Fran Jurado
Dado que la polarización es un fenómeno complejo a la vez que un rasgo destacado de la política española desde principios de siglo, no deberíamos descuidar ningún enfoque que intuyamos fértil para su comprensión. Uno de ellos puede ser el que analiza la cultura política y su evolución, esto es, los valores y orientaciones políticas de la ciudadanía, así como la percepción que esta tiene sobre su propio papel como actor democrático. Explorar la relación entre polarización y cultura política puede brindarnos claves sobre actitudes y comportamientos en el actual sistema político español.
En 2025 se cumplen sesenta años de la edición de un texto seminal de la politología, La cultura cívica, de Gabriel Almond y Sidney Verba. En él, los dos autores estadounidenses proponían una original vía para entender los sistemas políticos: se trataba de situar la psicología política en el centro de la investigación, de ver la relación entre esa psicología colectiva y las realizaciones de las democracias. La cultura política —que caracterizaron como el conjunto de orientaciones cognitivas, afectivas y de evaluación del sistema por parte de la ciudadanía— se convertía, en su esquema, en nexo entre psicología y política: en sus palabras, en la infraestructura de la democracia.
Concretemos: ver cuál ha podido ser la incidencia de la polarización en nuestra cultura política y en qué medida su posible transformación apunta, a su vez, a hipotéticos cambios estructurales en nuestra democracia, se antoja un ejercicio de interés, y ello aunque operemos de modo tentativo y preliminar. De forma que podemos plantearnos algunas preguntas: ¿qué efecto han tenido las distintas oleadas y formas de polarización en la cultura política a lo largo del período democrático? ¿Qué tipos de polarización han sido influyentes? ¿En qué condiciones se ha dado esa influencia diferencial? ¿En qué ha cambiado nuestra cultura política debido a la polarización? ¿Se trata de cambios inestables y transitorios o bien han cristalizado en una realidad duradera? ¿La evolución de la cultura política española puede hacer mutar elementos estructurales en el sistema político?
Partamos de un supuesto: el motor fundamental de la polarización en nuestras democracias occidentales es, hoy como ayer, la competencia partidista. Algunos agentes se alinean en la dinámica, la refuerzan y la hacen difícil de revertir: fundamentalmente el sistema mediático y las plataformas de comunicación que conocemos como redes sociales. En relación con lo primero, baste recordar el ya célebre estudio de los expertos en comunicación política Daniel C. Hallin y Paolo Mancini, Sistemas mediáticos comparados: tres modelos de relación entre los medios de comunicación y la política (2004). En este texto, España encaja en el grupo de los sistemas comunicativos del sur de Europa, con medios caracterizados por su pluralismo polarizado, lo que implica un fuerte alineamiento con partidos e ideologías, así como la usual dependencia clientelar de los poderes públicos mediante prácticas de concesión de licencias y publicidad institucional. Respecto a las redes sociales, en contra del inicial optimismo sobre el papel de las nuevas tecnologías de la información, hoy es evidente que uno de los efectos de X, la principal plataforma de comunicación de la política, es, por su naturaleza y diseño, la contribución al refuerzo de los bloques políticos enfrentados. La otra cara de la democratización de la esfera pública es que el negocio de las plataformas reside en explotar nuestro tribalismo político, la tendencia innata a definirnos en oposición a un otro. Una condición que se traduce en mayor tráfico y visualizaciones ―en más negocio― de los mensajes que se valen del populismo y la aproximación emocional y que, por ello, polarizan.

Para aventurar conclusiones, necesitaremos trazar el recorrido básico de los diferentes momentos polarizadores a lo largo de la democracia española, desde su reinstauración a finales de la década de 1970. Es posible sintetizar tales periodos a partir del análisis que el sociólogo Juan Jesús González hace de las sucesivas elecciones en Las razones del voto en la España democrática. 1977-2023. Esquemáticamente: tras la llegada al poder del PSOE de Felipe González en 1982, hay un arranque polarizador al nacer la década de 1990, protagonizado en gran medida por la acción opositora del nuevo líder del PP, José María Aznar. Un enconamiento en las formas que se apoyó, de un lado, en graves problemas de corrupción política que empezaron a acorralar al ejecutivo socialista y, del otro, en un sistema mediático crecientemente alineado con uno u otro partido y al cual se añadieron, como actores influyentes, las nuevas cadenas privadas de televisión. Los comicios de 1993 ―ganados in extremis por el PSOE, ya sin mayoría absoluta― y la legislatura 1993-1996 constituyen la primera ola polarizadora de nuestra democracia.
