Hace un año, los bolivianos salimos a votar. Atravesamos por tanto dolor en el 2019 que las urnas parecían ser la única y la mejor manera de superar las tristes jornadas, acaso la última tabla de salvación. El resultado sorprendió a todos, Luis Arce ganó con 55% de los votos. Leí el resultado con sorpresa, pero a la vez con sosiego. Volveríamos a tener estabilidad, todos habríamos comprendido el mensaje del anterior octubre: los gobernantes sabrían que no pueden hacer lo que les dé la gana, y la población les daría otra oportunidad.
Aunque por principio y experiencia desconfío en los políticos, le di al presidente el beneficio de la duda. Tal vez podría hacerlo bien, finalmente era un hombre honesto, sensato, con sólida formación técnica, realista y con experiencia de gestión pública. Pero parece que, otra vez, me equivoqué.
Luis Arce pudo ponerse como desafío ser el mejor presidente de Bolivia, pues recibía un país maltrecho, al borde de la guerra civil y sediento de paz. Pudo establecer una agenda de diálogo con actores contrapuestos, profundizar los hilos comunicantes en lugar de subrayar las diferencias. Pudo impulsar una agenda del consenso, hacer de la política el espacio para deliberar las diferencias, no la oportunidad para que prime el “ojo por ojo”, el “si me pegan pego”. Pudo rodearse de ciudadanos comprometidos con el verdadero “proceso de cambio”, no de militantes dogmáticos y violentos que salen a las calles a golpear a manifestantes que levantan la tricolor. Pudo comenzar un profundo proceso autocrítico, identificar los errores de su antecesor y buscar corregirlos; impulsar la justicia para todos los responsables de las represiones, las masacres y las violaciones a los derechos humanos en las dos últimas décadas; poner en la misma silla a quienes mancharon sus manos en La Calancha, Porvenir, Chaparina, Montero, Sacaba, Senkata, etc. Resarcir a todas las víctimas, acogerlas más allá del color que tengan.
El presidente pudo darle un nuevo impulso al “socialismo latinoamericano del siglo XXI”, no apoyado en los regímenes que dan más vergüenza que luces. Pudo retomar lo mejor de la izquierda boliviana de los setenta y ochenta, aquella que dio su vida por la democracia. Pudo mirar a Salvador Allende y no a Daniel Ortega, inspirarse en Marcelo Quiroga y no en Nicolás Maduro. Pudo demostrar que socialismo combina con democracia, que socialismo también es pluralidad y respeto al otro, no imposición y odio desenfrenado.
Luis Arce pudo devolverle a la Wiphala el sentido de diversidad, de inclusión, de lucha, de unidad; no secuestrarla para su partido como bandera de combate, como arma de trinchera. Pudo escuchar más a los promotores de la paz y aislar a los que les excita la guerra. Pudo ser honesto con la historia, reconocer que la democracia se la recuperó en 1982, que lo suyo fue una merecida victoria electoral, aceptar que jamás hubo “golpe” sino un cúmulo de errores y abusos que nos llevó a todos a la confrontación.
En suma, Luis Arce tuvo la oportunidad de ser un estadista ejemplar, recibir un país moribundo y devolver una nación sólida, fraterna, igualitaria y justa; darle una segunda vida al “proceso de cambio”.
Por lo que vemos, prefirió gobernar bajo el espectro del jefazo, se siente más cómodo como reflejo desdibujado de su predecesor, que como un gobernante autónomo, propositivo y con imaginación política propia. Parece que optó por llevar la nación a punto cero, a la confrontación absurda, como si quisiera volver al escenario del 2019 y, ahora sí, salir victorioso de una guerra civil provocada.
El presidente tiene cuatro años por delante, es su responsabilidad conducir al país hacia la convivencia y no volverlo aún más intolerante y rabioso. Está a tiempo, pero no parece que esa sea su voluntad. Si sigue así, se lo recordará como el arquitecto de un nuevo ciclo autoritario, padrastro de un país invivible donde la reine la violencia.
Ojalá se escuche a sí mismo cuando era joven y guitarreaba soñando con una Bolivia justa. Ojalá que aquella propaganda que se repite en todos los medios –“vamos a salir adelante”- involucre no sólo a su 55% de electores, sino a los ciudadanos bolivianos que hemos atravesado por episodios demasiado duros y que, si algo nos une, es la búsqueda de paz.
Hugo José Suárez es investigador de la UNAM