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Pátinas de la memoria

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En la primera parte de Europe Central William T. Vollmann habla de Fanny Kaplan, quien atentó contra Lenin y de la esposa de Vladimir Ilyich, Nadezhda Konstantinovna Krupskaya, oficiosa mujercita. Me detengo, no cruzo la página 16 para recordar. Mixtura de libros, citas, personajes. Aparece Pavel Dybenko, el brutal bolchevique con aura de traidor y su matrimonio con Alexandra Kollontai, ministro del nuevo régimen y persona de vasta cultura que escribió los libros de Dybenko sobre la revolución.  

¿Por qué me detengo? Para sopesar lo poco que sé, la variedad de lecturas, experiencias que me hacen hombre de mediana “cultura” y la tristeza posterior que embarga al darse uno cuenta de lo poco más que podrá aprehender en estos años, lustros, décadas. Siempre he defendido la importancia de interesarse en todo, sin desdeñar por supuesto el oficio de dedicarse en exclusiva a algo y ser duchos en el material escogido. Pero para alguien inquieto, caótico, desordenado como yo, esa posibilidad estuvo de entrada desechada.

Puedo hablar de Fanny Kaplan, por cierto, o de la Krupskaya, o de Fanny Baron, asesinada por los chequistas en 1921. El calvo Lenin tenía pánico de las mujeres como ella y ordenó personalmente su muerte. Sí, hablar de Volin, de Gorelik, de Lev Chorni, poeta fusilado junto a Fanny Baron, miembros ambos de la confederación Nabat muy ligada al movimiento majnovista. De Arshinov, de Maksimov. No recuerdo si fue en Volin, La revolución desconocida, o en Alexei Tolstoi, Tinieblas y amanecer de Rusia, donde León Chorny aparece repetidas veces. Pero aparte de eso, de recordar a Simon Karetnik, fusilado arteramente por los rojos en Melitópol, hoy en manos de la bestia putinista, y tantas otras cosas me doy cuenta de que voy vagando por la superficie, casi como un malentendido cuadro de Magritte. Bueno, tampoco es asunto mortificante pero me hubiese gustado más. Tarde, porque mientras leo sobre las delicadezas servidas en la corte austrohúngara suelo, y puedo, distraerme con especies de colibríes de la selva brumosa. Difícil ya, e impertinente, sería dedicarme con esmero a solo un sujeto.

Mientras escribo escucho noticias de la guerra, de un nuevo dron-misil que han creado los ingenieros ucranianos para atacar dentro de Rusia con mayor intensidad. Se combate en el Donbas como hace diez siglos, en Kursk donde hubo la batalla de tanques más grande de la historia. Veo una película soviética sobre el almirante Fyodor Ushakov, (URSS, 1953, donde aparece como actor Sergei Bondarchuk). Muy buena. Este hombre fue el creador de la flota rusa del mar Negro, se enfrentó y derrotó a los mejor pertrechados turcos. En una parte, profético, dice que este mar, al que Wiliam Pitt llamaba “el mar ruso”, sería de Rusia para siempre. Tanto tiempo ha pasado y estamos ante una situación similar, el deseo del déspota de control absoluto del Ponto Euxino y las tierras alrededor y la cantaleta de la gran Rusia que ya no es posible. El espectro de Ushakov no tiene a quien enfrentar, no sabría distinguir entre socios y enemigos y Rusia deberá tratar de impedir que su próximo desmembramiento sea fatal. Kadyrov mantiene a sus setenta mil soldados quietos, Siberia está ansiosa, Ucrania podrá reclamar partes del imperio que siempre han pertenecido a sus ancestros cosacos: Kubán, Bryansk, Belgorod, Kursk. La nueva nomenklatura rusa está demasiado callada, raro que permitan que el pequeño tirano destruya su futuro; extraño que China hasta ahora no haya abierto la boca sobre Manchuria. Poco le costaría al déspota de Beijing invadir casi sin impedimento la región que el zar les arrebató. Putin está casi casi con el cuello puesto sobre el tronco del matadero. No tiene cartas para jugar.

