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No todos fuimos hacer la revolución

"Hay que dar un paso adelante y dos atrás" El retroceso es siempre para consolidar posiciones; si pierde una, se recupera otra.  
(V.I. Lenin)

Juan Carlos Vásquez Prudencio

El viaje fue largo. En cada escala, alguien más subía al avión. No había clase ejecutiva. En los primeros asientos iban ancianos elegantes, obreros, dirigentes comunistas, técnicos, médicos y familias rusas con niños bronceados por el sol del Caribe. Nosotros, los estudiantes latinoamericanos, íbamos más atrás: peruanos, bolivianos, ecuatorianos, colombianos, chilenos, uruguayos del exilio. Todos habíamos coincidido en Lima, unidos por el mismo vuelo, el mismo sueño.

Abordó el avión en La Habana, junto con otros dos hombres de piel oscura. Al principio creímos que los tres eran dominicanos. No hablaba español. Su inglés tenía un acento distinto, más cercano al británico que al americano. En el tramo hasta Moscú, charlaba con unos peruanos que le pedían repetir las frases una y otra vez, tratando de entenderse.

En el avión nos daban jugo de manzana o de tomate, junto con comidas que cambiaban en cada parada, servidas por azafatas robustas y rubias, que hablaban un ruso incomprensible. Nos ofrecían una sonrisa fingida cuando intentábamos comunicarnos en nuestro idioma o en un inglés mal hablado. No nos dejaban quedarnos con los cubiertos como recuerdo: una mirada gélida bastaba para obligarnos a devolverlos, o a simular que se habían caído al piso. Eran las mismas azafatas del viaje que realizó Julio Cortázar en su periplo al país de los cronopios, cuando dio la vuelta al día en ochenta mundos.

Al fondo del avión, cerca del baño, olía a bar, a sudor, a vodka, a pescado seco y a cigarrillo. Eran las últimas cinco filas, ocupadas por marineros rusos que regresaban de faenar en el mar peruano. Al principio serios, luego animados, sacaban botellas de vodka, pescado seco envuelto en papel de periódico, cajetillas de cigarrillos largos, únicos en el mundo: venían treinta por caja, con filtros huecos que había que apretar para fumar. Nos miraban y ponían el dedo en el cuello; nosotros, atemorizados, pensábamos que era una amenaza, como el gesto del corte de cuello.En el argot ruso, es la forma más sociable de invitarte a tomar un trago. El dedo índice, alargado, cerca de la manzana de Adán: una vieja tradición de la época del zar Pedro I. Se cuenta que un soldado alcohólico, que le salvó la vida, fue premiado con el sello imperial tatuado en el cuello. Cada vez que entraba a un bar, bastaba con que pusiera el dedo en el tatuaje para que el cantinero, obedeciendo el mandato imperial, le sirviera un vaso de vodka. No era una amenaza, sino la manera más discreta y amigable de invitarte a beber y compartir.

Amanecía en Moscú. Un amanecer frío y despejado. Las oficinas de migración estaban iluminadas con luces tenues, blancas. Los guardias revisaban cada pasaporte sin poner sellos de entrada. Tenían una lista con todos los nombres. Al encontrarnos, nos dejaban pasar sin preguntas, con urgencia. El sol asomaba entre nubes grises y amenazantes. Todos queríamos comprar algo en los kioscos del aeropuerto: una chuchería, una postal de la Plaza Roja. Mostrábamos nuestros billetes, pero nos miraban con desconfianza. No aceptaban nuestras monedas devaluadas ni dólares americanos.

Después de dormir una noche en el hotel de la universidad —un edificio inmenso, como un pastel de matrimonio— nos enviaron a otra ciudad, con tres rublos para nuestros gastos. Sentado junto a la ventana del tren, en el último vagón, cerca de la cocina, contemplaba absorto el paisaje que desfilaba frente a mis ojos. Los pueblos pasaban como postales animadas, y la gente en las calles saludaba, curiosa, el paso de aquel tren interminable, cargado de vagones y de historias. Allí estaban los campos de girasoles, los sembradíos verdes, las cosechas a medio recoger, las montañas de papas apiladas al borde de la carretera, los manzanos sin fruto. El verano se despedía, y el frío del otoño comenzaba a colarse por las rendijas del vagón.

Era más alto que todos nosotros, de piel oscura, con una barba negra, espesa, y el pelo ensortijado. Tenía rasgos caribeños, dominicanos, aunque pronto nos enteramos de que no venía de la República Dominicana. Su nombre era Thato Muzibuko Shithole. Venía de un país donde la injusticia era ley y el racismo, una política oficial. Donde los negros no tenían nada. Cruzó medio mundo hasta llegar a La Habana, invitado a participar en el Congreso de Juventudes como representante de su país, desgarrado por el régimen del apartheid.

Para nosotros, aquel país era apenas una sombra en el mapa, un nombre lejano y desconocido. Nuestra ignorancia era compartida. Nos comunicábamos como podíamos: él, con su español torpe; nosotros, con nuestro inglés limitado. Pero entre palabras mal dichas y gestos generosos, fuimos construyendo un idioma común.

