Las sorpresivas renuncias de José Luis Exeni, vicepresidente, y de Katia Uriona, presidenta del Tribunal Supremo Electoral (TSE), firmadas en menos de un mes, marcan un cambio en la disputa por el sentido común en Bolivia. La frase me salió como acuñada por algún exintegrante del ya desaparecido grupo Comuna. Pese a ello, resulta atinada.
Gente como Exeni y Uriona ha terminado más que inconforme, francamente incómoda, dentro de los expandidos territorios para-gubernamentales creados durante esta casi década y media. Y es que los caprichos del alto mando del partido de Estado se han ido haciendo cada vez más onerosos e indigeribles. Habitar el TSE, el sistema judicial o incluso algunos centros académicos satélites es cada vez más lacerante para cualquier reputación personal, así ésta sólo sea la que conviene cuidar ante los familiares más cercanos. La polarización avanza y va dejando cada vez menos resquicios intermedios.
Para seguir siendo vocal del TSE hace falta, sobre todo en estos meses y más aún hasta el emblemático 8 de diciembre, una dosis suprema de disposición al sacrificio. En general, para seguir aportando al llamado “proceso de cambio” primero hizo falta justificar la represión en el TIPNIS, luego desconocer la voluntad popular expresada el 21 de febrero de 2016 y ahora, abogar por la habilitación inconstitucional del binomio del MAS. Piden demasiado y cada vez hay menos gente dispuesta a dar.
Exeni y Uriona optaron por la fuga. Ni heroísmo ni sumisión visible. Sabían que el 8 de diciembre tenían que ofrendar su imagen a las brasas del escarnio, el de uno o el del otro lado, pero escarnio al fin. No quisieron pagar el precio que exige la vida pública e hicieron lo que hace cualquiera que ve venir un tren frontal en curso de colisión: saltar. No los juzgo.
A mí me hubiera encantado hacer lo mismo cuando los marchistas del TIPNIS eran maniatados y yo me encontraba representando al Gobierno en Naciones Unidas. La renuncia a regañadientes del autor de esas tropelías me contuvo, pero cuando éste llegó a metros de distancia, renuncié. Creo que era tarde, aunque siempre es mejor que nunca. Decidí que quedarse era avalar la impostura y la falta de decoro. Nunca más volverían a persuadirme de secundar sus afanes. Lo hecho queda para mi conciencia íntima y lo comparto acá con la serenidad ganada tras los años.
Vuelvo al inicio. El sentido común ha cambiado en el país. Avalar de cualquier modo el escamoteo de la voluntad popular expresada el 21 de febrero de 2016 se ha transformado en algo intolerable. Las fugas desde el TSE prueban que incluso dentro de un grupo de personas afines al Gobierno, pero provistas de amor propio, la unanimidad ya no funciona. Les salen disidentes hasta en los reductos más controlados. Y es que han dejado de convencer.
Honduras, Costa Rica y Nicaragua optaron por la reelección presidencial indefinida en virtud de dictámenes de sus tribunales constitucionales. Para ello, al igual que el Gobierno de Bolivia, recurrieron al subterfugio de citar el Pacto de San José, ese que señala que todos los americanos tenemos derecho “a elegir y ser elegidos”. Dichas reformas internas no han sido cuestionadas por la Organización de Estados Americanos (OEA), entidad garante de dicho pacto. En esos casos, Almagro dejó pasar lo que no tolera en Venezuela.
Sin embargo, para el caso de Bolivia el trato no puede ser igual. Acá hubo un referendo, acá habló el soberano y acá el derecho a elegir está en abierta contradicción con el supuesto derecho a ser elegido. Antes y después del 21F, ser reelegido es una opción negada para todo ciudadano que ya haya ejercido dos mandatos consecutivos en la Presidencia. Todos y todas estamos sometidos a ese criterio, en tal sentido, ni Evo ni Álvaro estarían siendo discriminados. La igualdad de los individuos ante la ley es algo más que un letrero que se coloca en las tiendas o restaurantes.
El TSE no va a colapsar como muchos creen. Las acefalías ya están a punto de ser llenadas y el 8 de diciembre, los que no renunciaron, inclinarán la cabeza ante el orden arbitrario. La Constitución terminará siendo pisoteada por los mismos que la promovieron, ¿quién lo hubiera imaginado
Rafael Archondo es periodista