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Pandemia y muerte:¿mortalidad y/o inmortalidad?

Iván Jesús Castro Aruzamen

No es difícil imaginar ni ser futurista para saber qué sucederá en América Latina después del cese de la pandemia del covid-19: recesión económica, desempleo, pobreza y Estados más políticos que administradores del bien común. Otros virus de por sí letales han recorrido el territorio latinoamericano: el racismo, la marginación, las ideologías del populismo y nacionalismos de toda raigambre; estos han dejado secuelas que con el paso del tiempo continúan haciendo estragos en la población. Los caudillos sembraron por doquier la sombra de la discriminación y la lucha fratricida entre el pueblo y aquellos que no son pueblo. Una bipolaridad rancia que aún no acaba y sigue siendo una pandemia en los Estados Latinoamericanos, que nacieron a la vida independiente enfermos de un virus incontrolable: la codicia por el poder. El pasó del coronavirus chino no solo acarreará muerte y desolación sino que profundizará aún más los virus ya presentes en América Latina desde la conquista Ibérica hasta nuestros días.

¿Cómo afrontamos los pueblos de América Latina y sus culturas, la muerte? La mujer que avanza a mi lado en un afecto de humanidad inquebrantable, me dijo, «el hombre terminará matando su humanidad»; esta afirmación me lanzó hacia la pregunta por el modo cómo asumimos la muerte. Desde tiempos inmemoriales. Desde los primeros homínidos, la muerte fue una realidad a la que era necesario enfrentarse. Y entró en la historia de la humanidad sobre la faz de la tierra, la tensión entre la mortalidad y la inmortalidad; esta dicotomía marcó profundamente el estar del ser humano en este planeta. Así, no hay civilización o cultura alguna que no se mueva entre ambos extremos.

Un rápido repaso nos muestra cómo los egipcios fueron una civilización como ninguna otra dedicada a la exaltación y deseo de la inmortalidad del ser humano, no solo espiritualmente sino también físicamente. Ahí están las pirámides y otros monumentos a la inmortalidad. En cambio judíos, griegos y romanos, exaltaron la mortalidad del ser humano, sin otra posibilidad; por esa razón, la muerte se convirtió en un espectáculo; hasta los dioses griegos sucumbieron a la mortalidad y terrenidad del ser; los héroes griegos peleaban por la gloria presente y no por algo que esté más allá de la muerte; la civitas romana gozaba con la muerte al punto que mirar cómo se extinguía la vida en la arena tanto para esclavos venidos de las galeras o cristianos ante las fieras, era una preparación y anticipación de su propia muerte, pero al mismo tiempo, un éxtasis colectivo sin límite; y por esa razón, sin telos ni esperanza en un más allá, emperadores y súbditos se entregaban a las orgias del placer y fue el motivo de su derrumbe histórico.

Para la civilización, si podemos denominarla de alguna manera así, judeo-griega cristiana, la muerte no es el fin. En pocas palabras, hay un regreso a la inmortalidad egipcia. Y será esta manera de salir de la mortalidad, con la inmortalidad del alma tan acertadamente introducida por San Agustín en el pensamiento cristiano, que occidente no dejará a un lado la dicotómica tensión entre la muerte y la inmortalidad o la inmanencia y trascendencia. Esta apuesta por una vida después de la finitud perdurará muchos siglos y fue un pensamiento hegemónico que permeo todos los ámbitos de la vida social. No obstante, la apuesta por la inmortalidad, nunca fue completa, porque la resurrección del cuerpo y el alma ocurrirá al final de los tiempos; por esa razón, no es gratuita la parusía temprana y después indefinida ante la imposibilidad de la irrupción temporal de lo divino de forma estricta; si bien, el cristianismo, asumió la inmortalidad, no desechó por completo la mortalidad y dejó claro que la vida terrenal es una preparación hacia otra dimensión mejorada, por tanto, la muerte es un tránsito y no tiene el poder de ser definitiva.

La irrupción de la modernidad el siglo XVIII supuso la autonomía de la razón frente a la postura teológica del pensamiento cristiano del Medio Evo; de este modo el pensamiento moderno constituirá una regreso a la postura del presentismo de la existencia tan evidente en las culturas del mediterráneo. Sin embargo, el presentismo de la vida mortal del ser humano exaltada por la modernidad, dio el paso de una sociedad con cierta estabilidad como fue durante la Edad Media hacia una sociedad del riesgo permanente. La profundización de la mortalidad del ser humano en el pensamiento moderno desde Descartes hasta el hegelianismo y posteriormente el materialismo tanto de izquierda como de derechas, llevó con insistencia a la transformación de la naturaleza, por tanto, una apuesta descarnada por el desarrollo ilimitado. Esas profundas, rápidas y constantes transformaciones empujaron al ser humano a vivir en una sociedad del riesgo y el miedo.