La legislatura 1996-2000, con victoria sin mayoría absoluta del PP de Aznar, supondrá un descenso de la polarización debido a la fluida relación del Gobierno con los agentes económicos. Sin embargo, la conflictividad retornará en la segunda legislatura del centro-derecha, inaugurada en 2000 con mayoría absoluta. El estilo de gobierno se modifica y la división social empieza a acentuarse debido a decisiones polémicas, como el alineamiento con Estados Unidos en la guerra de Irak. Esta es la época en que se normaliza la polarización como rasgo permanente de la política española: sobre esa base se añadirán sucesivas capas durante las siguientes dos décadas para reforzar la animadversión entre los partidos mayoritarios, hasta hoy.
Los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid serán uno de esos ingredientes básicos en el recrudecimiento del desgarro afectivo entre la izquierda y la derecha surgidas de la Transición, toda vez que cada una recriminó a la otra su comportamiento, recurriendo a argumentos de moralidad, durante los tres días transcurridos entre los ataques y la celebración de elecciones generales el 14M. Ese radical trasfondo de resentimiento entre PP y PSOE permeó la legislatura y la actitud polarizadora fue puesta en práctica por ambos partidos. Como señala González en su obra, varios elementos con gran potencial divisivo sobrevinieron para condicionar la agenda del Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero durante su primer mandato: la negociación con la banda terrorista ETA, el nuevo Estatuto catalán y la Ley de Memoria Histórica de 2007, impuesta por los aliados parlamentarios —Izquierda Unida y los nacionalistas catalanes de ERC—. Temas que serían presentados por la derecha del PP como debilidad gubernamental y cesiones del Estado en un permanente ambiente de crispación.
La Gran Recesión, iniciada en 2008, sentará las bases para un nuevo impulso polarizador con la aparición de dos partidos que encarnaron lo que se conoció como la nueva política. Por un lado, Podemos, a la izquierda del PSOE en el espectro ideológico, que, sin embargo, en su inicio implementó una estrategia populista basada no en su ubicación en el eje ideológico, sino en la búsqueda de implantación transversal mediante una retórica divisiva de inspiración latinoamericana ―en la obra del politólogo argentino Ernesto Laclau, fundamentalmente―. Célebres fueron las categorías de oposición casta vs. pueblo o los de arriba vs. los de abajo. El otro joven partido, Ciudadanos, saltó desde Cataluña ―había nacido como resistencia al nacionalismo catalán― y, tras la crisis secesionista de octubre de 2017, se hizo popular en todo el país, donde se acreditó como alternativa para una política vista esos días como estéril por la incapacidad de los viejos partidos frente a los efectos de la crisis económica. Sin embargo, ambos malograron sus promesas regeneradoras y alimentaron, de un modo u otro, la división: Podemos, tras ubicarse como partido de extrema izquierda percutió en su retórica de deslegitimación del sistema. Los centristas liberales de Ciudadanos se adscribieron a la política de bloques cristalizada tras la vuelta al poder del PSOE en 2018 y malograron la opción de aplicar una agenda reformista al negar su papel de partido bisagra y desechar una coalición gubernamental con sus vecinos ideológicos socialdemócratas en abril de 2019.
La oportunidad de esa nueva política se esfumaría con la repetición electoral de noviembre de 2019: desaparición de la opción liberal de Ciudadanos y resultado menguante de Podemos, mutado en izquierda radical con la denominación de Unidas Podemos. Pero la aritmética electoral permitirá a esta fuerza ser socio minoritario de un gobierno de coalición con el PSOE y porfiar, desde el Ministerio de Igualdad, por la hegemonía sobre las agendas política y mediática mediante el lanzamiento de controvertidas leyes, características de la nueva izquierda posmoderna o progresismo woke (Ley de garantía integral de libertad sexual, Ley trans y de igualdad LGTBI). La disputa en la esfera pública entre este partido y su nueva némesis, Vox, fuerza de derecha radical emergida en las mismas elecciones que supusieron la caída de Ciudadanos, es un vector fundamental en el incremento de la polarización política desde entonces, en este caso un alineamiento en bloques alrededor de los temas divisivos de la guerra cultural.
