Raúl Trejo Delabre
Estridencia, ligereza y complacencia: la prensa mexicana se ocupa de los asuntos públicos de manera superficial, las anécdotas prevalecen sobre el contexto, los acontecimientos son difundidos sin explicaciones, los dichos abundan en detrimento de los hechos. Tenemos una prensa rezagada respecto del desarrollo de la sociedad y de la construcción democrática que, incluso con insuficiencias, el país ha logrado en los años recientes.
Si la prensa es fundamental para la consolidación de toda democracia, entonces puede asegurarse que en México la prensa está lejos de contribuir al reforzamiento del proceso democrático. Los viejos obstáculos que surgían de la subordinación de los medios de comunicación al poder político, han sido superados o ya no significan impedimentos para la libertad informativa como en otras épocas. Aunque hay zonas y casos definidos por impedimentos en ocasiones muy graves a la libertad informativa (como los que padecen periodistas y medios en zonas de gran influencia del narcotráfico) en términos generales puede decirse que la prensa mexicana tiene posibilidades para decir, alertar y cuestionar. El problema es que esa libertad los medios de comunicación la emplean más para lucrar con enfoques sensacionalistas, o para repetir viejos esquemas del periodismo anodino que domina desde la segunda mitad del siglo XX, que para ofrecer a la sociedad suficientes elementos de análisis acerca de los temas públicos más destacados.
Reforma energética sin debate
En los meses recientes la agenda de los asuntos públicos, en nuestro país, ha estado nutrida como en pocas ocasiones. Además de las vicisitudes de la economía y los excesos de la delincuencia, hemos tenido delante nuestro varios procesos de reformas que han merecido juicios muy discrepantes pero respecto de los cuales hemos tenido información insuficiente. La reforma energética ha sido el más notable de esos asuntos. Pocas medidas habrán tenido tanta importancia en el futuro del país como las modificaciones constitucionales que permitirán inversión privada en la exploración y extracción de petróleo, entre otros cambios. A pesar de esa relevancia histórica, la información que proliferó en los medios acerca de dicha reforma fue escasa, confusa y sobre todo polarizada en torno a las dos posiciones dominantes que la ensalzaban o la rechazaban.
Tanto los interesados en propulsar la reforma energética como aquellos que han buscado descarrilarla, han manifestado inhabilidad o desinterés para sostener una deliberación auténtica. Los medios de comunicación, en tal escenario, han sido simples receptáculos de posiciones maniqueas e incompatibles. Por una parte se nos dijo, sin datos capaces de apuntalar tal optimismo, que con la reforma energética habrá más empleos, el país experimentará un desarrollo inédito y los recibos de la luz nos saldrán más baratos. En el otro extremo se aseguró que la reforma es regresiva, que el país queda hipotecado a los voraces mercados foráneos y que los promotores de esos cambios son ruines traidores a la patria.
Las posiciones así expresadas podrían haberse enriquecido con argumentos pero, por lo general, ni los optimistas reformadores, ni los intransigentes antagonistas, se interesaron en documentar esos puntos de vista. La sociedad quedó atrapada en una confrontación que nunca buscó el intercambio de puntos de vista. De la misma forma que en el Congreso las mayorías legislativas que aprobaron la reforma energética se apresuraron a una votación con muy escaso debate, en otros espacios sobresalieron las posiciones maniqueas.
Vituperios o aplausos. Nada más
Sin voluntad de impulsores y adversarios para ofrecer razones, diagnósticos serios y datos sólidos, los medios de comunicación tampoco se esforzaron para conferirle densidad a un debate que resultaba muy necesario. Los esfuerzos en la prensa para trascender las apreciaciones en blanco o negro, para encontrar implicaciones o vías distintas al edén o el abismo anunciados por los discursos polarizados, fueron extraordinariamente escasos. Nos referimos a la prensa fundamentalmente escrita que es proverbialmente considerada como territorio de la deliberación, frente a la instantaneidad de la radio y la simplificación audiovisual de la televisión. Pero en ninguno de esos medios pudo apreciarse un empeño sistemático para documentar e inducir una deliberación digna de ese nombre.