El ruso se volvió nuestra lengua de encuentro: más de cien nacionalidades compartiendo los mismos sueños en la Universidad Patricio Lumumba. Los dormitorios albergaban estudiantes de todos los continentes, que balbuceaban un idioma que terminó siendo una segunda lengua materna. Vivíamos bajo la promesa de que cada quinquenio nos acercaba más al comunismo. Nos decían que el socialismo era irreversible.

Thato Muzibuko Shithole, con su barba negra y el pelo ensortijado, llegó desde un país partido por el racismo, pasó por Cuba y, con nosotros, llegó a Moscú. Vivimos en los mismos dormitorios, compartimos el pan y la utopía. Entre vodka, libros, mujeres y fervores ideológicos, celebrábamos los feriados patrióticos, las marchas voluntarias de trabajo, las jornadas primaverales como homenaje a Lenin. Concluíamos el trabajo al atardecer y retornábamos por las calles de la ciudad en una larga caravana, cantando la canción chilena que nos convocaba a seguir luchando: “Venceremos”, junto a vietnamitas, rusos, africanos, cubanos, panameños, colombianos… latinos todos.

Nuestro trabajo financiaba, según decían, al Frente Farabundo Martí. Tal vez nuestra zanja cavada servía para comprar un par de fusiles Kaláshnikov. Estábamos felices, porque esa era nuestra forma de contribuir a la revolución, al socialismo que todos deseábamos para nuestros países, unos más que otros, con un compromiso de patria o muerte.

Con Thato construimos una amistad profunda. Viajábamos juntos, estudiábamos economía socialista, bebíamos vodka, compartíamos silencios. Mujeres entraban y salían, con la curiosidad de conocer a un extranjero y por los rumores sobre la voluptuosidad de los negros y el atrevimiento de los latinos.

Lo que más nos sorprendía era su pasión por la música andina. En su ruso torpe nos pedía que pusiéramos una canción:

—Pon “Verbenita” —decía, apretando el botón de la grabadora con devoción, una y otra vez.

Se quedaba en silencio, escuchando. Repetía la letra entre susurros o se quedaba mirando el techo, siempre con la tecla al alcance de la mano, dispuesto a escucharla una vez más.

—¿Por qué te gusta tanto, si no entiendes la letra? —le preguntábamos, fastidiados por la repetición.

Él respondía, molesto:

—¿Y tú entiendes lo que dice Pink Floyd o Supertramp, que pones a todo volumen? Es lo mismo. Hay cosas que se entienden con el corazón.Recuerdo su figura alta, su acento extraño, su lucha, y esa canción andina repitiéndose en la grabadora como un mantra. Quizá porque, como él decía, hay músicas que no necesitan traducción.

Han pasado los años y el socialismo ya no es ese sueño inmenso de la estepa verde, de El Salvador o Nicaragua, o de cualquier país donde nos llamaran a caminar por desfiladeros armados, cantando Bella Ciao, sintiéndonos todos dispuestos a luchar y dar la vida por la utopía. La utopía se desmoronó como fichas de dominó en fila: desde un puerto en Polonia, con un muro de Berlín destrozado a golpes; donde los cercos de púas que dividían jardines y ciudades, que ya no separaban mundos. El último eslabón de esa cadena fue la perestroika, que nos desapareció como país. Y volvió el escudo del águila imperial bicéfala, símbolo de la unión entre lo espiritual y lo terrenal. Desaparecieron el escudo del mundo y la hoz y el martillo imponentes, esa imagen que representaba la alianza entre obreros y campesinos.

Volví a mi país para visitar a mis padres y contarles la experiencia de lo que habíamos vivido… y de lo que vendría. Recuerdo la primera vez que subí al avión para despedirme de ellos, cuando partí a estudiar. Mi padre me abrazó y me dijo:

  • Hijo no te vuelvas comunista. Serás más útil como ingeniero que como comunista.

Mis padres no sabían que militaba en la Juventud Comunista. Fui uno de los mejores cuadros de la “J”, como le decían a la juventud del Partido Comunista. El más aplicado en los estudios de marxismo. Me quemaba las pestañas tratando de entender el ¿Qué hacer?, las críticas de Lenin al partido, la necesidad de dar un paso adelante y dos atrás. Estaba en primera fila, enfrentando a la dictadura, organizando el frente universitario. Decía que estudiaba ingeniería, pero en realidad destilaba política. Me enfrentaba a los trotskistas o a los guerrilleros en largos debates sobre la realidad de nuestro país.

Un día me llamó el secretario del partido.

—Te vas a estudiar a Moscú —me dijo—. El partido te necesita. Será una tarea más que cumplir. Necesitamos gente para la revolución. Esto no se acaba cuando consigamos la democracia.

Acepté de inmediato. En un mes debía estar en Moscú, comenzando la universidad.

A mis padres les dije que había ganado una beca por ser buen alumno. Que era una oportunidad única. Ellos aceptaron felices. En un mes tenía todos los formularios de viaje escritos correctamente, las fotos para el archivo, mi primer pasaporte con el sello rojo en la primera página que prohibía viajar a Cuba y a la China comunista. Estaba en un avión con destino a: Lima, La Habana, Moscú. Solo de ida.