Finalmente, deben citarse otros dos factores de polarización: el reto secesionista del nacionalismo catalán durante 2012-2017 y la opción de alianzas de gobierno inaugurada en 2018. Mientras que el procés dividió Cataluña por la mitad, la elección por parte de Pedro Sánchez de los distintos grupos de izquierda e independentistas como socios parlamentarios trazó en la política nacional la línea divisoria principal, línea que dura hasta hoy.
Esta breve pero ineludible pincelada sobre los diferentes momentos y agentes políticos divisivos servirá de base para relacionar polarización y cultura política. Un par de constataciones previas: durante nuestra democracia han contribuido a esa polarización muy distintos actores políticos. Izquierda y derecha, nacionalistas y centristas, no todos a la vez ni con las mismas estrategias, pero prácticamente la totalidad del espectro político. Y, simplificando de un modo casi excesivo, se puede afirmar que la derecha fue predominante en el arranque de la acción polarizadora en España, mientras que, tras un periodo central —desde 2004 hasta la vuelta al poder del PP en 2011— en que tanto derecha como izquierda se entregaron al juego, durante los últimos quince años, las izquierdas y el nacionalismo catalán han llevado la iniciativa. Sin embargo, desde 2020 hechos como el rechazo a la gestión de la pandemia por buena parte de la población occidental, el combate a un wokismo ya cuestionado y, últimamente, el aplauso a la sacudida del tablero internacional propiciada por Donald Trump en el arranque de su segundo mandato, hacen que la derecha radical se eleve como factor de polarización clave, internacionalmente y también en España.
¿Cómo caracterizar la cultura política nacida del pacto entre sectores reformistas de la dictadura y los distintos grupos demócratas durante la Transición? González, en la obra citada, lo hace de la manera más gráfica: la democracia futura fue imaginada por sus impulsores como contramodelo de la democracia republicana de 1931. La memoria de la guerra posterior les hizo entender que el sustrato de valores emergente debía corresponderse con el canon para el funcionamiento de una democracia liberal. Así, se diseñó un terreno de juego común con la implicación efectiva de las distintas familias políticas. La moderación se tradujo en una obligatoria renuncia a las aristas más polémicas de cada ideología, ninguna de las cuales podía pretender la representación exclusiva del sistema. La cultura política subyacente incorporaba la infraestructura liberal básica que, en su análisis sobre la actual crisis de la democracia estadounidense en Cómo mueren las democracias, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, sintetizan y ven hoy erosionada: el reconocimiento del rival político y la disposición a la autocontención en el ejercicio del poder. El corolario a la moderación entre las elites fue la concepción del papel reservado a la ciudadanía: en el diseño constitucional y en los pasos iniciales quedó fijada una cultura de relativa desmovilización, de politización baja y circunscrita en lo básico a la participación en las sucesivas citas con las urnas.
¿Cuál fue el efecto de las primeras oleadas de polarización sobre este sustrato? En realidad, la cultura política liberal no fue impugnada en lo esencial durante casi las tres primeras décadas de democracia. La polarización partidista practicada, primero por la derecha y luego con la incorporación de la izquierda, operó sobre la base de un sistema bipartidista imperfecto que, alternativamente, producía mayorías absolutas del PSOE o del PP o bien gobiernos de uno u otro partido que precisaban del apoyo de los nacionalismos periféricos. Aunque se percibía al PSOE menos escorado hacia la izquierda que el PP hacia la derecha, ambos aspiraban al electorado central, estrategia correcta dado que, repetidamente, se constataba que los votantes de ambos partidos coincidían en gran parte de sus valores culturales y políticos. Las estrategias polarizadoras se circunscribían a la refriega electoral en la medida en que aún no se generaba una polarización afectiva sustancial en la ciudadanía. Aunque a principios de siglo aparecieron voces críticas con la Transición —en algunos casos la impugnación escondía una incomodidad inconfesada con la democracia liberal—, el efecto era minoritario al no haber altavoces en forma de partidos políticos que las trasladaran con eficacia a la conversación pública.
