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Páginas de vida

Heberto Arduz Ruiz

Bajo el sello de Editorial Potosí y auspicio de la Casa Nacional de Moneda, el año 1955 salió a luz el libro Páginas de vida, que recoge trabajos dispersos en revistas y periódicos publicados durante la existencia del autor de La Chaskañawi. Armando Alba en el prólogo que lo titula Gozo y peripecia de Carlos Medinaceli, escrito en junio del indicado año, hace un conmovedor y sincero relato sobre la larga amistad que sostuvo con el escritor a partir de los años 1915 y 1916, en plena adolescencia, después de que Carlos junto a su madre y hermanos menores viajaran de Sucre a la Villa Imperial, buscando un mejor destino.

Cursaron estudios en el Colegio Nacional Pichincha y formaron una agrupación de   amigos, “no   más de   ocho estudiantillos unidos por la curiosidad de transitar en el delicioso campo literario”, en un ambiente poco propicio para los nobles ideales que les inspiraba la vida en un país atrasado que no supo apuntalar iniciativas a fin de salir adelante.

Describe cómo en la plaza principal de la ciudad solían reunirse, lugar donde festejaron las primeras poesías de corte romántico escritas por Carlos, quien presidía el grupo, al influjo del conocido poeta Claudio Peñaranda, de renombre en la capital de la república y que congregó a muchos discípulos en torno suyo y al periódico La mañana, en que daba cobertura a nuevos colaboradores, entre ellos al jovenzuelo Medinaceli. Asímismo Alba se refiere a los cuentos costumbristas que el autor redactó en Cotagaita, uno de ellos acerca del apóstol Santiago, que también merecieron la atención del grupo de amigos.

A renglón seguido el prologuista cuenta la deserción que hicieron con Carlos de las clases de la Facultad de Derecho, a raíz de las tediosas y pesadas lecciones en materia procedimental.  Su amigo acabó trabajando como oficial auxiliar de minas, en el que tampoco le satisfacían las labores del manejo de trámites y expedientes que se estilan en las peticiones mineras; razón por la que deploraba no disponer del tiempo suficiente para leer a sus autores favoritos, en un afán de precocidad admirable.

Entre tales escritores que le fascinaban menciona a Montaigne, Nietzsche, Bergson, Unamuno, Stendhal, Flaubert y Dostoyewsky, entre los extranjeros, y al inefable Ricardo Jaimes Freyre, poeta boliviano que marcó época y despertó la admiración de propios y extraños. “El destino comenzó a agriar el vino de su talante y a desorientarle en su camino”, acota Alba al manifestar el deseo de Carlos de pretender ocupar mayor tiempo en su actividad de escritor.

Alba traza el perfil de las actividades cumplidas por su amigo, tanto en las lecturas así como  al profesorado en un liceo de señoritas gracias a la colaboración de María G. Gutiérrez, representante femenina que integró Gesta Bárbara en 1918.

En Nuestra Generación se ocupa de la génesis de la agrupación, señalando que unos mozos idealistas fundaron un cenáculo literario denominado Los noctámbulos. Surgió el tema al analizar la manera en que titularían  la revista a ser editada. Sugerencia va y viene sin lograr consenso, hasta que “uno de los nuestros, el más noctámbulo de todos los noctámbulos, que no sabíamos cómo, pero que providencialmente cayó en Potosí desde Puno del Perú, Juan Cajal (más conocido luego por su seudónimo de Gamaliel Churata) discurrió el consorcio feliz:  ¡Gesta Bárbara!”

Lo cierto es que el grupo de intelectuales cimentó los  lazos de amistad y desempeñó en el tiempo una importante función que revolucionó la vida cultural no sólo en Potosí,  sino en todo nuestro país que presentía la emergencia de un cambio patrocinador en el entorno hacia el cultivo de las artes.

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En diez artículos de la primera parte de esta producción bibliográfica, Páginas de vida, Medinaceli se ocupa de descripciones de ambientes y paisajes, incluso registra un novedoso viaje en automóvil de Potosí a Tupiza en aquella época en que no era fácil surcar los difíciles y azarosos caminos de la patria. La concepción de tales trabajos literarios obedece a la era modernista –que como en todo llegó tardíamente a nuestro país— en el empleo de expresiones gramaticales, a cuyo movimiento renovador no pudo sustraerse la pluma del escritor.

Como un aporte a la crítica literaria trata la obra del español Mariano José de Larra y su tiempo, autor más conocido por el seudónimo de Fígaro, quien formula críticas al país en orden a la política, literatura, educación, comercio y demás actividades inclusivas de materia económica, al igual que  lo hicieran posteriormente  Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Angel Ganivet, prematuramente fallecido, y los miembros de la Generación del ’98. Por lo tanto, Larra fue un pionero y trazó el rumbo de varias generaciones, incluso la de Potosí de antaño. Sin ejemplos no se imita nada, ni bueno ni malo.

En lo concerniente a las letras nacionales Medinaceli escribe acerca de Celestino López y su ambiente, destacando la labor del poeta representativo de su pueblo. Tuvo que bregar en un medio de “achatamiento espiritual”, sin que las limitaciones del ambiente le hubiesen sido favorables.

Los indicados estudios, publicados el año 1922, marcan el despegue de los quehaceres del crítico y, a partir de entonces, no cesa en sus análisis en cuanto a literatura nacional y extranjera. En su artículo Patíbulo moral saca a relucir comentarios teñidos de ironía severa, provistos de sarcasmos y mofas en La mayor, mayor melancolía y desesperación que no lo abandonarán jamás de los jamases. A modo de ejemplo, en la página 93 amenaza al autor Ramiro Gobarced por lo escrito en Siluetas femeninas de enjuiciarlo como a “reo de lesa gramática y lógica”, debido a no cumplir  las  normas establecidas. Y a  tiempo de cerrar su trabajo de estudio crítico sostiene: “Continuemos la necropsia. (Esto sí que va oliendo a cadáver)”. Y así muchas cosas más en este particular estilo que a veces alegra el espíritu y, otras, lo aplana.