Ahora volvía al capitalismo más salvaje. No como comunista, sino con la urgencia de tragarme el mundo, de pelear por esta nueva oportunidad que se abría y que había que vivir. Pocos somos los privilegiados de haber vivido lo más extremo del socialismo y lo más salvaje del capitalismo naciente en la madre Rusia.

Tuvimos una larga espera en el aeropuerto de Gander. El lugar parecía detenido en el tiempo. La voz del piloto, cuando finalmente habló, sonaba como si se hubiera atragantado con algo, tal vez con un nudo de tristeza en la garganta. Las azafatas, frías y distantes, se movían por el pasillo con expresión marchita, incapaces de regalar una sonrisa.

—Señores pasajeros, por favor abstenerse de fumar y beber —anunció el piloto con tono monótono—. Tendremos una compañía a la que debemos cuidar. Que su retorno a casa sea placentero para ellos.

El avión comenzó a llenarse de niños. Sus rostros bronceados y sonrientes desbordaban la felicidad de unas vacaciones soñadas en las playas de Varadero: aguas turquesas y arena infinita. Un paraíso reservado solo para ellos.

Le pregunté a uno de los niños, que se sentó a mi lado:

—¿De dónde vienen? ¿Qué hacían en Canadá?

—Regresábamos a casa —me dijo—. Veníamos en un avión grande que se dañó. Volvíamos de Cuba, todos juntos: niños, niñas, adolescentes… Todos disfrutamos de unas largas vacaciones. Somos de diferentes pueblos, cerca de Kiev. Muchos de esos pueblos ya están abandonados y solo quedarán en la memoria.

Se llamaba Pavel. Me hablaba sin miedo, con esa serenidad extraña que a veces tienen los niños que han visto demasiado.

—Todo cambió una noche. De pronto, el cielo se volvió una luz incandescente, como si la luna se hubiera caído. No sabíamos qué pasaba. No eran fuegos artificiales celebrando un aniversario más de la revolución. Al día siguiente, vinieron los bomberos a evacuarnos. No nos dieron tiempo a nada. La ropa quedó en los armarios, los juguetes en el patio. Nuestras mascotas se quedaron atrás, mirándonos partir con ojos tristes. Las casas vacías. La escuela… cerrada para siempre. Mi abuela estaba preocupada porque no habría quién ordeñe la vaca.

Nos llevaron a un hospital y nos aislaron. Las calles cercanas estaban cerradas al paso. La gente se agolpaba preguntando por amigos, por parientes. Separaron a padres, hijos y abuelos. Cada uno en salas diferentes.

Entraron hombres vestidos de blanco, con cascos. No les veíamos el rostro, solo los ojos. Nos limpiaban con aparatos extraños, como duchas pequeñas que recorrían nuestros cuerpos. Nos desinfectaban… nos quitaban la suciedad que no se ve. La mierda que traíamos pegada al alma. Nos monitoreaban con unos aparatos. Pregunté su nombre: dosímetros. Servían para medir la radiación en nuestros cuerpos. Todos teníamos niveles mucho más altos de lo normal.

—Desde entonces nos llaman “los niños de Chernóbil” —dijo con voz baja—. Pusieron un cartel en la puerta. Las enfermeras murmuraban que estamos contaminados, que pronto moriremos. Pero que no dolerá. Que ellas estarán con nosotros.

Pavel sonrió. Su mirada no mostraba tristeza, sino una madurez inexplicable.

—Somos muchos los que vinimos a Cuba a curarnos con el sol. A tener un último verano… o quizás nuestro último invierno. Nos trataron bien. La comida era buena, la gente nos traía golosinas, dulces, chocolates. Estuvimos un mes completo disfrutando del mar, de la selva, viendo animales que solo conocíamos por los libros del colegio. Me llamo Pavel. Esta es mi dirección. Escríbeme, cuéntame de dónde vienes tú.

—Vengo de un país que está muy cerca del cielo, con montañas que nos rodean —le mostré el mapa—. Está en el corazón de Sudamérica.

Hablamos de fútbol. Me preguntó por Maradona: si lo había visto jugar, si era tan bueno como decían. Le dije que era el mejor. Le conté los goles que hacía, cómo engañó a los ingleses y salimos campeones. Que teníamos el mejor fútbol del mundo. Que todos los países tienen una estrella, arqueros que vuelan, negros con los pelos teñidos a rubio, como si eso los hiciera mas blancos, pero tenían magia en los pies.

Me miraba con asombro, como si le contara una película.

—Prefiero el hockey. Es más divertido. El año pasado le ganamos a Canadá, los campeones del mundo —dijo con orgullo.

La última parada fue en Luxemburgo. A lo largo del viaje compartimos historias, risas, silencios. Le regalé mi consola de juegos y una camiseta de mi equipo favorito: negra y oro, como si con eso pudiera dejarle un pedazo de mi mundo.

Al despedirnos en Moscú, me abrazó y me dijo:

—Ven a Kiev. Mis padres estarán felices de conocerte. No te olvides… soy un niño de Chernóbil que hay que cuidar.

