Francesca Bray
En el actual mundo industrializado y digitalizado de los bienes de consumo, donde los consumidores eligen en línea entre productos estandarizados fabricados por una mano de obra global sin rostro, apreciamos el mundo de la artesanía como un ideal de intimidad creativa. Es una contracultura frente al derrochador mundo del consumo de masas y sus formulaciones desalmadas de eficiencia. Cuando nos dicen que un objeto está hecho a mano, aceptamos de buen grado imperfecciones y variaciones que serían inaceptables en los productos industriales: dotan a la pieza de un aura especial que es en sí misma una especie de perfección. Para los consumidores de artesanía de hoy, las irregularidades y diferencias entre piezas significan autenticidad: el comprador las aprecia como una ventana al mundo de su creador. Incluso si se trata de algo tan humilde como un queso de granja o un cuenco hecho a mano, vemos el artefacto artesanal como único, el resultado de una intensa conversación entre un artesano experto y sus materiales, su calidad inconmensurable con la mezquina métrica del control y la regulación de la calidad industrial.
La mística moderna de la artesanía
Una imagen por excelencia de este mundo artesanal contemporáneo sería el maestro alfarero de Asia Oriental, una figura venerada cuya forma de concebir y fabricar artefactos únicos se considera que encierra algo muy especial del patrimonio cultural de su país y de sus tradiciones artesanales. En los numerosos libros y ensayos, películas y estudios fotográficos que nos muestran a estos maestros alfareros (casi siempre hombres) en plena faena, les vemos realizar cada etapa en solitario: dar forma al objeto en el torno, hacer una incisión y pintar los motivos, aplicar el vidriado y, por último, contemplar la perfección de la pieza terminada1. Aunque sabemos que debe de haber ayudantes en el taller, machacando la arcilla, cociendo el horno, lavando los pinceles; aunque sabemos que alguien debe de estar calculando costes, encargando materiales, poniendo precio a las obras y gestionando las ventas, lo que se nos muestra es un proceso purificado de producción holística en el que el artesano-artista crea y es dueño de su obra de principio a fin: un contraste dramático con el cálculo de entradas y salidas de la industria, y su alienante fragmentación del proceso creativo en un mosaico de tareas separadas y especializadas realizadas por una mano de obra anónima.
Tal vez no sorprenda que las naciones de Asia Oriental, que se han industrializado y modernizado con una rapidez casi sin parangón, concedan hoy un enorme valor a ciertas técnicas artesanales emblemáticas. Japón y Corea conceden el estatus de «Tesoro Nacional Viviente» a artesanos excepcionales, entre los que destacan los ceramistas; China (seguida de cerca por Japón y Corea) encabeza la clasificación del Patrimonio Cultural Inmaterial de la UNESCO2. Estas clasificaciones refuerzan la visión moderna de que la artesanía y la industria son modos de producción distintos e incompatibles, y que la artesanía representa la tradición mientras que la producción en serie sería propia de la modernidad. Pero ¿hasta qué punto es exacta o útil esta dicotomía conceptual? ¿Hasta qué punto explica las pautas históricas de fabricación y trabajo que los proyectos actuales de artesanía de prestigio y patrimonio cultural inmaterial pretenden preservar?
La industria de la porcelana de la China imperial tardía3 ofrece un caso esclarecedor para repensar estas categorías. Hoy en día, los entendidos internacionales valoran un buen jarrón Ming como un objeto único, una obra de arte. Como señala la historiadora del arte Stacey Pierson, se considera peyorativo describir una pieza de este tipo como cerámica de fábrica (Pierson, 10). Pero para los entendidos y coleccionistas que vivían en la China de la dinastía Ming, el elaborado sistema de producción en serie con el que se fabricaban las porcelanas finas, lejos de degradar el valor de un objeto, era precisamente lo que garantizaba su perfección.