Este escenario solo pudo empezar a virar en 2004, fecha de arranque de una fase transitoria en el deslizamiento hacia la situación actual. El trauma por los atentados terroristas derivó de modo abrupto en enconamiento inédito entre Gobierno y oposición, con una izquierda y una derecha que se dedicaron, como nunca desde 1977, recíprocas acusaciones de inmoralidad: la izquierda en la oposición trasladó la idea de que una derecha capaz de mentir en tales circunstancias era una opción indigna; la derecha, sin encajar aún la derrota en las inmediatas elecciones, acusó de modo simétrico a la izquierda: esta habría demostrado su carencia de principios al propiciar que se acabara responsabilizando al gobierno popular de los crímenes, tras plantar de modo implícito en la opinión una relación de causa-efecto para los atentados, con su origen en la implicación de España en la guerra de Irak decidida por el presidente Aznar.

Aunque no desdeñable, el efecto de esta polarización con origen en el desempeño político tras el atentado aún puede verse como parcial. A la polarización partidista quedará adherida una dosis de polarización afectiva, en gran medida, en su forma negativa: animadversión hacia el rival ideológico más que afinidad al partido propio. Esa hostilidad, sentida de forma creciente en parte del electorado, debió traducirse en la irrupción de elementos novedosos: por ejemplo, la percepción de riesgo sentida ante la eventualidad de victoria de la opción rival y, con ello, el consiguiente debilitamiento de un presupuesto esencial de la cultura democrática, la posibilidad de alternancia en el poder como valor de base compartido y estimado por una gran mayoría.
Para una erosión más severa de la base cultural de la democracia aún habría que esperar unos años. La Gran Recesión, con inicio en 2008, propició, en España como en otros lugares, el surgimiento o la reconversión de partidos y movimientos que abrazaron estrategias polarizadoras mediante la explotación de estilos y técnicas populistas. Aquí fueron dos los agentes políticos fundamentales: Podemos, la fuerza emergida para capitalizar el joven movimiento protestatario de los indignados del 15M —con la paralela crisis de representatividad padecida por el bipartidismo— y el nacionalismo catalán, transmutado en tiempo récord en movimiento unitario orientado a la secesión.
La diferencia crucial entre esta polarización de la segunda década del siglo y la vista antes no es otra que el uso sistemático del populismo como herramienta deliberada —y depurada—, con el objetivo de dividir el cuerpo político y atacar de forma implícita el componente liberal de la democracia. La acción de PP y PSOE tras los atentados del 11M de 2004 había producido un incremento de la polarización y una erosión aún moderada de ese componente liberal (aumento de la intolerancia ante el rival, caída de la idea de alternancia en los más politizados), pero el sustrato consensual permanecía mayoritariamente vigente, el bipartidismo no fue impugnado, la percepción global de la democracia seguía siendo exitosa. Todo ello cambiará con la irrupción de la nueva izquierda y el secesionismo, que iniciaron en sus ámbitos respectivos —la arena española unos, la catalana los otros— eficaces tareas de construcción de un discurso radicalmente transformador de la cultura política y, a través de ella, de los valores y la psicología del votante.
Aunque en sus orígenes Podemos incidía en la implantación de las categorías divisivas citadas arriba, será el nacionalismo catalán quien elaborará de la forma más sofisticada, durante el periodo 2012-2017, un marco que no es que retratase la democracia española como algo defectuoso o insuficiente, sino que la asimiló abiertamente al peor de los autoritarismos. La estrategia, diseñada mediante una inagotable proliferación de eslóganes e ideas —el dret a decidir, el mandat del poble, volem votar, votar és democràcia, som el 52%, la oposición entre pueblo y ley o entre democracia y ley, la inexistencia de fractura social en Cataluña, la soberanía del Parlament catalán, etc.— consiguió inocular en la esfera pública catalana un sentimiento político fundamental: la mitad secesionista de la población interiorizó la democracia de mayorías y la legitimidad plebiscitaria como únicas formas de democracia y de legitimidad verdaderas.
