Oscar Seidel
Ayer llegó al pueblo un grupo de campesinos huyéndole a la peste de los grupos al margen de la ley. Cansados de estar escondidos varios días en la selva, y con el presentimiento de sentirse inútiles esperando que la muerte los visitara, resolvieron frentear la situación antes que los insurgentes los capturaran. Los tenían acorralados, no podían comer ni dormir. En algún momento trataron de entregarse y decirles a los insurgentes que ellos no eran gente de andar buscando pleitos, y que lo único que querían era estar en paz junto con sus familias. Pero analizaron que el daño que ellos les habían hecho no tenía perdón. Entonces, marcharon hacia el pueblo a pedir protección, y ahí les informaron que fueran donde el personero a poner la denuncia, porque el único fiscal que había abandonó el cargo hace dos semanas por estar amenazado.
—¿Qué tiene por declarar? —preguntó el personero.
—Vea, doctor, póngame atención: nuestro caserío era una fiesta hasta que llegaron los hijos de puerca a cambiar nuestras costumbres. Retumbaban la marimba y el cununo, y el viche se saboreaba con placer para arrecharse y bailar con las mulatas. Aquella noche del alabao se aparecieron. Estábamos celebrando el velorio de mi compadre, a quien tuvimos que lavarle el barro que traía impregnado en la ropa, luego bañarlo con sahumerio porque olía a mico, enseguida le enjuagaron la boca con yedra debido al mal aliento que tenía, y con el zumo de ésta le untaron todo el cuerpo para que no hediera a podrisiña durante el tiempo que iba a durar el lloro. Y estábamos a la expectativa de las tres mujeres de mi compadre, porque con el viche encima se iba a armar la del diablo entre ellas, y todos los convidados al alabao estaban que se bailaban en una patica ya que vieron cómo llegaron con la recua de hijos, las libras de café tostado, pacas de cigarrillos Pielroja y damajuanas de viche para ofrecer a los asistentes, y hasta trajeron cerdo para la última noche; toda esta parafernalia para que Dios le sacara las penas por haber muerto de esa manera. No se contentaron con destruir nuestros cultivos y apoderarse de nuestros bienes, sino que esa noche del alabao de mi compadre violaron a nuestras mujeres, y a la que puso resistencia le pegaron un tiro en la cabeza. El escarnio público a que se vieron sometidas cambió por completo el entorno familiar, y muchos hijos para no ver en el futuro convertidas en putas a sus madres y hermanas, prefirieron enrolarse en el ejército, y algún día vengar esta afrenta. Desde aquel momento, perdimos nuestro patrimonio moral y económico.
Después de haber comido, cogieron una churria tenaz, y como se limpiaban el rabo con la hoja de la mata de rascadera, quedaron deshidratados con el culo colorado.
—¿Qué acciones tomó la comunidad del caserío?
—Los hombres tuvimos que huir de la zona porque nos obligaron a sembrar la bendita mata de coca. Nosotros somos campesinos dedicados a explotar el bosque, y no íbamos a cambiar de un momento a otro nuestra cultura ancestral. Y nos fuimos. Llevábamos cuatro horas de andar por el monte con rumbo desconocido, cuando los bandidos nos atraparon. Marchamos un buen rato amarrados y golpeados por esa gente que no es de nuestra región. ¡Ah!, y para colmo, nos asignaron buscar la comida y cocinarles. Fue la oportunidad que nos dieron para empezar la venganza y tramar la huida. Nos adentramos en el monte, cazamos guatines y micos, y descolgamos de los árboles una semilla roja diarreica para sazonar la comida. Al rato, les servimos; después de haber comido, cogieron una churria tenaz, y como se limpiaban el rabo con la hoja de la mata de rascadera, quedaron deshidratados con el culo colorado, y no pudieron desplazarse con rapidez.
—¿Ustedes sufrieron algún castigo por esa acción?
