Se respira un aire renovado en Bolivia, con motivo fundado: las señales dadas por Rodrigo Paz, el presidente electo cuya posesión será en pocos días. Inesperadas, sin costo alguno y poderosamente simbólicas, han provocado al menos expectativas – si no esperanzas – en amplios sectores de la población con respecto a los cambios que Bolivia necesita para comenzar a recorrer el largo y empinado camino de superación de las graves consecuencias de la prolongada permanencia masista en el poder.
En efecto, haber colocado el escudo nacional en sus comunicaciones oficiales y su decisión de instalarse en el Palacio Quemado para ejercer sus altas funciones allí una vez posesionado, y no en el monstruoso falo construido para sepultar a la República de Bolivia, han servido para reponerla. De una vez y, así será, para siempre. Igual que su voluntad de devolver al país su carácter democrático alejándose de las dictaduras oprobiosas de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Buenas señales en el contexto de aflicción colectiva por necesidades y problemas de distinto orden, manifestada en las preocupaciones más acuciantes que reflejan en el plano subjetivo de la existencia las carencias objetivas que afectan al plano material, porque son determinantes para la vida misma de las personas. Se trata de la falta de combustibles y de dólares, de las oportunidades de empleo y del alza de los precios en general, síntomas del grave estado de la economía del país por obra de Morales, Arce y sus secuaces, final y felizmente expulsados del poder ojalá por mucho tiempo; por la aplicación de un modelo cuyo destino siempre es la miseria, acompañado por la incompetencia, la improvisación, el despilfarro y la corrupción.
En paralelo, los bolivianos sienten creciente inseguridad por el incremento sostenido de la delincuencia y, con ella, de la violencia, una problemática crítica relacionada con las mutaciones del fenómeno criminal en el mundo entero cuyo desarrollo ha apropiado en su favor los adelantos tecnológicos y las debilidades de las respuestas de los estados que, al contrario, han sucumbido en muchos casos a la arremetida de las bandas delincuenciales hasta el extremo de haberse pervertido las estructuras públicas que administran el poder punitivo del estado que dejaron de ser custodias de los derechos de las personas para convertirse en parte de componentes del crimen organizado, fuera y dentro de los recintos penitenciarios.
Ante tal situación, la tendencia hacia la exacerbación de la punición, el castigo lindante con la venganza ha escalado en la misma proporción. Las leyes penales a lo largo de las últimas décadas han agravado las sanciones bajo la premisa -equivocada- de que allí radica la solución a la criminalidad, dejándose en el olvido los avances criminológicos que sostienen la urgente necesidad del diseño de una verdadera política criminal que se oriente al ataque de las causas del delito y no sólo de sus consecuencias.
En el caso de los varones de 18 y más años, la situación es aún peor, como se demuestra con lo sucedido a Richard Mamani Martínez, ese joven encerrado en el penal de Morros Blancos durante 9 años por una denuncia falsa. Él fue víctima de una concepción punitivista extrema bajo otra premisa equivocada: la violencia contra las mujeres disminuirá con la aplicación de la violencia estatal contra los hombres, cancelando respecto de ellos las garantías construidas trabajosamente en el mundo libre para toda persona.
Sin presunción de inocencia como resultado de la presunción de veracidad de la denuncia femenina y con restricciones severas al ejercicio del derecho a la defensa bajo el presupuesto de impedimento de la “revictimización”, ya se configura un panorama de vulneración flagrante de los principios de igualdad jurídica y de igualdad procesal. Peor aún si los operadores del poder judicial carecen de los requisitos mínimos de idoneidad como efecto de una concepción totalitaria que hizo de ellos vulgares comisarios al servicio del régimen, como en Bolivia.
El 31 de octubre pasado, una publicación de “El Deber” de Santa Cruz saca del olvido a este joven en un artículo intitulado: “Nueve años de cárcel por un delito que no cometí”: la odisea de Richard Mamani y las fallas de la Justicia boliviana”. En él, Ariel Melgar Cabrera recuerda que “El 27 de julio de 2025, Richard Mamani Martínez volvió a sentir la brisa del mundo exterior tras casi una década de encierro. Con 19 años, había ingresado al penal de Morros Blancos, en Tarija, y fue condenado a 20 años por un delito que jamás cometió: violación de una menor de edad. Nueve años después, la Justicia, lentamente, admitía lo que él siempre sostuvo: era inocente”. Hace un año fue liberado, pero su sufrimiento no ha concluido según los datos que aporta Melgar. Sin trabajo, sin acompañamiento psicológico y sin indemnización, Richard no ha dejado de ser una víctima.
Que los vientos democráticos que soplan en el país lleguen a la legislación penal y al sistema judicial. Por Richard y por todas las víctimas inocentes.