No siempre ha sido así, ni es así en todas partes. En el paradigma democrático la prensa tiene la función de indagar y cuestionar y no solamente informar. Publicar hechos es un primer paso que conduce a ponerlos en contexto y ofrecer elementos para analizarlos. La prensa, cuando se desempeña de manera profesional, independiente y además responsable, informa pero junto con ello examina y discute. El ciudadano es considerado como un individuo que coteja puntos de vista y así define el suyo propio. Se trata del ejercicio de una ciudadanía forjada en la deliberación.
En nuestra prensa, hoy en día, no se delibera. No hay sitio para las discrepancias y mucho menos para el intercambio. Las argumentaciones son reemplazadas por la adjetivación y los dicterios. Los asuntos públicos suelen ser abordados a grandes pinceladas, sin profundidad ni seguimiento. Las circunstancias epidérmicas llaman la atención mucho más que los detalles o las implicaciones de los asuntos públicos. Estamos ante un estilo destemplado y arbitrario para tasar los más variados temas.
Los espacios de opinión han quedado reducidos a territorios propicios al aplauso, el vituperio o, si acaso, a la recensión liviana. Los editores de diarios consideran que a los lectores hay que atraerlos con recursos que hasta ahora habían sido sobre todo de la televisión: imágenes dramáticas, impactantes. De allí que el espacio para los artículos de opinión sea cada vez más estrecho.
Menos texto y mucha imagen
En noviembre pasado Reforma modificó su formato. Menos texto, más y mayores fotografías, titulares más concisos pero con tipografía más llamativa, recuadros en color. El periódico, concebido así como carrusel y no como crisol de los asuntos públicos, experimentó un cambio esencial: menos espacio al texto, más a los recursos gráficos. Los suplementos cultural y político de los domingos se fusionaron en uno solo, definido antes que nada por la frivolidad. A los articulistas se les asignó menos espacio.
Dos de ellos discreparon de esa política editorial. Jesús Silva Herzog Márquez resaltó la coincidencia de esos cambios con la relevancia que Reforma dio a una fotografía que mostraba a Salma Hayek cuando el viento le alzaba la falda: “Parece que mi periódico se dispone a abrirle más espacio al trasero de las famosas (sean artistas o diputadas) que al reportaje largo y cuidado, al periodismo serio y confiable, a las notas escritas con respeto por el lenguaje, la información, la gente. Trepándose a la moda de las imágenes, deshaciéndose de colaboraciones inteligentes, destrozando cualquier sentido de prioridad, desprendiéndose de un suplemento cultural delgadísimo pero siempre pertinente, entregándose como nunca a la frivolidad, mi periódico pierde rumbo”.
El hecho de decirlo en aquellas páginas hizo más relevante ese cuestionamiento que no quedó solitario gracias a que días más tarde Juan Villoro insistió: “Los articulistas perdimos 500 caracteres por entrega, lo cual equivale a unos 1,500 caracteres por página. Esto disminuye la fuerza de la opinión y de la información. Además, el nuevo diseño privilegia lo visual, pero, paradójicamente, no permite una puesta en valor de la fotografía. Se trata, básicamente, de plastas de color que tratan de llamar la atención con la estridencia de los volantes que promueven ofertas en el supermercado”.
La discrepancia de Villoro y Silva Herzog dio voz a la perplejidad o el descontento de muchos lectores que de pronto se encontraron con mucho menos material de lectura en Reforma. Pero tales desacuerdos únicamente sirvieron para comprobar que no había aceptación unánime a los cambios editoriales del diario en donde, como en pocas ocasiones, ocurrió que la forma ha sido parte del fondo.
