Messi 3600
Poco después de renovar contrato con el PSG, en mayo de 2022, la cadena TNT Sports Brasil le preguntó a Kylian Mbapé quiénes creía que podían ganar el Mundial de Qatar.
—Francia, desde ya; aunque hay varios equipos europeos también —contestó, seguro—. Argentina y Brasil no juegan partidos de mucho nivel. En Sudamérica el fútbol no está tan avanzado —Fue rotundo.
—Ellos juegan siempre en canchas perfectas, mojaditas y no saben lo que es Sudamérica —le replicó al rato Emiliano Martínez, mediado por TyC Sports—. Cada que viajás para jugar con la selección son dos días de ida y vuelta. Cuando un inglés va a entrenar a Inglaterra en media hora está en el predio. Que vaya a Bolivia, a La Paz con 3.600 metros; a Colombia, que no podés ni respirar; o a Ecuador, con 30 grados; a ver qué tan fácil es —dijo.
El Dibu fue claro y sudaca: ser mejor o peor está determinado por el entorno. Por la diversidad y el exotismo más que por el talento, la preparación o el nivel de competencia. Y ni el tiempo ni ser campeón mundial cambiaron su percepción. Un año después, previo al 3-0 argentino logrado en La Paz ante Bolivia, lo redondeó con un contundente «buscando aire todo el entrenamiento» de copy en una foto de práctica que posteó en Instagram. Pese a que antes, Lionel Scaloni había dejado claro que el tema altura era solo una dificultad añadida, que todas las canchas presentan alguna dificultad; y el Angelito Di Maria, que el tema solo era psicológico. Grande el fideo que en consecuencia, siempre jugó en La Paz como si estuviera en el Camp Nou en su mejor época o en Estádio do Sport Lisboa e Benfica donde juega de local ahora, en el ocaso de su carrera. Aún así, cada futbolista llegó a La Paz con un pequeño tanque de oxígeno personal. Todavía quedaban muchos dibus en ese equipo.
Para el fútbol, principalmente argentino, la altitud de los estadios es importante, no porque afecte de forma directa a la salud de los jugadores sino porque influye en el resultado; por eso, ahora que Argentina ganó dos veces al hilo en los 3650 msnm que siempre ha temido (2020: 2–1 y 2023: 3–0), el tema pasa a ser secundario. El hincha boliviano lo sabe; como sabe que ahora más que nunca su equipo está destinado a fracasar y sisíficamente volver a intentar para volver a fracasar. Dejar de soltar la piedra a punto de llegar a la cima, como hace siempre, implica que la Selección Boliviana de Fútbol se libere del mito de su dependencia a la altura de La Paz y empiece a jugar en serio, a ganar en serio.
Faltarle el respeto a la altura a quien más afecta es al hincha porque así evidencia las limitaciones de sus jugadores ídolo. Y volver a seducir a ese fanático que al empezar la eliminatoria 2026 perdió la esperanza, abandonó a su equipo e hinchó para el rival; lograr que deje de llamarles troncos; implica construir nuevos símbolos. Tarea difícil porque el icono con el que le ha quedado identificarse, pese a que hizo y hace todo lo posible para despreciarle o mínimamente ignorarle, es ese «chico rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos frases seguidas y visiblemente antisocial» (Hernán Casciari: Messi es un perro) que es considerado el mejor del mundo.
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La imagen de Lionel Messi sentado en su silla de invitado de la banca de suplentes de Argentina, la tarde del martes 12 de septiembre de 2022; sin lesiones, necesidad de reposo o resguardo estratégico; observando a sus compañeros correr como locos en la cancha; escuchando impávido cómo al menos medio estadio –que estaba repleto– poblado de bolivianos de camiseta argentina o del Inter de Miami, que llegaron a comprar boletos de hasta $us 150 o que viajaron desde el interior del país para verle, vitoreaba su apellido sin descanso con la esperanza de que al menos se asome al borde de la pista atlética y salude… para aplaudirle y ovacionarle; es la última que se verá de él en La Paz porque para el próximo Bolivia – Argentina será cuarentón. Tendrá menos condiciones. Más pereza. Sentirá que el aire casi no le oxigena y que la pelota definitivamente no dobla.