Dado que las porcelanas eran muy demandadas en la corte imperial y en ámbitos oficiales, así como para el consumo privado, el Estado se implicó directamente en su producción. El gobierno creó y financió hornos oficiales (o imperiales) en varias ciudades famosas por su porcelana fina, supervisó su producción y reguló sus relaciones con los operadores privados. La implicación del gobierno generó una documentación detallada, por lo que se puede rastrear con cierto detalle la imbricación de las habilidades artesanales y la producción en masa. Los registros muestran cómo se organizaban y coordinaban la mano de obra y las habilidades, los materiales y los procedimientos en toda la industria, combinando actividades a pequeña y gran escala, fábricas imperiales y talleres comerciales privados, artesanos y supervisores, en un sistema que producía en serie tanto artículos de lujo de la más alta calidad para la corte imperial, las élites chinas o los mercados de exportación, como artículos más ordinarios para las familias corrientes.
La ciudad de Jingdezhen es conocida como la «capital de la porcelana» de China desde el año 1300. Por ello, este ensayo toma Jingdezhen como caso de estudio, basándose en varios estudios excelentes sobre Jingdezhen y sobre la industria mundial de la porcelana que se han publicado recientemente (Chen, Finlay, Gerritsen, Gillette).
Una provocación
Antes de volver a las raíces imperiales, empecemos con una reciente provocación que utiliza la fabricación de porcelana de Jingdezhen para cuestionar la forma en la que entendemos la relación entre la producción en serie y la artesanía. En 2010, el artista conceptual chino Ai Weiwei completó su instalación, Sunflower Seeds (Semillas de girasol)4. Vertió cien millones de semillas de girasol, fabricadas en porcelana, sobre los 1.000 m2 de suelo de la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres, donde se rastrillaron hasta formar una capa de 10 cm de profundidad. Se invitó entonces a los visitantes de la galería a caminar sobre esta alfombra, haciendo crujir las innumerables semillas bajo sus pies como conchas en una playa o grano en una era. Se les animaba a coger puñados, pasarlos por los dedos y sostenerlos a la vista5. Las semillas eran tan reales que algunos intentaban comérselas. En masa era imposible distinguir una semilla de otra, pero cada una era única, una escultura en miniatura elaborada individualmente por hábiles trabajadores a partir de uno de los materiales más preciados y culturalmente evocadores de China. Cada una de ellas, moldeada y pintada a mano, era el resultado de un proceso de 30 pasos. Durante dos años y medio, más de 1.500 artesanos de talleres de toda Jingdezhen habían trabajado en el gigantesco encargo de Ai.
Semillas de girasol nos invita a reflexionar sobre muchos aspectos de las tensiones materiales y políticas entre lo pequeño y lo grande, el consumo y la producción, el individuo y las masas, el sujeto y el Estado, la historia y el presente6. Una de las cuestiones centrales que aborda este proyecto es cómo se oscurece el valor del trabajo en los sistemas de producción masiva que impulsan la economía global. Sunflower seeds devuelve la visibilidad y el reconocimiento a las habilidades y los esfuerzos de la mano de obra de Ai. En los vídeos, fotografías y textos que acompañan las numerosas exposiciones de Sunflower seeds que tuvieron lugar en entornos cosmopolitas de Londres y otras ciudades del mundo, Ai documenta las habilidades técnicas de los trabajadores de la porcelana de Jingdezhen, mostrando cómo su trabajo encaja en su vida cotidiana, dándoles rostro y voz, así como presentando su participación como parte integral de la perfección de su obra de arte7. Semillas de girasol rompe la dicotomía moderna entre arte y trabajo: es una escultura enorme compuesta por millones de esculturas diminutas, que a su vez son producto de treinta habilidades distintas. Ai nos pide que reconozcamos la naturaleza colectiva de la creatividad, que pensemos en las semillas de girasol como el logro de la colaboración de miles de artesanos expertos y creativos cuyos esfuerzos han sido puestos en marcha y coordinados por un conceptualizador-organizador (el propio Ai) en un único proyecto artístico a escala industrial.
