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Óvalos, círculos, rectángulos

Irma Verolín

Yo iba a cumplir seis años cuando guardaron en un hermoso cajón roble oscuro el cuerpo de mamá. Un cuerpo que medía un metro cincuenta y cinco centímetros y que había tenido por costumbre calcarse en la ficticia profundidad de algún espejo.

     Sin haber sospechado que, un año después, cajón y cuerpo se confundirían, fragmentos de ese cuerpo, encarcelados en óvalos, rectángulos o círculos me parecieron espectáculos lamentables: rodeada por el escenario al que le daba la espalda, aparecía la cara, sobre un torso con las piernas amputadas y a veces sin brazos. Pero más lamentable aún era cuando mamá se distanciaba de su propia imagen, con la intención de caber entera en aquellas formas geométricas. Entonces su cuerpo en el espejo adquiría dimensiones insignificantes y yo necesitaba tocarla, aunque más no fuera para comprobar su verdadero tamaño.

   Lo mismo sucedía si la observaba desde el comedor. La veía pequeña, allá en el patio: una estatuilla que alguien apoyó sobre una planicie de baldosas ocres o una muñeca articulada descolgando fantasmas dormidos de la soga. Detenida en la puerta del comedor, yo le hacía señas con cualquier pretexto para que, al acercarse a mí, mamá fuera creciendo.

   Supongo que desde el principio tuve problemas con el tamaño de las cosas. Es posible, sin embargo, que nadie lo haya notado hasta que entré en la edad del parloteo. Como al hablar confundía los diminutivos  con su opuesto, entre comentario y risas familiares, a nuestra enorme casa la llama casita.

-Casona- me indicaba mamá.

-Casita- insistía yo.

  Mientras conservó sus paredes sin el menor adorno, nuestra casa me pareció todavía más grande. Paredes como sábanas con almidón, mamparas de sal o lienzos asustados. Así es que yendo de una habitación a otra, creía caminar por un sueño vacío de acontecimientos. Si mirada hacia el frente me topaba a cada instante con aquel blanco; de allí que de tanto en tanto, para no cansarme, bajara los ojos hacia el parqué oscuro, casi negro. Mamá se empeñaba en enseñarme a hablar bien. Yo, por mi parte, sin saberlo del todo,  me dediqué a entretener su injusta viudez resistiéndome al aprendizaje. No adiviné que ella iba a renegar del ascetismo decorativo, ya que muy pronto nuestra casa perdería su simulación de lugar sin límites. Eso sucedió exactamente el 26 de julio de 1952. Aquella noche, a las ocho y veinticinco, mamá apagó la radio que estuvo prendida desde muy temprano, bajó al sótano y subió cantidades de espejos para cubrir con ellos las paredes.

Espacios en los que nada podía ser atrapado del todo, iban a diseñar recortes, desbarajustes, sorpresas sobre las paredes peladas. Mamá en puntas de pie con un martillo en la mano. Mamá abrazando una dimensión que, al ser movida, cautivaba escenografías móviles. Mamá ocupada en una tarea nocturna, que volvió insólita una de las tantas noches de un solo invierno. Ella se fue a dormir, cansadísima. Los espejos, con ese algo impávido que los caracteriza, ya colgaban de las paredes. Yo no, no pude dormirme. Encendí lámparas y arañas: de pronto la luz. La luz rebotaba como una pelota de goma de pared a pared. Por los pasillos, en rincones tramposos y en ahora majestuosas habitaciones, tantas veces me vi en un sueño donde había únicamente una chica de cinco años, que quise despertarme para escapar de la monotonía. Sentí miedo de que los espejos pudieran descolgarse y de que, luego, apoyados en el piso, reflejaran el cielo raso. Inmóvil, sin chistar, padecí con la amenaza de encontrar el blanco de las viejas paredes tirado por el suelo. Afortunadamente eso no sucedió. Pasé la noche entera mirándolos de lejos. No me acerqué a ninguno,  porque ya intuí que el defecto de los espejos es que no tienen forma humana.