Su victoria, esa tarde; en función pasiva y con los pulmones prestados de Di María; fue su segunda vez en La Paz y su última. La primera, el 13 de octubre de 2020, terminó 2–1. En sus intentos previos, había perdido 6–1 (2009) con Maradona de DT y empatado 1–1 (2013) con Sabella dirigiéndole. Nunca hizo un gol ni fue un jugador relevante. Nunca sintió que serlo fuera relevante. Es más, aquella primera vez, después de ser goleado, quedó seguro de que su rendimiento fue discreto porque «es imposible jugar en La Paz», porque «hacía un pique y no se podía recuperar», y porque «ellos –los bolivianos– corrían con todo, no se cansaban y eran siempre más veloces».
Sin embargo, esta tarde Argentina ganó bien y festejó bien. No fueron necesarias orejas de topo, qué mirás bobos ni trofeos sobre los genitales. Finalmente, había destrozado a un equipo demasiado pequeño y demasiado dañado. Demasiado en su peor versión. A una ternurita que hace décadas es el último o penúltimo donde sea que compita, con una plantilla de la que Transfermarkt dice que su valor total apenas supera el 1% del valor de la Argentina –€ 10,6 M frente a 877,2 M–. Que si vendiera a todos sus jugadores solo le alcanzaría para comprar a uno de la Scaloneta, de los más baratos, a Nicolás Tagliafico por ejemplo; o a dos o tres máximo, si tuvieran el nivel modesto y la edad avanzada del arquero Franco Armani.
A una selección que cuatro días antes fue goleada 5–1 en eliminatorias. Cuya base son chicos de la Liga local, a quienes en los últimos cuatro años les han anulado tres campeonatos que no terminaron o se suspendieron: el de 2023, por partidos arreglados; el de 2022, por protestas; y el de 2020, por el Covid. Cuya Federación ni siquiera logró vender sus derechos de televisación. Y a quienes, por primera vez, la hinchada les dio la espalda y apoyó abiertamente al rival; entre ellos el alcalde de La Paz, Iván El Negro Arias, quien ante la crítica no tuvo otra que pedir disculpas por apoyar al campeón mundial. Y que, para rematar, conviven en las redes sociales con atletas de disciplinas amateurs, con evidente necesidad económica y sin apoyo público ni privado, que no tienen las condiciones en las que ellos trabajan, pero que ganan, salen campeones y logran medallas internacionales. Y que reciben apoyo masivo como una especie de catarsis por el fracaso del fútbol, como el atleta Héctor Garibay que les ganó una maratón a los keniatas y se convirtió en el rockstar de las redes.
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Tres años atrás, su logro tampoco fue mayor. Esa tarde soleada de octubre de 2022, con las tribunas del Siles desiertas por las restricciones del Covid, Messi no ganó un título ni rompió un récord como lo hacía en Europa. Solo les ganó a Los Bolitas de visitante. 2–1. Casi Nada. A un grupo de futbolistas que no jugaban en sus clubes ya siete meses. Convocados tras más de 120 días de inactividad total. Seleccionados luego de que los clubes que jugaron la Libertadores retiraran a sus estrellitas por peleas de dirigentes y los que su DT excluyera por haberse reunido con el sindicato de futbolistas.
Que no tuvieron un solo partido de preparación. Que cuatro días antes fueron goleados 5-0 por Brasil. Que fueron reforzados por tres legionarios que nunca jugaron en equipos bolivianos y uno que había emigrado tres años atrás. Que tenían al presidente de su Federación –César Salinas– muerto por el Covid. A su reemplazante –Marco Rodríguez– con orden de aprehensión. A sus oficinas allanadas por la Policía. A su hotel de concentración intervenido por la fiscalía. A su entrenador –César Farías– denunciado por corrupción. Y a la tribuna principal de su estadio pintada con un horrible mural indigenista.
