David Marcial Pérez – México
El Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana inaugura una exposición que muestra las afinidades y las fobias entre el artista español y el mexicano
En 1915, Diego Rivera señaló con el dedo mojado a Pablo Picasso y le acusó de plagio. Se habían conocido un año antes en París: Europa estaba en guerra y ellos se emborrachaban de política y arte nuevo con Matisse, Apollinaire y Modigliani. El mexicano, cinco años más joven, aprendía cubismo del español y le llamaba “amigo y maestro”. Picasso le respondía: “querido Diego, estamos de acuerdo en todo”.
Hasta que una tarde Rivera le visitó en su estudio cuando estaba trabajando en un cuadro que se parecía demasiado a su Paisaje zapatista. La composición en triángulo, la mesa, los árboles del fondo. ¿el maestro copiando al pupilo? Picasso se defendió diciendo que era una pieza antigua. Rivera pasó el dedo por el lienzo. La pintura aún estaba húmeda. A partir de entonces, se rompió la sintonía entre dos de los prohombres del arte moderno, dos egos como dos transatlánticos.
Las analogías, afinidades y fobias personales y artísticas entre ambos autores son el hilo conductor de la exposición Picasso y Rivera, conversaciones a través del tiempo, inaugurada este viernes en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México con 40 obras de los protagonistas, provenientes de casi una decena de instituciones, y piezas de la Antigüedad que explican sus respectivos mundos.
Los dos tuvieron una formación académica clásica, fueron pintores precoces, comunistas y outsiders en Paris. “Cuando se conocen, Picasso ya llevaba más de una década viviendo en Francia. Se suele pensar que era parte de la élite bohemia de la época, pero en realidad siempre estuvo desplazado del centro”, cuenta Michel Govan, director de Los Ángeles County Museum of Art, donde primero se exhibió la muestra durante el año pasado.
“La amistad entre los dos se fragua en gran medida porque los dos hablaban español en ese ambiente francés –continúa Govan– y porque los dos sentían esa condición de outsiders, que en su vida y en su obra les hacía constantemente echar la mirada atrás, volver a sus orígenes”. Las piezas que abren la exposición son dos autorretratos, ambos de 1906. Junto a Rivera, una escultura mexica con forma de serpiente. Al lado de Picasso, una escultura de arte ibérico, hombre atacado por un león. Los ojos almendrados del retrato picassiano, “que se llegó a pensar que eran influencia africana”, corresponden con los de la escultura ibérica.
Los dos se identificaron más adelante con figuras míticas. Uno con la serpiente emplumada, Quetzalcoatl, la deidad mexica de la creación, la unidad de todos los elementos. El otro, con el Minotauro grecolatino, la contradicción entre lo racional y lo irracional. Para Diana Magaloni, una de las curadoras de la muestra, ahí está otra de las diferencias: “El universo de Picasso era más solipsista, obsesivo y autorreferencial. Rivera, sin embargo, abrió su discurso hacia una investigación de la historia y la civilización”.
Desde la época cubista, mientras Picasso fracturada la realidad de un modo más formal –botellas, periódicos– Rivera introducía pirámides, nopales, sarapes o golas barrocas. “Siempre estuvo presente una idea de mestizaje”, explica otro de los curadores, Juan Coronel, delante de Retrato de Ruth Rivera, una obra figurativa de 1949, donde aparece la hija del pintor frente a un espejo: el reflejo es de una mujer negra, su rostro de perfil es indígena y va vestida con una túnica romana.
Ya enemistados, los dos experimentaron un viraje hacia cierto clasicisimo a partir de la década de los 20. Rivera volvió a México para ponerse al servicio de la cruzada muralista que tenía como misión recomponer el imaginario popular después de la Revolución. “El verdadero mexicano es el indio que posee su propia herencia de arte clásico”, reza una cita de Rivera junto a su obra de 1931, la canoa enflorada, ya con unas dimensiones mayores y con personajes y motivos indígenas como protagonistas épicos. A su lado, La flauta de Pan, del mismo año, dos jóvenes retratados de cuerpo entero por Picasso con proporciones armónicas, casi aúreas.
La muestra recoge también las indagaciones explícitamente históricas de ambos artistas. La ilustración de Rivera del manuscrito maya Popol Vuh, y la serie picassiana de la Metamorfosis de Ovidio, violenta y monstruosa, o los grabados de Suite Vollard, su interpretación de la antigüedad clásica a través de escenas de tauromaquia y mujeres.
No han arrancado ningún mural de Rivera para la muestra ni tampoco han traído a cuestas desde Madrid el Guernica de Picasso. Pero la pregunta es inevitable: ¿Influyó el mexicano en el gran fresco sobre los horrores del bombardeo alemán al pueblo vasco? El director del Palacio de Bellas Artes, Miguel Fernández responde: “Pese a estar distanciados, cada uno seguía conociendo la obra del otro. Con todas las cautelas, podemas afirmar que si Picasso inspiró el cubismo de Rivera, este inspiró el muralismo político del Guernica”.