Pues como el ser humano se reconoce absolutamente mortal, entonces, nadie está seguro, pues ronda continuamente el fantasma de la inestabilidad, que genera el miedo. El sistema se nutre de personas sumisas por miedo a la escasez, a la violencia, a la enfermedad, etcétera; así hemos llegado hoy al miedo, en cuanto paraliza y acobarda, es hoy por tanto el principal factor de sumisión a un orden injusto y excluyente. Sin hablar que igualmente es uno de los productos más rentables. No obstante, el reconocimiento y la aceptación de la mortalidad, supone también el terror inigualable ante la muerte. Europa y su logocentrismo, causaron desolación y tragedia por distintos lugares del planeta por medio de la colonización; pero hoy se siente aterrorizada frente a la muerte. Su apuesta moderna por la mortalidad y la autonomía de la razón no han sido capaces de detener un simple virus, un ente invisible pero que les ha recordado a los otrora civilizados europeos, de que la inmanencia no tiene sentido sino está conectada con la esperanza trascendente de un futuro o una realidad mejor a la presente. Y de manera contundente el papa Francisco lo expresó en su encíclica Evangelii Gaudium: «Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos» (EG 87). Es tan evidente ese encierro en los países desarrollados, pero por muchos muros que haya levantado, por ejemplo, Estados Unidos, frente a la pandemia no son sino su propia Troya.

Las culturas americanas en su relación con la naturaleza a diferencia de la cultura occidental y moderna, ha sido y es relacional. Aunque hubo una opinión generalizada de los primeros misioneros de que en la mayoría de las culturas Amerindias no existían indicios claros de que adoraban a alguna deidad; no obstante los datos dejados por muchos misioneros jesuitas dan cuenta de la diversidad de expresiones religiosas en los distintos pueblos; esta diversidad por supuesto no permite hacer una sistematización de la religión y sus creencias presente en estos pueblos. Roberto Tomichá, en su libro La primera Evangelización en las reducciones de Chiquitos, Bolivia (1691-1767), dice, por ejemplo de los chiquitanos: «los chiquitos conservaban subjetivamente una intensa unión “religiosa”, “trascendente”, con tales “dioses” que se expresaban en el temor, el respeto, la reverencia y el culto». En ese sentido: «Las creencias religiosas de las etnias chiquitas se expresaban también en el culto a las divinidades cósmicas , es decir, el sol, la luna, las estrellas, los animales, y los amos de la naturaleza». Y más adelante hace notar: «Los sacerdotes y los magos manasicas enseñaban también al pueblo la creencia de la inmortalidad del alma, que llamaban Oquipau, y en la vida futura en el cielo de sus dioses donde eran llevadas las almas por medio de sus sacerdotes». Por tanto, la relacionalidad con su entorno estaba sustentada en la trascendencia, creo que se puede hablar de una relacionalidad trascendente cuyo eje es el respeto por la naturaleza y la armonía con ella para una vida equilibrada. Así, la muerte no es un fantasma que acecha tenebrosa la mortalidad sino un equilibrio entre lo mortal y la inmortalidad.

El covid-19 está en el mundo. Es un mal natural. Y nos recuerda que la mortalidad no es ninguna garantía de permanencia en la tierra. Pero mucho más angustia genera en el ser humano, la negación de la trascendencia, pues, de alguna forma la referencia hacia ese Misterio que no podemos explicar nos permite sobrellevar la mortalidad y así la muerte no es un hielo disparador del sinsentido de la vida. Ahora bien, como explican los microbiólogos, el virus entra en el organismo y éste activa su sistema inmunológico para defenderse del cuerpo extraño, lo que causa daños severos en el mismo organismo; esta respuesta natural varia de un organismo a otro, por tanto, es nuestra propia mortalidad que termina engulléndose a sí misma y, en esa respuesta, lo trascendente es un alivio para asumir nuestra finitud y no sea un trance desgarrador.

Estamos frente a esa dicotómica apuesta igual que los primeros homínidos: ¿mortalidad y/o inmortalidad? Esta es la manera como el ser humano encara la muerte y su estar en el mundo. Termino estas líneas con las palabras del filósofo alemán, Peter Sloterdijk que en su ensayo, En el mismo barco, anota: «los hombres quedan yuxtapuestos, formando huérfanas multitudes en un inmenso paisaje mundial […] algo ha muerto y solo le queda descomponerse con más o menos rapidez, aunque, de algún modo, la vida y la civilización siguen adelante y se aventurarán en novedades todavía inconcebibles». Es decir, seguirá el ser humano su camino entre aquello que le inspira esperanza o le produce horror.

Iván Jesús Castro Aruzamen es Filósofo, teólogo, poeta y escritor

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