Esa oposición de valores entre la Cataluña secesionista, partidaria de una democracia plebiscitaria, y la mitad constitucionalista, apegada a la norma y al Estado de derecho, se irá deslizando a la esfera pública nacional a medida que se naturalice la presencia cotidiana de la voz del nacionalismo durante el posprocés y su convergencia discursiva con la miríada de marcas autonómicas de nueva izquierda agrupadas, primero alrededor de Podemos, después en el proyecto Sumar. En la sensibilidad de esa izquierda de nuevo cuño, la opción confederal del estado, del agrado de los secesionistas, va paralela a una compartida concepción mayoritaria —por ende, iliberal— del ideal democrático.
La fase última en la consolidación del deslizamiento de valores se ha dado dentro del propio partido mayoritario de la izquierda, el PSOE. En parte como efecto lógico del trayecto compartido con la izquierda radical y el nacionalismo durante seis años de gobierno y de apoyos parlamentarios, las retóricas exhibidas acaban teniendo elementos en común y aquí el factor clave es la dependencia del Gobierno respecto de sus socios, factor que marca el sentido del deslizamiento, de lo liberal a lo iliberal y no viceversa. El otro elemento a tener en cuenta es la incómoda situación del presidente del gobierno Pedro Sánchez, la de su entorno personal y la de miembros de su Gobierno, ahora bajo escrutinio público ante la revelación de hechos que podrían tener recorrido judicial. El resultado es que la polarización de bloques, impulsada casi mecánicamente tras la llegada al poder del PSOE, ha derivado en retóricas iliberales desde el propio poder ejecutivo. Estas, sin tener la naturaleza deliberada y sistemática desplegada durante el procés o en el arranque de Podemos, sí que menudean en invectivas al Poder Judicial (sugiriéndose la existencia de conatos de guerra sucia judicial o lawfare, noción popularizada en la órbita de regímenes de inspiración socialista en América Latina y explotada por el secesionismo catalán), contra la prensa ideológicamente no afín o, incluso, en declaraciones que remedan fórmulas habituales del mismo secesionismo —la afirmación de que la soberanía nacional reside en el Congreso de los Diputados—. Por ello, ha habido una modificación en los valores del votante socialista en pocos años —sin que sea apenas consciente de su significado—: es lo que subyace a la afirmación de que el PSOE ha mutado en un partido de militantes.
De este modo, el balance a día de hoy es que, tras casi tres décadas con episodios de fuerte polarización que no erosionaron de gravedad el componente liberal de la democracia, constatamos un panorama distinto: si tomamos la categoría que Almond y Verba presentaban como posibilidad real, se da en la democracia española una escisión subcultural, una separación que ha originado una cultura política dual reconocible, en este caso, en relación con ese componente liberal. Por eso, nociones como la sujeción de poderes públicos y ciudadanos al imperio de la ley, el Estado de derecho, la separación de poderes, la independencia judicial o la intangibilidad de ciertos derechos y libertades pierden legitimidad y, al aludirse a ellas, son soslayadas, minimizadas o despreciadas con ironía por una parte no desdeñable de la ciudadanía. Es significativo que tal deslizamiento se dio de entrada, de manera diferencial, entre el votante de izquierdas. La amalgama parcial de valores entre las izquierdas y los nacionalismos afecta especialmente a este aspecto, con lo que se deja un terreno expedito para que la familia política del centro-derecha pueda ejercer la defensa retórica de esos principios. Hoy, esa sensibilidad —junto a un tipo de elector de centro-izquierda que ha retirado su apoyo a la actual coalición de gobierno— es la que milita contra la deriva iliberal del sistema democrático. Un caso aparte lo constituye la derecha radical de Vox, una fuerza que alimenta la polarización, pero que de inicio jugó esa baza mediante otros medios, no a partir de la erosión sistemática de los valores liberales de la democracia. Al menos, fue ambivalente: a una retórica de defensa del Estado de derecho, de la independencia judicial y valores similares, contraponía una dialéctica amigo-enemigo para fijar a la izquierda hegemónica en la psicología de su clientela. El foco solía recaer en otros aspectos: el problema migratorio o la guerra cultural contra elementos woke del oficialismo progresista, como el nuevo feminismo. Sin embargo, al escribir estas líneas, la reacción de ese partido ante las propuestas de Trump para zanjar la guerra de Ucrania, su cercanía a líderes europeos iliberales y amigos de autócratas, dejan ver a las claras que aquella retórica en defensa de la legalidad y del Estado de derecho era sobre todo táctica para uso interno, favorecida por la deriva iliberal del actual Gobierno. Más impactante ha sido constatar que la crítica a los excesos del progresismo escondía en una parte no desdeñable de la ciudadanía una sensibilidad iliberal: emerge —en imagen especular de nuestros extremistas de izquierda y de los nacionalismos periféricos— una derecha desacomplejadamente nacionalista e impugnadora de la idea de Europa, del globalismo y del modelo de democracia occidental: de toda la amalgama de desgracias a las que achacan la ruina del país.