Por fin amaneció y los espejos copiaron la luz del sol con abrumadora lealtad. Eran unos farsantes. Aquella mañana mamá los inauguró uno por uno probándose ropa. Los ojos se le alargaban y las escotadas soleras le ampliaron, durante todo el día, la sonrisa. A partir de ese momento se le hizo costumbre. Permanecía horas contemplándose con un raje de calle, dos anillos en cada mano, pulseras tintineantes y opacos sombreritos de fieltro. O, en todo caso, con espectaculares trajes de fiesta, elegidos después de observar revistas que brillaban,  vidrieras que brillaban y mujeres ociosas, arrogantes, que desfilaban por salones interminables. De modo que aquellos trajes de fiesta también brillaban: habían sido pensados para la noche.

De la cantidad de espejos repartidos por la casa, mamá aseguraba no tener preferencia por ninguno. Creo que mentía. Entre todos, el que estaba en su habitación frente a la cama, al lado del ropero, debió tener mayor importancia que los otros. Como ninguno quizá haya servido para que ella pudiera sentir más real su propio cuerpo. En él, además, aparecía su cara de recién levantada. Por otra parte, después, en la época del camisón definitivo, se convirtió en una especie de diario y personal certificado que le atestiguaba a mamá que aún estaba viva. Aquel espejo llegaba hasta el piso y superaba la altura de cualquier persona y tenía algo distinto a los restantes, ostentaba prestancia y desgano a la vez, como las mujeres que mamá deseaba imitar. No recuerdo su forma, pero sé que fue el único ante el cual mamá apareció desnuda.

La mujer gorda llegó tres días después de que mamá se pusiera el camisón definitivo. Quién sabe si realmente era gordura lo que traía en las caderas, en la panza, en las tetas, esa mujer. Tal vez su gordura fuera mera apariencia, debida a sus chillones vestidos floreados. La verdad es que desde la tarde en que llegó a casa, arrastrando una valija que daba lástima mirar por lo estropeada, la llamé “mujer gorda”, sin haberme detenido demasiado a observarla. Puede que, también, la galopante flacura de mamá me impulsara a elegirle ese nombre. Llegó cuando terminaba la siesta con un atuendo en el que se mezclaban los colores verde, fucsia y amarillo en un estampado que imitaba exóticas especies botánicas. Se paró al lado del ropero e hizo su primera recomendación:

-Usted, señora, se queda donde está. Nada de moverse.

Mamá, tendida en su cama, le contestó “sí” a regañadientes. Oí los pasos de la mujer gorda que producían ecos en la escalera y enseguida vi a mamá levantarse con movimientos rituales y caminar hasta el espejo. Los ojos fijos allí, en ella misma: un cuerpo que nacía en el ruedo del camisón definitivo, repleto de cascarones bordó, y que culminaba en la melena desgreñada, de pelos secos, furiosos.

Los vestidos de la mujer gorda me sugerían montes tropicales, olores agrestes, jardines suburbanos con enanitos y cisnes de yeso. Los de mamá, escena en la proa de un transatlántico o en una sala, donde a un piano le arrancaban sonatas de Beethoven. Con descaro se paseaban los de la mujer gorda, entre espejos y restos de pared. Los de mamá, en cambio, estaban ocultos ahora en el ropero.

En un abrir y cerrar de ojos, mientras mamá repetía quejidos del otro lado de la puerta de su habitación, la mujer gorda organizó el nuevo funcionamiento de la casa. Una noche me dijo:

-Tu mamá va a estar un tiempo fuera de casa. Conmigo todo va a andar sobre ruedas aquí. Te recomiendo que te portes bien.

Más tarde, antes de mandarme a dormir, me hablo de ciertas fatalidades, de ciertos viajes, del ancho mundo, del dolor. Me habló apresuradamente y con un tono de voz monocorde, lo que me llevó a pensar que se lo había aprendido de memoria.

A la mañana siguiente vi cómo le pusieron a mamá una bata, cómo mamá fue subida a un coche, cómo el coche atravesó el Pasaje de la Puñalada, y también la mano de la mujer gorda que cerraba la puerta de calle.