Llegué a Moscú cansado, dolido. No por el viaje, sino por la compañía. “Los niños de Chernóbil” eran los rastros que quedaron de un sistema, de la burocracia, de la podredumbre de gente que no supo hacer las cosas bien. Eran la sombra de una primavera que duró setenta años, la ilusión de millones de personas. Pero quedó toda esa mierda acumulada en una montaña de hormigón, reflejada en la inocencia de unos niños que no sabían si volverían a vivir su próximo verano.

La vida cambiaría para muchos. No volverían los aniversarios de la revolución. Solo unos cuantos locos desfilarían por la Plaza Roja con banderas rojas y los rostros de la revolución. La gente los miraba con pánico. El comunismo había terminado, había perdido la batalla. Para los jóvenes, escuchar hablar del pasado de sus padres era como oírles contar sus pesadillas. Ellos vivían la libertad, sus sueños, la ambición de querer tenerlo todo. Había que entrar en ese mundo si querías sobrevivir.

Thato Muzibuko se fue a Suecia a trabajar. Se perdió seis meses y llegó una noche con su mochila de toda la vida… y tres maletas nuevas con ruedas, como si fueran coches sin motor, repletas de mercancía.

—¡Mierda! ¿Y ahora qué trajiste? Ya se nos acabó el negocio de los blue jeans. No hay nada que vender. ¿No viste los kioscos alrededor de las estaciones del metro, en los parques? Tienen de todo: desde perfumes hasta condones. No jodas, debiste quedarte en Suecia. Allá nos tratan como cabezas negras en trabajos de mierda, pero al menos nos da para vivir con algo de dignidad.

—Esto nos va a sacar de pobres. Se acabó Suecia y los trabajos basura. Este es el negocio. Les vamos a abrir los ojos a los rusos después de setenta años de oscuridad, reproduciéndose como conejos, sin saber ni conocer la magia del sexo, ni los secretos de un buen masaje, ni la sabiduría del tantra. Este es el sueño que tuvimos. Esta es nuestra revolución.

Abrió la maleta y empezó a sacar penes de caucho, lencería osada, ropa sensual y atrevida para mujeres. Sostenes con varillas metálicas para mantener los pechos erguidos y provocadores. Tangas de encaje floral, diseños transparentes con lazos, calzones con una tela tan delgada que apenas cubrían la raya del culo. Condones escamados, de colores brillantes. Fajas que descendían del pecho hasta los muslos, diseñadas para ocultar las gorduras traicioneras, levantar el culo y afirmar los senos. Tangas de entrepierna abierta, de malla fina, cintura baja, encaje en colores vivos… tan suaves que los dedos se deslizaban sin notar la diferencia entre tela y piel. Mascarillas de encaje estilo “ojo de princesa”, arneses de cuero con cadena, vibradores eléctricos multivelocidad, masajeadores portátiles para zonas íntimas.

Cada maleta era un catálogo ambulante del deseo: ropa sexy para mujeres, tangas para hombres, pechos de silicona de todos los tamaños, penes de colores y formas diversas, látigos, máscaras de cuero, capuchas unisex, fuetes para dominar al macho, material lésbico, calzones con penes incorporados. El Kama Sutra en ruso iba a ser un bestseller.

—¿Y qué vas a hacer con todo esto? ¡Nos van a meter presos! Con lo mojigatas que son las mujeres y lo ignorantes que son los hombres… —le dije.

—Ese es el negocio —respondió Thato—. Sacarlos de la oscuridad. Tú, que conoces a las mujeres, sabes cómo piensan. Hay que despertarles la curiosidad, quitarles la venda, enseñarles a disfrutar del sexo.

Me contó que cuando cruzó la frontera, el aduanero casi sufre un infarto al abrir las maletas. Al ver cada juguete, cada vibrador, las tangas de encaje con el culo al aire, los látigos, las vaginas de caucho… abrió los ojos tanto que parecía que se le iban a salir de la cara. Solo alcanzó a decir: “¡Degenerado! ¡Maníaco! ¡Enfermo sexual!”. Ráfaga de insultos. Amenaza de quitarme la visa. Devolverme  o con “toda esa mierda”.

—Con el descaro habitual, lo invité a comer. En el restaurante, entre bocados y vodka, le di una clase exprés sobre sexualidad moderna: lubricantes, vibradores a pila, el arte del placer sin cables. Le mostré folletos con usos, ventajas, beneficios. Una charla técnica sobre buen sexo.

Al final, el aduanero le dijo:

—Te dejo pasar todo. Pero esta vez me pagas en dólares… y me regalas unos juguetitos.

—Le dejé películas porno, condones de colores, una vagina de silicona rosa y doscientos dólares. Al despedirse, me pidió que la próxima vez lo avisara con anticipación. Para esperarme… y que no hubiera problemas.

—Llegué cargado con todo esto —me dijo—. Somos hermanos, aunque nos separen miles de kilómetros. Aprendimos en la escuela más jodida: la de sobrevivir en este país. Aquí estamos, en medio del capitalismo mafioso, corrupto, que mandó al carajo todos los ideales. Solo nos quedó la resaca del vodka.

