—¿Leíste el decreto completo o solo los titulares? —me preguntó Chenano, economista y docente universitario, sin levantar la vista del café.
—Completo —le respondí—. Duele, pero no engaña.
—Entonces estamos de acuerdo en algo básico —dijo—: esto no es un capricho, es una corrección tardía.
El Gobierno lanzó medidas económicas duras, impopulares y necesarias. No hay forma elegante de decirlo: el modelo anterior quebró. Se sostuvo durante años con subsidios artificiales, gasto descontrolado y una narrativa que ocultó una realidad incómoda: la plata se acabó. Mejor dicho, se la embolsillaron.
Desde el punto de vista económico, las medidas apuntan a lo evidente pero postergado: sincerar precios, ordenar las finanzas públicas, reducir el déficit y recuperar credibilidad. No hacerlo habría sido más popular hoy y catastrófico mañana. El ajuste no crea la crisis; la expone. Y Bolivia venía caminando sobre una alfombra que escondía un agujero.
El impacto inmediato es real y nadie serio lo niega: suben los costos de transporte, la canasta familiar siente presión y los salarios quedan apretados. El pan aumenta porque la harina importa costos reales; la harina sube porque el trigo y la logística dejaron de estar subsidiados; el azúcar, el arroz y el aceite reflejan el encarecimiento del transporte y la energía; la carne responde a costos de alimentación, traslado y faena. Nada de esto es ideológico: es cadena de costos.
—Ayer escuché a doña Elvira en el mercado —me decía Chenano—: “Todo sube, pero al menos ahora no nos mienten”.
Y esa frase, simple y dura, explica mejor que cualquier informe técnico o cualquier gráfico el momento que vive el país: el shock golpea, sí, pero también transparenta. Y la transparencia es condición para que el mercado empiece a ajustarse de verdad.
El problema no es el ajuste; el problema es llegar tarde al ajuste. Durante años se vendió estabilidad mientras se vaciaban las reservas y se hipotecaba el futuro. Hoy, ordenar la casa implica romper platos. Lo irresponsable sería fingir que no pasó nada.
En el corto plazo, el alza de precios es inevitable. Los comerciantes trasladan costos y los consumidores aprietan gastos. Sin embargo, el mercado no es un bloque rígido. Con precios sincerados, la oferta empieza a reaccionar. Productores que antes no podían competir vuelven; importadores planifican con reglas claras; transportistas ajustan rutas y frecuencias. La demanda, golpeada, se retrae y obliga a moderar márgenes. Ese juego —duro, pero real— tiende a estabilizar precios una vez que se disipa el efecto inicial del shock.
La clave está en el tiempo y en la política pública que acompañe. Si el Gobierno actúa rápido con medidas de contención focalizadas, el mercado encuentra un nuevo equilibrio. No es inmediato, pero es posible. Seguir negando la realidad, en cambio, solo prolonga la inflación encubierta y la escasez.
Socialmente, el Gobierno aún debe algo clave: medidas de contención claras y rápidas. No alcanza con decir “era necesario”. Hay que proteger a los que menos tienen, controlar abusos, evitar que los vivos de siempre hagan su agosto con la confusión. Ajustar sin red es un error; no ajustar es un desastre.
En el plano político, el escenario se vuelve más áspero. Gobernar con decisiones impopulares exige liderazgo, coherencia y respaldo. Y ahí aparece el verdadero problema: el oportunismo interno.
Edmand Lara no critica las medidas para mejorarlas. Las critica para capitalizar el enojo. No propone alternativas viables; propone ruido. No asume corresponsabilidad; se disfraza de opositor mientras cobra como vicepresidente.
—Escuché lo que decía don Raúl, el chofer —comenta Chenano—: “Ese habla como si no fuera parte del Gobierno”.
Exacto. Lara actúa como si el ajuste lo hubiera firmado otro.
Su ambición es evidente y peligrosa. Aspira a llegar a la presidencia no construyendo, sino desgastando. Y para eso está dispuesto a todo: coquetear con el MAS, tender puentes con Evo Morales y abrazar a quienes dejaron al país como está. No por convicción, sino por cálculo. No por ideas, sino por poder, por ambición.
Aquí el sarcasmo se escribe solo: el vicepresidente que denuncia el incendio mientras rocía gasolina. El político que dice “pienso en la gente” mientras apuesta al caos para trepar. No hay responsabilidad en eso; hay cálculo frío. Criticar un ajuste necesario desde dentro del Gobierno no es valentía; es sabotaje. En tiempos de crisis, la ambigüedad no es neutral: favorece a los que quieren que todo fracase.
—Doña Marta, la barrendera, lo decía clarito —se acordaba Chenano—: “Que discutan, pero que no nos usen”.
Y Lara hace exactamente eso: usa el malestar como escalera. Eso es cinismo.
A nivel internacional, el mensaje del ajuste es claro: Bolivia intenta volver a ser previsible. Sin orden fiscal no hay inversión; sin inversión no hay empleo; sin empleo no hay paz social. Lo sabían los que gobernaron antes. Lo ocultaron. Hoy, otros prefieren incendiar la casa para quedarse con los restos.
A días de cerrar este año, la discusión se vuelve prospectiva. ¿Qué debería venir ahora? Primero, contención inteligente: apoyo temporal sin volver a subsidios generalizados. Segundo, comunicación brutalmente clara: decir cuánto durará el impacto, qué se espera y cómo se medirá el avance. Tercero, institucionalidad: reglas estables para que la oferta responda y la inversión llegue.
Por parte de la sociedad, también se espera algo básico pero crucial: calma. Que no se reaccione de forma alocada, comprando sin medida todo lo que se pueda —y lo que no— bajo la falsa idea de que así la situación va a mejorar. Esa conducta no protege; al contrario, agrava el problema. La compra desesperada genera escasez artificial, presiona los precios y abre la puerta a la especulación de quienes siempre están listos para aprovechar el miedo ajeno. Al final, lejos de resguardarse, la gente queda más expuesta, pagando más por menos y perdiendo justamente aquello que intentaba cuidar.
Si el Gobierno sostiene el rumbo y corrige la implementación, el mercado tenderá a estabilizarse. Si cede al ruido y retrocede, el golpe habrá sido en vano. Y si permite que la ambición interna marque la agenda, la economía se convertirá en rehén de peleas palaciegas.
—Entonces, ¿apoyamos? —me preguntó Chenano al final.
—Apoyamos el rumbo —respondí—. Exigimos correcciones. Y rechazamos a los incendiarios.
—Porque el shock duele —dijo—, pero negar la realidad destruye. La demagogia mata.
—Y la ambición sin escrúpulos —agregué— deja países rotos.
Cuando nos levantamos, Doña Alicia seguía contando monedas. Nadie celebraba el ajuste, pero muchos entendían algo esencial: no había salida fácil. No quedaba otra.
Gobernar no es prometer alivio inmediato; es evitar el colapso. Y en esa tarea, tan dura como necesaria, sobra el oportunismo y falta responsabilidad.
Porque ordenar la economía puede costar votos. Pero desordenarla por ambición cuesta países.
Y si aun así las cosas no resultan bien, quizá termine siguiendo la recomendación inocente pero más honesta que escuché en estos días, la de mi hija, dicha sin cálculo ni discurso: “Y si nos vamos al Perú, papá… allá las cosas están mejor. Creo.”
Julio Cesar Salamanca Veizaga