Así comienza el domingo, con nubes que frenan algo del calor. El nuevo jardín en casa de mi hija Aly brilla de verde. Tres semanas que estoy acá, en una ciudad que me albergó por treinta años. La disfruto, cómo no, la he conocido con mayor detalle que la propia Cochabamba, la misma pasión quizá con menos desmedro. Me fui y he retornado de manera parcial. Pronto volveré al polvo cochabambino y a proseguir planes demasiado pensados.

Hablé con Ronald un momento, como si fuera ayer, 1989, pero ambos sabemos que no, sin ánimo de avejentar más lo que ya es un hecho. Recuerdo a mi padre cada mañana con el periódico leyendo obituarios, haciendo una lista mental macabra de cuántos primos le quedaban hasta que no hubo ninguno. Lo dejaron agobiado de memorias; no quiero vivir sin tu madre, me repetía. Ella se había ido.

¿Entonces qué? A leer, a observar, viajar de ser posible, indagar por los límites del regocijo. El epitafio de la tumba de Ian Curtis, de Joy Division, dice: “Love will tear us apart”. El postpunk que fue parte integral de mi vida norteamericana en los años 90. Ya no se lo escucha, rara vez. Antes de dejar Cochabamba, por azar, puse en el tocadiscos Killing an Arab, de The Cure. “I’m alive, I’m dead, I’m the stranger”. Washington DC, de inmediato, Tenleytown, el metro, Georgetown. Había dinero y mareo, muchachas de blanca piel. Que si la vida pasó o no pasó es detalle nimio. Reuniré mis discos en mi ciudad, los clasificaré para ayudar al archivo mental y en cada instante resurgirá lo que estaba en ese momento alrededor. Yo invitándote a ir a Los Ángeles. Manejando por el bosque de West Virginia, tierra viva y en silencio, conversando acerca de la Guerra de Secesión, John Brown, Harpers Ferry…

He andado por el claroscuro, levantado la punta de la cortina de la calle Meade. En silencio desfilaban seres impredecibles, a ratos eran figuras pero por lo general solo movimientos, atados de serpientes enroscadas en cópula abisal, gusanos reptando por el aura de lo que fuera posible cuerpo. Detrás de la luz de la lámpara sonreían, y no era el gato de Lewis Carroll sino algo mucho más profundo, ambiguo a su vez, ineficacia de las paredes, sombrío sarcasmo de los espejos. Pero, difunto yo, tirado en aquello que dicen sueño, los monstruos dirimían sus cuitas entre ellos y la mañana olía a café con chocolate.

Crónicas de la historia de Austria hablan del mes aciago: marzo. En este mes sucedió mucho y malo, el Anschluss entre otros. Así agosto para Rusia y el principio del fin de una era de latrocinio y lujo. Explosiones por doquier, fuegos del fin del mundo, la antigua finca del príncipe Yusupov, héroe para tantos y maldito para el pueblo, en el oblast de Belgorod, atacado con llamas de averno. Regalo del padrecito Grigori Rasputin, tal vez.

Volveré, casi veinticuatro horas después, a abrir Europe Central. Continuaré sin otra larga digresión. No faltarán ocasiones de hacerlo, hablando de un país, una región, con la que crecí, con la que soñaba pasear mientras lo hacía por la Bolivia rural, imaginando que calcadas de ellas eran las tierras rusas, copiadas sus propiedades señoriales de las que en Cochabamba quedaban solo ruinas. Transmutación de tiempo y espacio. De las almas no sé, que de ellas no puedo decir si existen, aunque después de lo vivido ya se ha plantado la duda de lo real y lo ilusorio. En Denver hay un parque que se llama La Alma. Bunbury canta Ánimas.

Me ha dado asco del agua. Implica de las escrituras, de los dioses, del verbo.

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