En rigor, Reforma nunca ha sido un periódico especialmente comprometido con la reivindicación del texto, aunque es de reconocerse la calidad de algunos de sus articulistas. Más allá de la brillantez individual de algunos de ellos, nunca ha sido un diario comprometido con la deliberación pública. Al contrario, una de las pocas reglas que Reforma impone a sus articulistas, quizá la más dástica, es la prohibición a que discutan entre ellos. Los colaboradores de Reforma pueden reírse de los despropósitos de un funcionario, o polemizar con el colaborador de otro periódico. Pero no pueden discrepar, en sus artículos, con otro articulista de Reforma. La ropa sucia se lava en casa o, de plano, se esconde a los ojos de los lectores. Para Reforma la controversia puede alcanzar a cualquiera excepto a sus propios escritores.
Rechazo a la réplica
La cerrazón de ese diario a la polémica contradice las mejores tradiciones del periodismo de opinión en México pero forma parte de una tendencia por desdicha generalizada. En las páginas de la prensa las discrepancias por lo general se despliegan en solitario. Pocos discuten y quienes lo hacen, jamás tocan a los de la propia casa. Han quedado demasiado atrás los tiempos en los que era posible seguir la polémica entre un articulista de Excélsior y otro de unomásuno, por ejemplo. Una excepción reciente han sido los textos de Fernando Escalante que, en La Razón, suele desbaratar con inteligente sarcasmo artículos aparecidos en otros diarios (especialmente en La Jornada) pero sin encontrar eco. [Ver nota al final de este texto].
La réplica entre articulistas, tan intensa en el periodismo de los años setenta y ochenta no solamente del siglo XIX sino del cercanísimo XX es mal vista, como si al atender a los argumentos de otros, así sea para rebatirlos, se condescendiera con ellos al concederles el beneficio de la lectura. Un periodismo sin polémica es un periodismo ensimismado y soso. Pero sobre todo, es un periodismo de espaldas a la discrepancia intensa que la sociedad mantiene en prácticamente todos los temas.
Desacuerdos hay, por supuesto, pero entre articulistas y otros actores de la vida pública y fundamentalmente desde la posición de privilegio que significa el acceso a un medio de comunicación. La crítica periodística suele parapetarse en el resquemor que los políticos y otros personajes públicos les tienen a los medios de comunicación. A sabiendas de que la réplica es escasa y cuando existe suele estar envuelta en una retórica reverencial para que el periódico y el periodista no se vayan a incomodar, los escritores de opinión suelen cargar las tintas al prodigarse en adjetivaciones descalificatorias. Pero casi nunca lo hacen para referirse a lo que han dicho otros colegas suyos.
Se trata de un periodismo acotado por el perfil de las empresas periodísticas. Al lector se le considera cliente fijo de un solo periódico, como si no hubiera un mercado con otras ofertas editoriales. La reticencia a la polémica no se debe a que, como rezaba una autodenigratoria fórmula del remoto periodismo mexicano, el perro no come carne de perro. En esos casos simplemente sucede que dentro de la perrería no se leen unos a otros o, mejor dicho, no les gusta reconocer cuando lo hacen.
Menos palabras, más improperios
El espacio disponible para la opinión en los diarios es un problema en aumento aunque recibe tratamientos diversos según el formato de cada diario y, sobre todo, de acuerdo con la relevancia que se le asigna a ese género periodístico. En la prensa de la ciudad de México se pueden encontrar situaciones variadas. En Reforma, durante la segunda semana de febrero los artículos de algunos autores alcanzaron las siguientes dimensiones: Jesús Silva Herzog Márquez, 740 palabras; Jorge Castañeda, 680; Jorge Alcocer, 662; Carmen Aristegui, 686; José Woldenberg, 683; Juan Villoro, 744. El artículo de Sergio Aguayo alcanzó 768 palabras. En comparación, un artículo del mismo Aguayo en febrero de 2012 tenía 817 palabras, otro en febrero de 2009 fue de 1013 y uno más en febrero de 1997 tenía 1062 palabras.