 Cuando recordaba a mamá, ella siempre se me presentaba disminuida sobre la chatura del espejo y con el cuerpo fragmentado, por supuesto. Para mal de males, en mi recuerdo mamá permanecía estática. Rojo fogoso en los labios, una mano en la cintura, las caderas hacia delante. Si su cuerpo cobraba movimientos, los gestos, las poses, parecían de pantomima. Sólo reflejándose en el espejo, el recuerdo de mamá poseía cierto rigor de verdad.

Además de las tareas rutinarias, a la mujer gorda le gustaba quedarse apoltronada en uno de los sillones del comedor. A veces me miraba interrogativamente; en otras oportunidades se quejaba de que yo no hablara con corrección o me resistiera a beber la leche con nata. Y, lógicamente, detestaba los espejos que ella cubrió una mañana con sábanas blancas.

-Sabanitas-dije yo señalando las paredes.

-Sábanas- corrigió ella.

  Pero algunos meses iban a transcurrir hasta entonces. Entre tanto la mujer gorda me llevó a visitar a  mamá. Viajamos por calles estrechas en un cascajo llamado “taxi”, negro y rechinante, en el que el vestido de audaces tonalidades de la mujer gorda resplandecía como una luciérnaga sobre los asientos oscuros. Descendimos aparatosamente de aquel coche. Esta mujer no ha viajado nunca en un taxi, pensé, debe creer que es una carroza. Mil recomendaciones me dio antes de que cruzáramos pasillos revestidos con azulejos del color de los trajes de novia. Por eso creí que estábamos ingresando en un palacio.

La habitación en la que el cuerpo de mamá se extendía sobre una cama,  cuyo respaldo parecía una reja pintada de gris, era penumbrosa y tenía olor a humedad.

-Necesito verme- me imploró mamá en secreto.

Su delgadísimo rostro le volvía saltones los ojos negros. Cuando palpé los huesos de sus manos se me cruzó la imagen de la nervadura de las hojas. Le contesté:

– ¿De dónde lo voy a sacar? Aquí no hay.

Ella empezó a reírse a carcajadas, demasiado fuerte. Dijo que me equivocaba. Su boca grande por la flacura, deformada por la risa, acaso entumecida y   el aleteo de sus manos, llenas de nervaduras de hojas, se destacaron más que sus ojos. La mujer gorda me sacó a la fuerza de allí. Desde el pasillo continué escuchando a mamá que, a los gritos, pedía verse.

En casa, la mujer gorda sacó del ropero sábanas sin estrenar y las fue apilando arriba de la mesa.

-Vamos a necesitarlas antes de lo previsto- me comentó.

Cuando volví a encontrar a mamá en la misma habitación penumbrosa y húmeda, descubrí en su frente la nervadura de las hojas. La mujer gorda tuvo que dejarnos solas, porque una enfermera la había llamado con esa voz a ras del suelo que tiene la mayoría de las enfermeras.

-¿Lo trajiste?- me preguntó mamá.

-Sí, lo traje.

Me alejé de su cama, apoyé la espalda contra la puerta y de uno de los bolsillos del pulóver saqué un espejo que tenía el tamaño de mi mano. Calculé que la cara de mamá pudiera entrar perfectamente en él. Hubiera querido que la pieza fuese más amplia como nuestra casa para alejarme más, para que su cara pudiera caber en mi mano.

-Te traje un espejote, mamá, un espejote.

Ella se reía a carcajadas, pero de repente dejó de hacerlo y, con un tono bajito de voz,  dijo: no veo nada, no veo nada, mientras extendía  los brazos queriendo alcanzar el espejo. Las nervaduras de su frente se abultaron, yo tiré el espejo, que al chocar contra el suelo se descompuso en montones de formas distintas, transparentes y delgadas, como la baba que a mamá se le estaba escapando de la boca. Después, cuando mis carcajadas interrumpieron la calma del horario de visita, el vestido de la mujer gorda, asomándose detrás de la puerta, me pareció un obsceno adorno forestal.

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