Los artesanos y el Estado chino
¿Cómo se valoraban y utilizaban las habilidades artesanales en el Jingdezhen de la China imperial? En la antigua clasificación confuciana que dio forma a la mayoría de las ideas posteriores sobre las clases sociales en Asia Oriental, había cuatro rangos sociales: la clase gobernante de hombres educados (shi); los agricultores (nong); los artesanos (gong) y los comerciantes (shang), una jerarquía graduada según el valor de la contribución de cada grupo a la sociedad. Los artesanos producían diversos bienes útiles, pero no indispensables para la vida humana. Gong designaba tanto a los trabajadores como a su trabajo, concebido a grandes rasgos como la transformación de materiales en productos de consumo. Un herrero de aldea, una bordadora que trabajaba sola en su casa, un equipo de especialistas empleados en una tejeduría, o la mano de obra de miles de personas que removían la tierra para construir un dique: todos estos trabajadores (hombres y mujeres, aunque más típicamente hombres) eran conocidos como gong o jiang. Mientras que gong designaba el trabajo en general, jiang tenía la connotación de un oficio específico (un carpintero, por ejemplo, se llamaba mujiang o «artesano de la madera»).
Desde tiempos inmemoriales, los gobernantes chinos utilizaron la producción masiva de objetos preciosos para legitimar su dominio. El poder de estos proyectos era a la vez simbólico y material. Un juego de campanas de bronce, por ejemplo, encarnaba la capacidad del gobernante para ordenar la sociedad y sus recursos de forma productiva, mientras que su perfecto tono confirmaba que la dinastía estaba en armonía con el cosmos8. Ya en el siglo XII a. C., los gobernantes de la dinastía Shang habían establecido un sistema que organizaba las habilidades y el trabajo de miles de artesanos para producir en masa conjuntos de bronces fundidos espectaculares. Este sistema de producción «modular» se basaba en un repertorio de unidades estilísticas, patrones que podían combinarse para producir copias idénticas o variaciones sobre un tema. También se basaba en la capacidad administrativa para coordinar una mano de obra muy especializada, ejerciendo un control minucioso de la calidad en cada fase del trabajo (Ledderose). Desde la época Shang (c. 1600-1045 BCE), los estados chinos controlaban y movilizaban a los artesanos para producir en masa los bienes necesarios para gobernar. Estas empresas a gran escala incluían la construcción de palacios, graneros y canales, y la gestión de manufacturas para la acuñación de moneda, la producción de armamento, el tejido de las finas telas de seda utilizadas por la corte y los funcionarios estatales o enviadas como regalo a potencias extranjeras, y la producción de cerámica, incluidas las porcelanas de Jingdezhen.
El estatus legal de los artesanos cambió considerablemente con el tiempo (Moll-Murata). Los trabajadores de los proyectos estatales Shang eran esclavos. Más tarde, el grueso de la mano de obra de los proyectos públicos estaba formado por campesinos que realizaban servicios laborales obligatorios. En la dinastía Yuan (1271-1368), los artesanos especializados eran tratados como una clase separada y hereditaria; todas las dinastías inscribían a los artesanos en los registros estatales. Algunos artesanos trabajaban solo para el Estado; a otros se les permitía combinar el trabajo independiente con periodos regulares de servicio estatal; a veces, las empresas estatales contrataban artesanos por días o incluso —si eran muy cualificados y, por tanto, estaban muy bien pagados— por horas. Algunos artesanos (incluidas las tejedoras) servían en los talleres estatales de la capital, a cientos de kilómetros de su hogar, durante varios años seguidos. De este modo, las habilidades, los conocimientos técnicos y las modas circulaban productivamente mientras los trabajadores se movían entre las tiendas privadas y los talleres estatales y entre la capital y las provincias, trabajando a diferentes escalas y para diferentes clientes, y siguiendo las normas y estándares establecidos por los reglamentos oficiales o por su gremio profesional.