¿Cambiar todo esto por lavar platos en Suecia? Seis meses de pensar, renegar, mandar todo al diablo. Allá era trabajo basura, por siempre. O volver.

Un día, alguien en el trabajo mencionó la «fiesta del pene». Era la Noche de San Juan, la más bella de la primavera sueca. Festejo pagano. Fertilidad, alcohol, sexo libre, música, baile hasta el amanecer. Comida, trago y preservativos por montones. Un homenaje a Freyr, dios fálico de amor, paz y placer. El “Midsummer”. Un oasis. Un instante de felicidad perfecta, aunque breve.

Entre fogatas, tragos y sexo, descubrimos tiendas de juguetes sexuales, manuales, revistas, películas, todo para una revolución erótica.

Ahí nació la idea: ¿por qué no llevar esa magia a Rusia? Crear su propia «noche de verano». Sacarlos de la ignorancia sexual del socialismo.

Conseguí una edición rusa ilustrada del Kama Sutra, traducida por algún exiliado frustrado. Diosas hindúes en poses imposibles, doce formas de hacer el amor, ocho posturas para el placer divino. La unión sagrada. No se encuentra en ninguna librería de Moscú. Ni en la calle Arbat, la de los anticuarios.

—Nosotros tenemos algo parecido —le conté—. En mayo celebramos la fiesta de la fertilidad. Santa Veracruz Tatala. No será igual, pero hay trago, y siempre un rincón para hacer el amor… con alguna cholita engañada.

—Sería bonito conocer una cholita. Cantarle “Verbenita, ¿a qué has venido?, ¿quién te ha llamado, verbenita? Contigo, ya no con otras…”.

—¿Y qué hacemos con todo esto? ¿Dónde lo vendemos?

—Ahora hay mercados informales en cada rincón. Vendemos donde se pueda.

Y así fue. Recorrimos kioscos en el centro de Moscú. Al principio, rechazo general. “¡Pornografía!”, decían. “Eso no se vende”. Pero les explicamos: esto es salud, placer, libertad. Los más osados aceptaron, encantados con las ganancias.

En un mes, vendimos todo. La curiosidad venció al tabú. Las mujeres cuchicheaban: “¡Dios mío, esto lo trajo el capitalismo!”. Dudaban. Pero volvían. Compraban un pene entre risas nerviosas, horrorizadas, pero excitadas. Lo más vendido: el Kama Sutra y la lencería. Querían aprender a desnudarse con elegancia, mostrar todo lentamente, convertir el sexo en arte.

Viajamos juntos a Estocolmo a abastecernos. Traíamos listas de encargos: vibradores, lencería, manuales. En la frontera nos esperaba nuestro amigo Bolodia, feliz de vernos…

—¿¿¿¿¿Solo esto trajeron???? —preguntó, sorprendido.
Sus amigos también llegaron, curiosos por ver lo que llevábamos. Les regalamos algunos juguetes. Se volvieron nuestros cómplices y clientes.
—Vengan cuando quieran, están en su casa —dijeron, felices.

Ya no había regateos. Los kiosqueros nos esperaban con ansias. Se llevaron todo. Con Thato Muzibuko empezamos a planear el próximo viaje. Teníamos cientos de clientes. La demanda crecía cada día. Y no hay peor cosa que una demanda insatisfecha.

Volvimos a Suecia la semana siguiente. Llenamos el vagón del tren. Los aduaneros, felices con sus regalos. La gente nos quitaba la mercadería de las manos. Nos preguntábamos:
—¿Qué pasó? ¿Por qué tanto interés?

—La gente está cada día más cachonda y más curiosa —nos dijo uno.

Pero a los dos días, llegó la KGB y la milicia. Se llevaron todo. Querían arrestarnos por vender “material prohibido”. Dijeron que no existía el comercio libre.
—Esto es pornografía —gritaban.
No querían ni recibir dinero. Arrasaron como hordas estalinistas, llevándose todo.

Nos miramos sin tener una respuesta, sin saber qué podíamos hacer para recuperar la mercadería, nuestro trabajo. ¿Debíamos cruzarnos de brazos, aceptar la derrota y quedarnos en la ruina? ¿O existía alguna otra alternativa?

Llenos de bronca e impotencia, nos fuimos a emborrachar al bar de Chuck Norris, que acababa de abrir en el centro de Moscú. Era la discoteca de moda, decorada con fotografías de patadas voladoras, ropa usada en sus películas, cerbatanas y nunchakus en vitrinas de cristal.

Allí estaban los amigos de la universidad. Nos sentamos a tomar con ellos, y alguien preguntó cómo nos iba con el negocio. Les compartimos nuestra desgracia. Algunos mostraron cara de asombro, otros maldijeron a la KGB.
—¡Hijos de puta! —fue la expresión más común—. Creen que siguen en la época del socialismo. Tenemos nuevas leyes, un nuevo código de comercio; ahora vivimos en un libre mercado.