Ganó por primera vez y –ya lo sabía–por última, por eso le dolió tanto no marcar un gol. No importa. Si esa tarde no ganaba, jamás sería el mejor del mundo –también lo sabía–, por eso festejó con tanta euforia. Después de todo, Ronaldo, El Fenómeno –para muchos, el mejor de la historia–, había ganado en el Siles. Con Brasil. A estadio lleno. En una final –Copa América, 1997–. Y ante la mejor Selección Boliviana de su historia: la mundialista del Diablo Etcheverry. Hizo un gol. Salió campeón. Fue figura. No se cansó jamás. No se mezquinó un céntimo de fútbol. Ni de desgaste físico. Tampoco se quejó de nada. Qué diferente del Lionel Messi de 2020, 2013 y 2009 que deambuló por la cancha, sin ganas, como un caminante de The Walking Dead. Varias veces agachado, Parado después de cada pique corto, de cada caminata. Y consecuente con su primera vez afirmó que «jugar en la altura es terrible, –que– no se puede». Maradona y Pelé también jugaron en La Paz, solo que ellos sí fueron generosos con el fútbol, marcaron goles y ganaron. Si Zidane hubiera jugado en el Siles, hubiera hecho lo mismo. Y si a Cristiano o a Lewandowski les tocara, también lo harían. El Hernando Siles, la altura de La Paz, son en realidad una oportunidad.
Y esa tarde Messi formalmente había cumplido. Llenó la estadística. Por eso festejó su triunfo con euforia superlativa. Y toda la Argentina con él. Pese al dólar, al Covid y al banderazo contra el presidente Fernández del día anterior. Además, porque hasta esa tarde, Bolivia, la peor es nada del fútbol, había sido la única piedra vergonzosa metida en su chutera. Por once años, desde que aquel 1 de abril de 2009 le marcara la primera de las dos goleadas humillantes que recibió en su carrera: 6–1, en una eliminatoria que por poco le deja fuera del mundial –Sudáfrica, 2010–. La otra fue jugando para el Barça, 8–2, en plena semifinal de la Champions League de 2020, solo dos meses atrás… pero fue ante el Bayern Múnich. No hay manera de comparar.
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También porque, solo dos años después, esa misma Bolivia Cinderella del fútbol le robó un festejo no menor: el del partido inaugural de la Copa América 2011, en el Estadio Único de La Plata, cuando le empató (1–1) con el único gol que hizo en el torneo. Un gol de mierda, como lo describió el mismo Lio en la tele. El mal augurio de una eliminación también de mierda, igualita a la del Mundial 2010: en cuartos de final, solo que de local. Y que terminaría enfrentándole con una hinchada que le silbaba y le gritaba pecho frío y cosas así, como pasó en Santa Fe cuando quedó eliminado contra Uruguay. Público que, además, le exigía patriotismo y que al menos cantara el Himno Nacional como lo hacían sus compañeros. Que le cuestionaba su imposibilidad de ganar fuera del Barcelona: sin Iniesta, Xavi o Villa jugando para él y no con él y que, incluso, llegó a considerarle más español que argentino.
Cuatro meses después, Cinderella le volvió a empatar en casa, esta vez en el Monumental de Buenos Aires, por las eliminatorias para el Mundial de Brasil. En un estadio casi vacío donde, pese a que recién se jugaba la tercera de 18 fechas, las dudas volvieron. Aunque seis meses después, Argentina empató con Bolivia en La Paz, clasificó primera y en el mundial llegó a la final.
Ese martes 27 de abril de 2013, con el recuerdo del 6–1 todavía presente, Messi volvió a ser un anónimo de pocas jugadas en cancha y el boom publicitario de siempre fuera de ella. El presidente Evo Morales, por ejemplo, decidió condecorarle con una medalla oficial: al Mérito Deportivo en el grado de Forjador del Deporte, con resolución de su Viceministerio de Deportes. Pese a que la entrega se anunció con anticipación, no hubo protocolos ni acto especial. Messi le recibió al finalizar el partido, poco después de declarar que «por la altura, mucho no se puede jugar acá», transpirado y en patas –descalzo–, en la puerta del vestuario. Fueron cinco minutos. Evo le entregó la medalla, una copia de la resolución y un poncho de tarabuqueño que intercambió por su camiseta autografiada. Minutos después, dijo que lo condecoró por «lo buen jugador que es» y por ser un gran ser humano y mejor persona. Messi, que era «un orgullo que el presidente de un país lo visite». Y la Ministra de Comunicación Dávila que «ambos se tenían mutua admiración».