Porcelanas de Jingdezhen: Estado, artesanía y arte de gobernar
Las porcelanas son cerámicas vitrificadas mediante la cocción de arcillas adecuadas a temperaturas muy elevadas, normalmente en torno a los 1300°C. Jingdezhen está rodeada de colinas ricas en petuntse, la fina piedra blanca que hoy personifica la porcelana. Otras porcelanas chinas utilizaban arcillas más oscuras, pero la ventaja de las blancas es que resaltan mejor la decoración de color. Se adaptan perfectamente a la técnica de underglaze, que consiste en pintar un motivo directamente sobre el cuerpo de la pieza antes de la cocción. Además de permitir una decoración muy elaborada y detallada, esta técnica produce piezas robustas más adecuadas para el transporte a larga distancia que las piezas en las que la decoración se aplica después del vidriado inicial. Estos factores materiales, junto con una intensa inversión estatal, se combinaron para diseñar el éxito mundial del producto más famoso de Jingdezhen, su cerámica azul y blanca.
Jingdezhen era conocida desde alrededor del año 1000 por su porcelana monocroma de esmalte pálido. En 1278, el gobierno Yuan creó allí una Oficina de Porcelana para gestionar la producción para la corte imperial y regular y gravar la producción de las manufacturas privadas. Los supervisores de Yuan animaron a los ceramistas de Jingdezhen a seguir el ejemplo de otros hornos chinos y adaptar una técnica del mundo islámico, el uso de esmaltes de cobalto, para fabricar loza azul y blanca. El proyecto fue un gran éxito. El gobierno Yuan, activamente implicado en el comercio exterior, ayudó a desarrollar mercados nacionales e internacionales para la cerámica azul y blanca de Jingdezhen, y la ciudad se convirtió rápidamente en un centro mundial de producción para la exportación.
En la dinastía Ming (1368-1644), las manufacturas de Jingdezhen producían enormes pedidos de cerámica azul y blanca por encargo imperial, y cantidades aún mayores de artículos para el consumo privado en el país y en el extranjero. Surgieron cientos de talleres comerciales y hornos. Miles de trabajadores llegaban de las provincias circundantes y, en plena temporada de cocción, la ciudad desaparecía bajo una nube de humo.
Aunque la producción comercial superaba con creces la producción de las fábricas imperiales, la participación del Estado era el motor que hacía girar las ruedas de la industria de la porcelana de Jingdezhen. En principio, la porcelana imperial era de una calidad diferente a la comercial y se mantenía completamente separada. Pero cuando la corte enviaba un encargo de cien mil piezas (no era un encargo inusual), la manufactura imperial no tenía ni las instalaciones ni la mano de obra para hacerlo. La manufactura imperial no disponía ni de las instalaciones ni de la mano de obra necesarias para hacer frente al encargo, por lo que subcontrataba parte del trabajo a talleres comerciales de confianza y tomaba prestado espacio de cocción en hornos comerciales de confianza. A la inversa, los hornos imperiales a veces encontraban un hueco para algunas piezas comerciales de alta calidad, y los productores privados imitaban (o falsificaban) prestigiosas piezas imperiales. Conocimientos, técnicas, materiales, dinero y personas circulaban entre los sectores oficial y comercial, aportando inspiración e innovación y manteniendo un alto nivel de calidad.