—No, doctor, ellos estaban muy enfermos. El único consuelo que nos dio fue que estaban más perdidos que nosotros, y se enloquecieron con la picadura del jején y las víboras. Después de haber caminado durante cuatro días, el jefe de la cuadrilla me obligó a colocarme al frente para guiar a esta mano de hombres sin destino, hasta un lugar en donde se pudiera ver la luz del sol. Habíamos recorrido cierta distancia, cuando reconocí el territorio: los árboles de mangle y guayacán me hicieron recordar que estábamos cerca al profundo guandal que días atrás se tragó a mi compadre. Con señas informé a mis otros tres paisanos sobre el plan que iba a realizar más adelante del camino, y con la mirada los previne para no entrar de primeros al pantano, sino esperar a que yo los condujera a su destino final. Nos quedamos agazapados detrás de unos árboles de mangle. Callados, nos mirábamos sin decir nada, viendo cómo uno a uno iban quedando enterrados en el guandal.
—¿Dónde quedaron los cadáveres de los insurgentes?
—En lo profundo del pantano.
—¿Qué hicieron luego de cometer ese delito?
—¿Cuál delito, doctor? Si lo que hicimos fue en defensa propia. Esa mañana, riéndonos llegamos victoriosos a nuestros ranchos. Nadie nos recibió; nuestras mujeres e hijas se habían escondido. Tomamos la decisión de irnos para siempre de allí, porque eso se volvió tierra de nadie, sin Dios ni autoridad.
—Si les aplicara la ley, tendría que abrirles un expediente por asesinato.
—¡Maldita nuestra suerte! Por punta y punta nos persiguen.
—Por ahora, quedan sub júdice, ya que no puedo decidir su caso. Los declaro interinamente culpables.
—¿Usted de qué se las está picando, doctor? Si usted no es el fiscal. A usted le ordenaron recibir las quejas por violación de los derechos humanos, no que se las diera de fiscal. ¡Qué falta nos hace tener en Bogotá una representación en el Congreso de la República que nos defienda de todos estos badulaques!
El Alto Comisionado trató de convencerlos de que el Ministerio de Defensa había tomado medidas de hecho con la presencia de la policía y el ejército.
No existía otra alternativa: el grupo de campesinos desplazados emigraron a Bogotá, dado que no tenían ninguna seguridad jurídica.
—Señor Alto Comisionado, afuera hay un grupo de desplazados del Pacífico que quieren hablar con usted —dijo la secretaria del despacho.
—¿Qué problema de orden público hay? Mándelos al Ministerio del Interior.
—Doctor, esa gente no quiere ir para ningún lado. Dicen que, si usted no los atiende, se quedarán aguantando frío hasta que los escuchen. Les da lo mismo fallecer aquí en Bogotá que allá en su territorio. Que de todos modos van a morir si no ponen en cintura a los insurgentes.
—Bueno, hágalos seguir.
El vocero de los desplazados hizo el análisis de la penosa situación que se estaba viviendo en la región. Manifestó que el conflicto no era culpa de ellos, que no lo habían propiciado. Dijo que era un problema de Estado, por el olvido secular al que habían sometido al Pacífico. El Alto Comisionado trató de convencerlos de que el Ministerio de Defensa había tomado medidas de hecho con la presencia de la policía y el ejército, y que, por ahora, no podía el Gobierno central hacer más. Que dejaran de echarle la culpa al glifosato y a los insurgentes, que el problema era la siembra de la bendita mata de coca. Los campesinos salieron desalentados de la reunión, pero no se amilanaron; a su territorio llegarían algún día con soluciones efectivas al conflicto.
Con el tiempo, organizaron un colectivo de desplazados, que tuvo eco en otras regiones del país, y que eran víctimas del mismo flagelo. Su presión fue tan grande que en Bogotá el Gobierno central los escuchó y tuvo que negociar con los grupos insurgentes y acabar con la fumigación de glifosato. Al firmarse el Acuerdo de Paz, les devolvieron sus tierras, se juntaron con la familia y recuperaron la memoria cultural que habían perdido.
En el Pacífico no hubo venganza alguna contra los grupos al margen de la ley que se acogieron a la justicia. Aquí nadie ganó en el conflicto, sólo se impuso la bendita mata de coca que cada día crece e invade más el territorio del litoral Pacífico.