No hay indicios de que esta escisión cultural sea fácil de revertir. Las élites nacionalistas y la nueva izquierda, que han logrado activar la psicología política de un número apreciable de ciudadanos, seguirán alimentando idénticos marcos, lo que propiciará el mantenimiento de la fractura. Lo mismo cabe esperar en la incorporación de esta nueva derecha radical. Una variable que, hipotéticamente, podría jugar en contra de esta división sería el eventual giro futuro en la fuerza mayoritaria del centro-izquierda, su viraje hacia otro tipo de liderazgo que promoviera el retorno consciente de su electorado al terreno compartido de los valores liberal-democráticos. De momento, el refuerzo, encaje y retroalimentación de los recientes impulsos polarizadores dan como resultado, ahora ya sí, un aparente alejamiento en valores y actitudes entre votantes de los dos partidos mayoritarios, así como la evidencia de que cualquier tema que salta a la conversación pública provoca, sistemáticamente, dos sensibilidades en radical oposición fácilmente reconocibles. Por el lado de la derecha, el nuevo radicalismo fija en el iliberalismo a una parte de la población que hasta hace poco no se manifestaba. No hay, por otra parte, el menor rastro de reivindicaciones de un mayor nivel de participación ciudadana en la política, del estilo que se vieron durante la crisis económica de inicios de la segunda década del siglo.
Finalmente, el futuro próximo nos dirá si la polarización ha generado un desajuste entre cultura política ciudadana y principios liberales suficientemente disruptivo como para legitimar cambios sustanciales en el futuro modo de gobernar. ¿La escisión favorecerá un cambio, no ya coyuntural, sino duradero, en las formas del poder, en cómo los líderes se conducen, en su actitud futura hacia las instituciones de la democracia constitucional?
Bibliografía
Almond, Gabriel A. y Verba, Sidney: La cultura política, en Diez textos básicos de Ciencia Política, Ed. Ariel, Barcelona, 2014.
González, Juan Jesús: Las razones del voto en la España democrática. 1977-2023, Ed. Catarata, Madrid, 2024.
Hallin, Daniel C. y Mancini, Paolo: Sistemas mediáticos comparados: tres modelos de relación entre los medios de comunicación y la política, Ed. Hacer, Barcelona, 2004.
Levitsky, Steven y Ziblatt, Daniel: Cómo mueren las democracias, Ed. Ariel, Barcelona, 2018.
Fran Jurado es periodista y politólogo. Estudió dirección y guion de cine en el Centre d’Estudis Cinematogràfics de Catalunya (CECC) y en la Escola Superior d’Audiovisuals (ESCAC). Durante 2016 completó el Máster de Análisis Político y Asesoría Institucional (UB) y dirigió el documental de 30′ Dissidents. El preu de la discrepància a la Catalunya nacionalista (2016). Realizó 36 audiovisuales cortos para el Ministerio de Asuntos Exteriores (2018-2019). Ha desempeñado tareas periodísticas (director-presentador del programa de debate La alternativa, Tevecat, 2020) y de asesoría política (Fundación Juntos Sumamos). Colaborador como articulista en diversos medios y comentarista político en El pla B, de RNE-4. Guionista y director del documental Polarizados (2023).