Uno de ellos se acercó y me entregó su tarjeta. Era abogado. Había abierto el primer bufete privado de abogados. Daban todo tipo de asesoramiento. Quedamos en llamarlo al día siguiente y tener una reunión. Hablaba con entusiasmo: decía que teníamos todo para ganar, que las nuevas leyes nos amparaban. Nuestra pelea era la de David contra Goliat. El comité de seguridad del Estado, la temida KGB, era nuestro demandado. Aquel abogado, de apenas un metro sesenta, sería nuestro defensor.

La borrachera se disolvió con el amanecer. Desperté abrazado a una mujer hermosa, que me preguntaba sobre el negocio. Le conté qué hacíamos, qué vendíamos. El rumor sobre nuestros productos se había esparcido como reguero de pólvora por todo Moscú. Solo me quedaban unas fotos y unos catálogos. Me preguntó qué era eso, qué era un vibrador, asombrada por los tamaños de los penes de goma y las tangas hilo dental. Me pidió que no me olvidara de ella cuando regresara con más mercadería. Si necesitaba una modelo, se ofrecía con cuerpo y curiosidad incluidos.

Le conté a Thato Muzibuko sobre esa noche, la mujer y su interés en ser cómplice y modelo. El rumor, el chisme, era ya vox populi. Se quedó pensativo y con voz desgarrada me dijo:
—No podemos quedarnos de brazos cruzados. Algo tenemos que hacer.

Le di la tarjeta del abogado y su bufete. No perdíamos nada con llamarlo y tener una reunión. Almorzamos con él. Nos dio una larga charla sobre las nuevas leyes.

—Con la perestroika, todo cambió. Desde que dejamos de ser la Unión Soviética y volvimos a ser, según él, la Rusia del siglo XVIII, el país estaba en transformación.

—No puedo ayudarlos como personas naturales —dijo—. Necesitan un paraguas legal que los proteja.

—Para eso estás tú —le respondí.

—No, me refiero a una estructura legal. Deben constituir una empresa. Así tendrán personalidad jurídica, y el nuevo código de comercio los protegerá. Si no, serán solo dos ciudadanos enfrentándose a un monstruo.

Sacó el nuevo Código Civil y nos leyó varias cláusulas que protegían a las empresas privadas. La nueva sociedad necesitaba nuevas reglas.

—¿Y qué tenemos que hacer?

—Constituir una empresa. Busquen un nombre. Necesitan un auditor que delimite el patrimonio. El testimonio de constitución lo redacto yo. Nos vemos mañana.

Nos pusimos a pensar en un nombre. Intentamos unir nuestros países, nuestros nombres, nuestros apellidos. Nada nos convencía. Nada representaba lo que queríamos hacer. Entonces recordé un libro que había leído: Las aventuras de Casanova. Luego vi la película. Sonaba bonito.

—¿Qué es Casanova? —me preguntó Thato.

—Es el apellido del conde Giacomo Casanova. Fue aventurero, libertino, historiador, escritor, diplomático, jurista, violinista, agente secreto… un seductor empedernido. Enamoraba a mujeres sin importar su estado civil. Utilizaba todas las artimañas posibles para seducirlas, y nunca lo rechazaban. Todas caían a sus pies.

Le conté que escribió su vida en Histoire de ma vie (Memorias de Casanova), donde relata cómo conquistó a ciento cincuenta y cuatro mujeres de la nobleza europea. A mediados del siglo XVIII, fue amante de Josefina Bonaparte mientras ella vivía en su exilio por ser infértil y no poder darle un hijo a Napoleón. También vivió largas temporadas con Catalina la Grande en San Petersburgo. Ella se sonrojaba al hablar de él, cerraba los ojos y suspiraba recordando sus encuentros. Contaba que fue su mejor amante, su mejor maestro. Compartía con sus amigas las travesuras que hacían juntos. Nunca olvidaría esos múltiples orgasmos entre sus brazos. A su lado no conoció la disfunción orgásmica ni el dolor de cabeza por frustración. Casanova le enseñó todo: la naturaleza orgiástica y salvaje de la nobleza europea.

Murió persiguiendo los fantasmas de sus amantes, en sesiones esotéricas, alrededor de una mesa hexagonal y una estrella de cinco puntas, entre ancianos que recordaban aventuras y sueños eróticos. El placer del sexo era lo más importante para él. Nunca dejó a ninguna insatisfecha.

Me puse a garabatear en el cuaderno:
Casanova S.R.L. — Sociedad de Responsabilidad Limitada.
Importaciones y Exportaciones de Artículos Domésticos, de Lujo y Placer.

Nos reímos, pero sabíamos que ese sería el mejor nombre. Representaba perfectamente la esencia de nuestro negocio.

Ese fue el inicio de nuestro primer emprendimiento. Y de la revolución que hicimos.

Al día siguiente, el abogado llegó cargado de libros, códigos y leyes que amparaban la legalidad del negocio. Hizo una lista detallada para presentar la querella contra la KGB, exigiendo la devolución de la mercadería y una indemnización por lucro cesante.

El nombre le pareció excelente. Él también había leído Histoire de ma vie.