Sin embargo, la hinchada no volvió a confiar plenamente en él ni él en ella hasta 2021 –incluso llegó a renunciar en 2016–, cuando por primera vez salió campeón con la Selección Argentina de Fútbol. Fue en la Copa América de Brasil, donde otra vez Bolivia fue su profeta al ser goleada 4–1, con dos goles suyos, en el Arena Pantanal de Cuiabá por la fase de grupos. La imagen de Messi, de espaldas, saliendo de la cancha abrazado a la cintura de Lampe y él correspondiéndole por arriba del cuello fue el símbolo. «Felicidades. Éxito. Ojalá lleguen a la final», le dijo el grandote. Todo bien, finalmente, el arquero boliviano Carlos Emilio Lampe Porras también tiene nacionalidad argentina.
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Cuando escribió «Messi es un perro», el escritor argentino Hernán Casciari vivía en Barcelona y sentía que, en el juicio final, Dios lo salvaría solo por vivir allí en tiempos del hombre perro que jugaba al fútbol. Se sentía privilegiado por verle jugar así: En trance, hipnotizado, estrábico. Sin reglas, trampas ni burocracias, sin que le importe siquiera su integridad física, el deporte o el resultado. Con el único deseo de meter la pelota dentro del arco contrario y haciendo todo lo posible por lograrlo; como hacía su perro de infancia Totín con la esponja amarilla de lavar los platos, que miraba y no la soltaba hasta que tenerla dentro de su cucha.
Me preguntó cómo se sentiría Casciari si en lugar de ello, viviera o solo estuviera en La Paz, cuando el hombre perro deja de ser perro y se queda solo en hombre: 2009, 2013, 2020 y 2023. Cuando camina en lugar de correr. Cuando siente miedo [de correr]. Se esconde. No se quiere cansar. Hace tiempo. Finge faltas. Pasa desapercibido. Patea solo de a ratos, como quien cree que con dos pataditas basta para salir en la tele. Subestima. Busca lujos sin esfuerzo, como jamás haría ante un grande. Al que solo le interesa el resultado. Y que es tan mezquino con el público, el televidente y el hincha que, finalmente, no juega.
¿Cómo se sentirá el escritor fan del hombre perro después de constatar que del símil de su perro Totín, solo queda el «chico con capacidades diferentes, inhabilitado para decir dos frases seguidas»? ¿No más perro que quien fantasea con ser un poodle que solo acepta caricias? ¿Que se convierte en el Pitbull matoncito del barrio cuando alguien, como Cinderella, le esconde la esponja? Porque con los bolivianos, antes de que le idolatren de forma explícita bajo el rótulo de el mejor del mundo e hinchen por Argentina aun contra su propia selección, se las tenía juradas.
Está inhabilitado para decir dos frases seguidas pero cómo grita el matoncito del barrio. Lo hizo con Ronald Raldes el 2011 en La Plata, solo que Raldes no se dejó. Lo hizo con Jhasmani Campos, en Estados Unidos el 2016, pero Campos tampoco se dejó. Lo hizo con el preparador físico Lucas Nava —que trabajaba para Bolivia— el 2020 en La Paz, y su compatriota sí se dejó. Y, finalmente, lo hizo con Marcelo Martins en el mismo partido, cuando salió en defensa de Nava, pero Martins lo puso en su lugar: «Muerto. Te comiste seis» le gritó a la cara y tenía razón. «Estuviste gritando todo el partido. La concha de tu madre, pelado. ¿Qué te pasa, pelado? ¿Por qué haces quilombo, boludo? No tenés que hacerme quilombo. No tenés que joderme a mí» le había gritado a Navas al final del partido que ganó, enojado, fuera de sí, con su boca de millonario, con esa misma con que besa a quienes quiere.
En fin, ya ha ganado en La Paz, no es necesario –tampoco era– esforzarse más. Queda la experiencia de lo vivido y los recuerdos que genera, distintos según quien recuerde. Sin embargo, esta paráfrasis de la cumbia testimonial de Rocío Quiroz es un buen intento para hacer un perfil, el de Messi 3600: «Poco asado, mucho humo / al toque te lo resumo / aunque ganes en la altura, seguís siendo el mismo turro… / seguís siendo un peee lotudo».