Las fábricas de Jingdezhen, imperiales y comerciales, aplicaban un sistema muy eficaz de producción en serie, basado en minuciosas divisiones del proceso de trabajo. Se decía que había setenta y dos pasos para producir un cuenco de porcelana. Las habilidades especializadas abarcaban la construcción y el diseño del horno, el vaciado de la arcilla en el torno o la fabricación de moldes, el pulido de las piezas, la pintura de los diseños, el vidriado y la carga del horno. También se necesitaban trabajadores para excavar y preparar la arcilla, acarrear el combustible, encender los hornos y embalar los productos acabados para su transporte. Los especialistas más cualificados recibían un salario razonable y gozaban de una relativa seguridad laboral; algunas familias trabajaron en Jingdezhen durante muchas generaciones, como el linaje Wei, que construyó los hornos de las mejores manufacturas de la ciudad desde la dinastía Yuan hasta mediados del siglo XIX (Gillette, 13). Pero el atractivo de los puestos de trabajo también atrajo a muchos trabajadores menos afortunados cuyo empleo era vulnerable a las fluctuaciones de la industria. Muchos vivían en la pobreza. Los disturbios estallaban cuando se acababan los empleos o bajaban los salarios. Pero cuando los tiempos eran buenos, los observadores señalaban que la industria daba trabajo a mujeres, niños, ancianos e incluso ciegos, que podían ganar dinero moliendo pigmentos.
Una fuente importante para comprender los diferentes conjuntos de habilidades artesanales es el Manual ilustrado de producción cerámica (Taoye tushuo), preparado para el emperador Qianlong a finales de la década de 1730 por Tang Ying, supervisor de la manufactura imperial de Jingdezhen. Por ejemplo: «Los artesanos que dibujan los contornos solo aprenden a dibujar, no a pintar en colores. Los que rellenan los colores no aprenden a dibujar contornos. De este modo, sus manos adquieren destreza en una sola tarea y su mente no se distrae. Los dibujantes de contornos y los pintores se agrupan en salas separadas, lo que garantiza la uniformidad de su trabajo» (Chen, 90). La uniformidad era clave para la calidad. El autor de un relato sobre la producción de porcelana, de 1637, señala que un alfarero experimentado podía realizar piezas tan idénticas como si hubieran sido hechas con moldes. Sin embargo, incluso cuando las habilidades de un especialista se limitaban a un solo paso en la cadena de producción, dominaba un repertorio de variantes modulares que podían combinarse para producir grandes conjuntos en los que no había dos piezas idénticas, un gran atractivo en lo que se refiere a la vajilla (Ledderose).
La producción de porcelana azul y blanca constituía la mayor parte de la producción de Jingdezhen, pero los encargos imperiales de otras piezas menos conocidas fueron igualmente importantes para desarrollar su característico espectro de conocimientos artesanales y de gestión. Tanto la corte Ming como la Qing pidieron a la manufactura imperial de la ciudad que produjera tipos de porcelana que tenían mucho más valor cultural que la azul y blanca, y que eran mucho más difíciles de fabricar. Se trataba de esmaltes monocromos en intensos amarillos, rojos o blancos, o diseños exclusivamente imperiales, como dragones verdes sobre un fondo amarillo intenso, formas y estilos que reproducían o evocaban las mejores vajillas de reinados o dinastías anteriores. Otra importante exigencia imperial era la reproducción en porcelana de recipientes rituales fabricados originalmente en bronce o madera. Los complejos retos técnicos que planteaba la reconstitución de esmaltes o la cocción de formas no aptas para la porcelana hacían que la experimentación y la innovación fueran una constante en la manufactura imperial de Jingdezhen, en estrecha colaboración con el taller de Pekín y los funcionarios de la corte o los príncipes de la familia imperial que gestionaban las adquisiciones imperiales. No era raro que el propio emperador participara en el debate. Normalmente, un «modelo» (yang) se diseñaba, distribuía, inspeccionaba y revisaba en Pekín antes de ser enviado a Jingdezhen. El modelo podía ser un plano coloreado, un modelo tridimensional en papel o madera, o una pieza original de la colección imperial, junto con los detalles de las medidas, las necesidades de mano de obra y los costes. La tarea del supervisor de la fábrica de Jingdezhen consistía entonces en aprovechar su propia experiencia y la de sus trabajadores para convertir el modelo en una línea de producción de éxito.