  • Nombre: “Casanova S.R.L.” — Sociedad de Responsabilidad Limitada, Importaciones y Exportaciones de Artículos Domésticos, de Lujo y Placer.
  • Objeto: Importación de artículos de placer doméstico.
  • Capital: 1.000.000 de rublos, divididos en mil acciones de mil rublos, con una participación del 50 % para cada socio.
  • Poder del representante: número de testimonio notarial, año y duración.

Teníamos nuestra empresa legalmente constituida. Ahora venía lo difícil: enfrentarnos al monstruo. El abogado instaló su búnker de operaciones en nuestro pequeño departamento. La mesa fue ocupada por montones de libros: códigos penales de varios países, el nuevo Código Civil ruso —que incluía la parte comercial— y nos daba las herramientas para reclamar nuestros derechos. Nos dio una larga charla, detallando artículos del código y de la nueva constitución.

—El Código Civil, en su segunda parte, incluye el derecho a la propiedad, los contratos especiales y la responsabilidad contractual —dijo el abogado—. Este será uno de nuestros principales argumentos en la querella. De hecho, todo esto es prácticamente una copia del Código de Comercio alemán.


—En la nueva Constitución rusa, el artículo seis garantiza la protección de los derechos y libertades de todos. Es fundamental el principio de igualdad entre las partes. En el viejo Código Civil socialista no existía el derecho a la propiedad. Pero ahora, en el artículo ocho, se reconoce explícitamente la propiedad privada.


—Ese fue el artículo que nos jodió —añadió con una sonrisa amarga—, porque permitió la privatización de las empresas públicas. Se liquidó todo al precio que quisieron. El Código Civil reconoce el derecho de posesión, uso, goce y disposición de los bienes. Esto viene desde los códigos romanos, de la época de los emperadores: el famoso usus, fructus et abusus. La ley protege el derecho a tener bienes, poseerlos y disfrutarlos.

—Con todo este sustento legal, prepararemos nuestra querella contra el FSB —el Servicio Federal de Seguridad, la ex KGB, que al final sigue siendo lo mismo. Quieren seguir gobernando con sus leyes anacrónicas de la época del socialismo.

Estábamos dispuestos a dar pelea. Sería la primera vez que alguien se enfrentara a la KGB. Fueron setenta años de miedo. Todos sabían que desde la Lubianka se veía Siberia (Lubianka: la calle donde están las oficinas de la KGB en Moscú).

El abogado trajo un largo documento que justificaba nuestra demanda. Solo faltaba encontrar el juzgado más conveniente para presentarla, un juzgado competente, como dice la ley.

—Tenemos seis meses para que todo esto se resuelva a nuestro favor —dijo—, o al de la KGB. Ese es el plazo legal desde la fecha del delito. Si no, prescribe. Pero no se preocupen: si tenemos que llegar hasta el Tribunal Constitucional de Rusia, la máxima autoridad, lo haremos.

Presentamos la demanda ante el Juzgado Quinto en lo Civil, en la avenida Kitaygorodsky N.º 45-78. Al dejar la demanda, todos se sorprendieron.

La respuesta del FSB y sus abogados fue inmediata. Al principio lo rechazaron todo. Para ellos, la ley seguía siendo la de los códigos socialistas: la propiedad privada no existía, el comercio privado era ilegal. Alegaron especulación, contrabando, pornografía.

Fueron dos semanas de debates y revisiones legales. El nuevo Código Civil permitía el libre comercio, siempre que se mantuviera dentro de la moral y las buenas costumbres.

La sentencia del juez fue clara:

«Todo el material en litigio es de carácter profiláctico, destinado a terapias físicas y psíquicas. No existe motivo legal para sancionar, castigar ni expropiar estos insumos terapéuticos.
Entiéndase por insumos terapéuticos: materiales, dispositivos, equipos y medicamentos utilizados para el tratamiento y la prevención de enfermedades. Estos insumos pueden incluir medicamentos, equipos médicos, dispositivos de rehabilitación.
Por lo tanto, deben ser devueltos a sus legítimos propietarios, con compensación por gastos, pérdidas, lucro cesante y todos los daños que esto haya implicado.»

El FSB alegó que no existía presupuesto para pagar los daños y perjuicios dictaminados por el juez. Como compensación, ofrecieron un local comercial en el centro de Moscú, en la esquina de las calles Kuznetsky Most y Bolshaya Dmitrovka, detrás del teatro Bolshói, en calidad de usufructo durante diez años, con opción de compra.

Ahora que la propiedad privada era legal, aceptamos, aunque a regañadientes. Pedimos quince años, alquileres congelados sin incrementos y pagos en moneda local.

El juez aceptó nuestra solicitud. Acordamos, firmamos, con todos los timbres y rúbricas del caso. Estrechamos las manos. Como gesto de reciprocidad, invitamos a jueces, litigantes y querellantes a comer al restaurante “Pekín”. Una variedad de platos típicos, con el mejor vodka disponible.

El abogado estatal pidió una cláusula de honor:

—No está incluida en el acuerdo firmado —dijo—, pero me gustaría agregar que el FSB gozará de ciertos privilegios en la compra de los artículos profilácticos importados. Recibirían folletos, catálogos, fotografías y material promocional sobre los avances tecnológicos del rubro.

