, en mis cuentas en redes sociales o que aparecen en las páginas de internet cuando leo noticias. Sin hablar de los otros mensajes con los que me topo al salir a caminar, al ver al continuar con mi vida diaria. Imposible escapar al lenguaje comercial cada vez más apabullador. El consumo me consume, diría Tomás Moulian.