El Universal también ha reducido el espacio de cada artículo (ahora es de 500 o 600 palabras) pero además modificó recientemente la periodicidad y muchos colaboradores que escribían semanalmente ahora lo hacen cada dos semanas. En La Jornada los artículos de opinión ocupan alrededor de 800 palabras pero en ocasiones llegan a mil. Excélsior asigna espacios de 800 palabras. La Razón les pide a sus colaboradores textos de aproximadamente 500 y en otros casos 800 palabras. En Milenio algunos articulistas pueden escribir hasta 800 palabras pero la mayoría tiene asignados espacios menores. Las columnas de quienes publican varias veces a la semana en ocasiones alcanzan 400 palabras pero algunas de ellas son de apenas 250 (menos de una cuartilla).
¿Qué se puede decir en ese espacio? Los dos párrafos anteriores, desde donde dice “el espacio disponible” hasta el paréntesis “menos de una cuartilla” tienen 250 palabras. Si hubieran sido destinados para abordar un asunto específico tan sólo en esas dimensiones, el análisis que pudieran alojar sería inevitablemente superficial.
En un texto de opinión hay que plantear un problema citando o recordando al menos algo que se haya publicado sobre tal asunto; más adelante es preciso ofrecer una interpretación y sustentarla en datos, juicios propios o de otros autores; luego hay que ofrecer una conclusión. Esa es la estructura de los textos de opinión en cualquier circunstancia excepto cuando se les regatea el espacio necesario para desarrollar ideas. En ausencia de tales condiciones, la opinión se vuelve sumaria: en vez de reflexión se publican sentencias afianzadas en aplausos o descalificaciones.
No es de extrañar que, en coincidencia con la constricción del espacio pero sobre todo en sintonía con la decadencia del debate público dentro y fuera de la prensa, cada vez haya más articulistas y columnistas aficionados a endosar majaderías. Hay cierta tendencia a considerar que el periodista es más irreverente, o más implacable, si escribe como bravucón. Pero la proliferación de ordinarieces, que no asustan a nadie pero que tampoco son aportaciones sustantivas, se ha convertido en recurso para rehuir el análisis.
Juicios sumarios, moda y lastre
No pretendemos, de manera alguna, que la calidad del análisis periodístico pueda medirse a partir de las líneas o cuartillas publicadas. Más espacio no significa necesariamente mayores aportaciones a la reflexión. Pero la ecuación inversa por lo general es verificable: en la medida en que el espacio es menor, la opinión tiene márgenes más estrechos y se constriñe, entonces, a la enumeración de unas cuantas sentencias. Los juicios expresados así en la prensa carecen de sustento argumental y quedan respaldados sólo por la credibilidad de su autor y/o por la coincidencia y complicidad que encuentren en los lectores.
En la prensa de opinión abundan cada vez más juicios sumarios, como si la función de ese periodismo fuera ratificar o incorporar certezas (incluso la convicción de que los asuntos públicos están mal) y no poner en cuestión, sugerir y documentar dilemas, plantear preguntas.
La duda, que suele preceder a la búsqueda de nuevos caminos tanto en el análisis político como en las políticas públicas, no tiene sitio en un panorama dominado por las certezas maniqueas. Cuando todos o casi todos se decantan a favor o en contra de un asunto, sin cabida para posiciones intermedias, nos encontramos ante un escenario público que excluye a la reflexión. La opinión periodística, o los juicios instantáneos con los cuales se le reemplaza, bien podrían propagarse en mensajes de Twitter.
Tenemos una prensa refractaria a los matices y aburrida ante los inoportunos argumentos que requieren espacio, razones, serenidad. Se trata de una prensa empeñada en ser light y, por lo tanto, de espaldas a los valores que hacen relevante al periodismo: contexto, investigación, reflexión, contraste.
Nota: Pocos días después de que apareció este artículo, Fernando Escalante fue despedido de La Razón. Según las versiones que se difundieron, y que no fueron desmentidas, el propietario del periódico les indicó a él y a otro colaborador, Gil Gamés, que debían dejar de criticar a La Jornada. A consecuencia de esa censura el director de La Razón, el periodista Pablo Hiriart, renunció al periódico. En los siguientes días una docena de columnistas y articulistas también renunciaron a La Razón.