Aceptamos todo y sellamos el compromiso con un brindis de cien gramos de vodka, el mejor del mercado.

Estábamos cerca a la  plaza roja, éramos vecinos del Kremlin , desde la ventana del  baño se veía la torre la torre del Salvador, con las campanas que dan la hora y la estrella de rubí  en la punta, la tienda lucia la elegancia de una tienda especializada en artículos domésticos y del hogar, los penes dorados en fila como candelabros, la ropa íntima la lencería de lujo como iconos religiosos colgando en las vitrinas Thato había decorado la vitrina con una instalación de neones que decía:
«Свобода начинается с оргазма» (La libertad empieza con un orgasmo).

La primera tienda en el centro de Moscú fue un desafío a la imaginación. Fue como si el realismo mágico por fin hubiera llegado a Moscú. Recibimos de todo: felicitaciones, reclamos, insultos, abrazos. Mujeres que entraban con una mezcla de vergüenza, deseo y picardía, teníamos asiduos clientes especiales VIP dispuestos a satisfacer su curiosidad. Eran nuestros viejos amigos de la KGB y autoridades del gobierno. La tienda creció. Abrimos nuevas sucursales. En San Petersburgo, una mujer lloró al probar su primer vibrador. En Novosibirsk, un viejo obrero de la era soviética compró esposas de peluche y dijo que, por fin, sentía que controlaba algo en su vida. En Vladivostok, los marinos llegaban en masa, buscando “souvenirs” que sus esposas nunca imaginarían

También llegaron gays, lesbianas, arrastrados por la misma mezcla de urgencia y misterio. No salieron del clóset, pero sí atravesaron la cortina de hierro. Porque la homofobia no cambiaría tan fácilmente. El gobierno seguía castigando a hombres y mujeres por aquello que consideraba desviaciones perversas. aún se persigue a los homosexuales con leyes arcaicas. La televisión seguía condenando la “degeneración occidental”, Aunque el mundo comenzaba a aceptar las diferencias, con nombres y matices nuevos, en Rusia seguíamos atrapados en un lenguaje viejo y cruel. Mientras los ministros usaban nuestros productos importados en sus departamentos de lujo compraban  la posibilidad de liberarse en secreto. De fingir normalidad en público y desatarse en privado

Thato con su piel morena del color de la tierra mojada y sus ojos tristes de exiliado perpetuo, caminaba cada noche por el local de Kuznetsky Most como si fuera una galería de arte revolucionario. Tocaba con cuidado las vitrinas donde descansaban dildos, látigos de cuero, aceites afrodisíacos y corsets de encaje rojo. A veces, se detenía frente a los maniquíes que vestían tangas y antifaces, y les hablaba en voz baja, como si pudiera despertar a los fantasmas del deseo reprimido.

—Moscú está aprendiendo a gemir —decía. había visto de todo: generales que compraban plugs anales envueltos en diarios, esposas de burócratas que venían en grupo a reírse entre susurros, y hasta un cura ortodoxo que pedía penes condones como si fueran velas benditas. Lo que no había visto era a alguien diciendo la verdad en voz alta. Seguía habiendo miedo. Miedo al cuerpo, al goce, a no ser como todos los demás. Pero también había algo nuevo, vibrando bajo la superficie. Una noche, mientras cerrábamos la tienda, Thato me miró con esa mezcla de serenidad y rabia que lo definía y me dijo:

—¿Te das cuenta? Esto no es solo negocio. Esto es política. Revolución. ¿Quién hubiera pensado que los consoladores serían nuestras armas?

Nos reímos. Pero él no bromeaba. Thato Musibuko se convirtió en leyenda antes de que siquiera lo decidiéramos. Era imposible esconderlo: un negro zulu, elegante y descarado, vendiendo lencería sadomasoquista en el centro de Moscú. Su sola presencia era un manifiesto político. Una afrenta al viejo orden. Cuando lo nombramos gerente general y vocero oficial de Casanova S.R.L., las cámaras no pararon de llegar. Al principio lo hacían por morbo. “El africano que vende placer en tierra de ortodoxos”. Pero él los recibía con una sonrisa, citando los versos  de Pushkin, Eisenin y Mayakovski.

Esa fue nuestra revolución: no la que soñamos, ni la que fuimos a estudiar, ni la que queríamos hacer. Pero sí fue un paso hacia algo completamente distinto. La revolución del sexo. Oculta detrás de la cortina de hierro. Hicimos una revolución distinta. Callada. Viscosa. Indecente. Pero viva. La única que, hasta ahora, no han podido aplastar

A veces, cuando camino por Moscú,  escucho  en el tranvía, los ecos de la risa nerviosa de una mujer entrando por primera vez a la tienda, en el sonido sordo de una caja vibrando por un juguete que tiene adentro. Pienso en Casanova. En su sombra larga. En cómo su nombre terminó escrito con letras doradas sobre una tienda de juguetes sexuales a metros del Bolshói. Quién diría. Tal vez eso también sea una forma de eternidad—donde sea que esté reivindicamos su nombre y su galantería.

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