Párrafo aparte merecen las expresiones que vierte sobre la novela Aguafuertes de Roberto Leytón, que datan de 1928, calificándola que fue para él como un descubrimiento y un latigazo porque “quién más, quién menos, todos tenemos algo –o mucho–  de  su infortunado héroe” Armando Costas. No siendo afecto a los elogios, en vía de excepción el crítico resume su criterio y le comunica: ¡Qué buena es su novela!

En cuatro artículos bajo el nombre genérico de La cuestión Moreno, Medinaceli salió en defensa del polígrafo cruceño, que a la sazón fuera calificado como el mayor difamador de Bolivia por Franz Tamayo, cumbre del pensamiento  boliviano; quien, antípoda en la manera de concebir la problemática nacional,   se opuso a la edición de las obras completas de Gabriel René Moreno; asunto que consideró la Cámara de Diputados con motivo del centenario de Moreno en noviembre de 1936.

No obstante que Medinaceli se alineaba política y sociológicamente en contra del autor cruceño, asumió una posición íntegra de modo claro y concluyente, al sostener que: “guiándose del conocimiento que poseía de nuestra historia y aquel fino olfato para percibir nuestras taras étnicas y morales, tuvo   la sinceridad   de decirnos, —con ático estilo e irrestañable gracia andaluza– la verdad de su pensamiento. ¿Eso lo hizo por difamarnos?”

Y con un dejo amargo, ya en 1937, suelta una nota adicional: “Y después de tanta bulla, nada. Ni Obras Completas, ni Páginas Escogidas. Nada se ha hecho posteriormente”. Concluye en que el “pobre y grande” Moreno sigue siendo el apátrida.

¡Noble espíritu! Queda el testimonio vital, vibrante, de la actitud asumida. Conste, a decir verdad, que en la actualidad persiste la deuda de todo el pueblo boliviano para reconocer la amplia, genial y valiosa producción bibliográfica –orgullo de Bolivia– que realizó el denominado Príncipe de las letras. ¡Hasta cuándo…?

En su Panorama de la literatura nacional de 1935, bajo el título de Preámbulo melancólico sigue con Gabriel René Moreno, acerca de quien afirma que murió sin haber dejado sucesores. A criterio suyo fue “no solamente un maniático coleccionista de documentos, sino un mártir de la bibliografía”. En su puesto de director de la biblioteca en el Instituto Nacional de Santiago gozaba de un relativo desahogo económico y llevaba una vida sobria y austera y “su absorbente consagración a la bibliografía, explica su obra, aunque siempre resulta asombrosa su capacidad de trabajo y su rigorismo científico”.

Lo que en este capítulo luego expone es controversial. Dentro del panorama que observa esparce mucho pesimismo: “en Bolivia se produce tan poco digno de leerse, que yo he llegado a cobrar repugnancia al libro nacional. No tanto al antiguo, sino al actual”. Va más allá en su crítica cuando sin ton ni son sostiene: “hoy sucede algo peor: hoy se publica por vanidad. Y las peores, naturalmente, son esas mujeres que escriben, a quienes les ha picado el morbo literario y se sienten plumíferas. Este sí que es un peligro social sobre el cual habrá que llamar la atención de la Policía Urbana (…)”. Y continúan otras sandeces que estropean consideraciones dictadas por la rabia y el desprecio a las señoritas de sociedad.

Hay algo rescatable en su afirmación de que: “Si el oficio de literato es miserable en todas partes, en Bolivia es trágico: es la tragedia del hombre que escribe en un país que no lee”. Y se pregunta, ¿cuál es el panorama de nuestra literatura en 1935?   Responde que no se ha publicado ninguna obra, en ningún género, que esté a la altura del dolor boliviano por la pérdida de la Guerra del Chaco, o que ponga freno a la realidad que nos aplasta.

En calidad de crítico literario concluye en que: “He leído al azar, lo que me ha parecido bueno, y sobre lo que he leído opinaré con relativa honradez que es posible esperar de un tipo de mi calaña”. Se destacó, ni duda cabe, en esta faceta con la que pasó a la historia, aparte de los miramientos y excentricidades que tuvo, según queda puntualizado.

Las observaciones que formula en torno al libro de cuentos de Juan Francisco Bedregal, titulado Figuras Animadas, en sentido de que no responden a un asunto popular o indigenista –hoy se diría folclórico— y por eso descalifica al autor, caen por su propia base, en razón a que no hay limitantes para el desarrollo de la temática del cuento que orgullosa y libre se expande a lo largo y ancho del orbe. No se puede decir, al cabo, si el cuento responde a tal o cual objeto no es válido.  

Por último, Medinaceli tiene unas merecidas palabras de elogio hacia Ignacio Prudencio Bustillo: “Me parece que Prudencio Bustillo es, hoy por hoy, quien tiene derecho de reclamar para sí el magisterio de la crítica”. Lamentablemente Ignacio, brillante pensador nacido en la capital de Bolivia, falleció a los 33 años de edad y privó al país de nuevos aportes literario filosóficos, particularmente en cuanto a crítica se refiere.  

Páginas de vida abarca hasta 1938, en una participación verdaderamente encomiable de Armando Alba, al recuperar en un volumen trabajos de Medinaceli publicados en revistas y periódicos durante varios años de su vida.

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