Maximiliano J. Benítez
Conocí a Paco hace un mes y pico, en la terraza del bar que nos destroza los zapatos y algo que denominaré a título póstumo como amor propio. Llevaba en ese momento un par de meses más que yo trabajando allí, luego de dar vueltas un tiempo de garito en garito como un tío vivo, aguantando más por supervivencia que por obstinación, arrastrando su humanidad por entre las mesas y los turistas. Oh, sí, los turistas, esa especie denostada por la justicia divina y emparentada a la humana y ociosa actividad que a veces me hace divagar sobre agujeros negros en la conciencia humana o acerca del eslabón perdido y sacralizado, pero en realidad presente en tantos pero que tantos subterfugios y lugares comunes que adoptamos y aceptamos y respetamos y de alguna manera obedecemos por seguir las reglas del juego y no romperle la cabeza a ningún cabeza de familia delante de su prole en plena comida o cena luego de la recurrente tomadura de pelo o exabrupto para deleite de unos pocos.
Paco lleva, en definitiva, unos pocos meses en el nuevo curro, pero siempre me dice que ya está hasta los huevos. El tiempo, cuando todo va tan deprisa, gotea lentamente, hace pupa muy dentro. Como una tortura lenta, una guerra de desgaste. Me lo dice todo el tiempo. Cuando paramos para comer, cuando nos detenemos unos segundos a observar la terraza hasta los topes, o mientras uno va y el otro viene con la mano erizada de jarritas y copas vacías y una mueca vacía. “Pues ya somos dos”, alcanzo a decirle, como coletilla. “Ya ves, bolo”, suele responderme sin mirarme. Y con eso basta.
Paco tiene sesenta y pocos tacos y está hasta los huevos, como he dicho, de saltar de curro en curro, de empezar de cero y asentir para regatear un mal trago. Ya no está para esos trotes, dice, y cuánto lo entiendo al extremeño. Prefiere aguantar la tormenta diaria de doce horas a tutiplén que volver a cambiar de curro, de ambiente, de zona, de compañeros. Bueno, lo de los compañeros sería lo de menos, le digo. Algunos son unos auténticos chacales. Comenzamos a hablar del asunto con un bote de Mahou cada uno, sentados junto a una farola de la Plaza Mayor, en la penumbra de la madrugada, más hermanos que compañeros de batallas absurdas. El silencio es una caricia y la cerveza la sangre del elevadísimo que se nos descojona desde más allá de los tejados. No mucho más allá. La plaza nos pertenece, su empedrado, los gorriones achicharrados y las palomas cojas que agonizan al sol del atardecer. Pienso en esto en el refucilo de un trago. Mientras tanto, Paco lo desgrana todo con sabiduría, sin fisuras. En pocas palabras retrata a cada uno de los curiosos personajes que conforman la plantilla del restaurante. Habla, fuma y bebe al mismo tiempo. Gesticula poco. Mira a los ojos. Sabe bien lo que dice, y no porque se lo hayan contado. El hombre ha vivido y tiene algunas certezas. La ha cagado algunas veces y la soledad y los hijos y el nieto que nunca puede ir a ver lo recuperaron a la vida. Salta de un tema al otro sin perder el hilo. Lo encadena todo a la naturaleza humana y yo lo escucho atentamente. Paco sabe muy bien de lo que habla.
En tres sorbos pasamos de la plantilla a nuestras propias vidas, a quiénes somos, en realidad. Fue entonces cuando supe que era extremeño. Lo hacía manchego, por lo del bolo, pero no. Paco es una caja de sorpresas porque no se lo ve venir. No se espera esa fuente de verdades en ese agotamiento humano. Aún conserva algo del deje, ahora que lo pienso, que bien sabe elevar como bandera. Un paquistaní nos vende un par de botes más que me adelanto a pagar. Su interrupción invita a un cambio de tercio. Brindamos a la luna, que anida sobre nuestras cabezas. Paco sigue hablando. Necesita hacerlo, y yo escucharle para darle contenido a mi soliloquio calle abajo, de regreso a la trinchera.
Agradezco profundamente que Paco el extremeño no tenga redes sociales, porque sé que no le gustaría que hable de él sin consultarle antes. Es muy amigo de sus palabras, de sus momentos, de todo lo que aún no me cuenta porque el tiempo siempre apremia en la noche cerrada. A unos minutos de las dos de la madrugada nos despedimos con un apretón de manos. Volveremos a vernos en unas horas, durante las doce horas de curro a destajo. En el fondo ya no nos importa el balance de las horas perdidas que nutren una nómina que jamás nos tendrá en cuenta, que jamás desglosará el tibio silencio de la fraternidad que nos reúne en una mirada o un gesto, o el valor de la conciencia de Paco al revelar en pocas palabras que la batalla está perdida antes de entablarla. Lo veo claro en el tatuaje de su antebrazo derecho, o en el otro que lleva en el pecho y se trasluce según avanza la jornada.
Esta noche me lo llevaré al año 37, y nos veremos las caras en el frente. Nos reconoceremos de inmediato en la neblina cargada de pólvora. Uno a cada lado de la trinchera. Y no seremos capaces de volarnos la tapa de los sesos. Pienso en todo esto cojeando en la madrugada, atravesando los siglos de historia del barrio de los Austrias, adjudicando una hebra de justicia poética a la desdicha de intentar vivir tantas vidas en una sola jaula, la del alma solitaria que no busca la salvación o el abrazo, que mira con desconfianza la puerta abierta al escape definitivo, al asedio soterrado, y que daría cualquier cosa por encontrar a aquella muchacha a quien fue incapaz de mantenerle la mirada, hace ya tantos años que le resulta imposible cruzar la frontera entre el amor y la melancolía, entre la visión extática y la ensoñación.