Los estándares de la cerámica imperial eran extremadamente exigentes: cada pieza destinada al «Hijo del Cielo» debía ser absolutamente perfecta. En el mejor de los casos, solo una de cada diez piezas, y en el peor, una de cada cien, superaban los estrictos criterios de los funcionarios encargados de la inspección. Las piezas consideradas aceptables llevaban el imprimátur de la marca de reinado del emperador, cuatro o seis caracteres inscritos en una cartela en su base. ¿Qué podía demostrar mejor el productivo dominio imperial del orden social que un objeto así, producto de una colaboración orquestada entre cientos de trabajadores, artesanos, supervisores y administradores? Cientos de personas participaron en su elaboración, pero ninguna fue nombrada ni reconocida. Se entendía que el creador último de la pieza acabada era el propio emperador.
¿Patrimonio o historia?
Cuando hoy contemplamos un jarrón Ming, presentado en su vitrina de museo como una obra de arte, bien podríamos imaginar que la cultura artesanal que lo produjo era similar a la de los maestros alfareros de hoy, trabajando en sus estudios lejos del ajetreo y el bullicio de la cultura de consumo industrial. Sin embargo, son los cien millones de pipas de girasol de Ai Weiwei los que cuentan una historia más precisa.
Los maestros alfareros combinan los «setenta y dos pasos» de la elaboración de una vasija en una única secuencia fluida que se desarrolla en su taller. La perfección, en forma de piezas únicas y firmadas, procede de su dominio personal de todo el proceso. Esta cultura artesanal es la antítesis de la producción en serie. Pero la instalación Semillas de girasol recrea para nosotros la perfección, la belleza y la satisfacción estética que puede alcanzar la fabricación a gran escala. Al igual que los juegos de vajilla azul y blanca que Jingdezhen envió por todo el mundo en el siglo XVII, ninguna de los diez millones de pipas de girasol de porcelana es idéntica, porque cada una fue pintada por una mano diferente.
El vídeo de Ai desgrana las secuencias técnicas y muestra las distintas técnicas de trabajo que dieron lugar a estos millones de obras de arte en miniatura. Comienza en una cantera de las montañas de Jingdezhen, donde se extrae y prepara la arcilla de porcelana, que se machaca con martillos en un molino de agua que podría tener siglos de antigüedad. Vemos a los trabajadores llenando de arcilla los moldes para las semillas, avivando, empaquetando y desempaquetando los hornos. Vemos cabezas inclinadas sobre las semillas recién cocidas mientras se seleccionan y se desechan las imperfectas. Vemos a gente en bicicletas y patinetes trasladando grandes sacos llenos de semillas desde los hornos hasta los talleres o las casas donde se pintarán. Se muelen los pigmentos, se seleccionan los pinceles. El propio Ai Weiwei se deja caer por allí para enseñar a algunos pintores inexpertos cómo reproducir las marcas de una semilla de girasol en tres o cuatro pinceladas. Una mujer sentada en su cocina nos cuenta lo contenta que está de ganar dinero con este proyecto, ahora que la empresa de cerámica para la que trabajaba ha quebrado. Puede dedicar unas horas a pintar entre la cocina y otras tareas familiares. Casi todo aquí coincide con el funcionamiento de Jingdezhen en el pasado, y nos ayuda a dar sentido a los registros históricos sobre las condiciones de trabajo o el cumplimiento de los pedidos.
Ai no cede a la tentación, tan común en la industria patrimonial actual, de reducir el caos organizado que es la fabricación de porcelana a un conjunto de lugares, procedimientos o personas pintorescos y pulcramente delimitados. Al igual que los supervisores imperiales de Jingdezhen antes que él, entiende que la producción en masa de porcelana es un procedimiento enormemente complejo, infinitamente variable y flexible. Es la articulación de materiales, especialistas y procedimientos ajustados a las necesidades del momento lo que mantiene el sistema vivo, funcional y receptivo.
El alcance mundial del proyecto de Ai refleja otro aspecto clave del mundo que crearon los artesanos de la porcelana premoderna de Jingdezhen, a saber, una tradición secular de producción de vajilla fina para el mundo, en una época en la que «Made in China» significaba excelencia y refinamiento inigualables. Hoy el término es despectivo. La República Popular construyó su economía sobre la base de una espectacular expansión de las exportaciones industriales chinas, que durante varias décadas incluyeron grandes cantidades de bienes notoriamente baratos producidos por una enorme mano de obra desfavorecida y mal pagada. Su trabajo alimentó el crecimiento de la economía nacional y de la sociedad de consumo global, impulsando el ascenso de China hacia la prosperidad y el poder a costa de su propio bienestar y de la reputación de la nación por sus productos de buena calidad. Aunque hoy en día los productos fabricados en China pueden ser marcas líderes mundiales reputadas por su excelencia, «Made in China» sigue denotando un trabajo de mala calidad, y los propios trabajadores siguen cayendo en la categorización estatal de «baja calidad», personas con pocas habilidades y sin cuenta. (Esta historia es china, pero podría contarse en muchos países del mundo).
En Semillas de girasol, Ai Weiwei llama la atención del mundo sobre los artesanos chinos y valida sus habilidades artesanales y su valor cultural. Y al presentarnos la perfección de su trabajo, al mostrarnos que artesanía y producción en serie no son términos contradictorios, Sunflower seeds nos invita a pensar más generosamente en las habilidades y la creatividad de otros trabajadores que trabajan en las actuales cadenas de producción globales.
Y, sin embargo, al igual que las habilidades colectivas de los artesanos de la manufactura imperial de Jingdezhen se comprimieron en la marca del reinado, cediendo la propiedad de sus labores creativas a la autoridad suprema del emperador, también en el mercado contemporáneo del arte global le atribuye a Ai Weiwei, como artista-organizador, el mérito de ser el único engendrador de las Semillas de girasol. El conocimiento distribuido de las comunidades artesanales siempre es vulnerable a la apropiación, intencionada o involuntaria, por parte de individuos o instituciones más poderosos (Schäfer et al.). Esto es tan cierto en el mundo actual de los derechos de propiedad intelectual como lo era en el mundo imperial del derecho divino.
Referencias
Chen, Kai Jun. Porcelain for the Emperor: manufacture and technocracy in Qing China. Seattle: University of Washington Press, 2023.
Finlay, Robert. The pilgrim art: cultures of porcelain in world history. Berkeley: California University Press, 2010.
Gerritsen, Anne. The city of blue and white: Chinese porcelain and the early modern world. Cambridge: Cambridge University Press, 2020
Gillette, Maris. China’s porcelain capital: the rise, fall and reinvention of ceramics in Jingdezhen. London: Bloomsbury Academic, 2016.
Ledderose, Lothar. Ten thousand things: module and mass production in Chinese art. Princeton, N.J: Princeton University Press, 2000.
Moll-Murata, Christine. State and crafts in the Qing dynasty (1644-1911). Amsterdam: Amsterdam University Press, 2018.
Pierson, Stacey. From object to concept: global consumption and the transformation of Ming porcelain. Hong Kong: Hong Kong University Press, 2013.
Schäfer, Dagmar, Annapurna Mamidipudi and Marius Buning (eds). Ownership of knowledge beyond intellectual property. Cambridge, MA: MIT Press, 2023.
Francesca Bray es profesora emérita de la Universidad de Edimburgo (Escocia). Se considera a sí misma una historiadora y antropóloga de la ciencia, la tecnología y la medicina especializada en China. Es autora del libro Technology, Gender and History in Imperial China: Great Transformations Reconsidered, Routledge (Asia’s Transformations/Critical Asian Scholarship), New York & London, 2013.