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Mujeres que hablan

Irma Verolín

Hablábamos, constantemente hablábamos de las distintas maniobras  a las que podíamos recurrir para que nuestros cuerpos de mujeres todavía  frescos se defendieran de la vejez. Queríamos ser  siempre jóvenes, siempre y, aunque sabíamos que eso era inverosímil, intentábamos que la vejez tardara en llegar como si la vejez fuese una visita y nuestros cuerpos, un lugar habitable.

Hablar es gratis, pero mientras tanto el tiempo pasa y el asunto justamente era ese, que el tiempo no paseara en lo más mínimo, porque, al pasar, el tiempo hacía con nuestra piel lo que el hollín de la cocina le provocaba a las paredes y no había manera de evitarlo.

Sí, hablábamos y sentíamos que por el simple hecho de hablar exorcizábamos la vejez y, teniendo en cuenta que  hablábamos mucho, mucho, mucho, abrigábamos la esperanza de que nuestros cuerpos lucieran lo mejor posible; y conste que no lo hacíamos por vanidad sino por amor a la belleza, a la belleza en sí misma, desnuda, a la belleza abierta al futuro. A la belleza abierta y desnuda.

Mi abuela era la más apasionada por estos temas. Alzaba sus brazos mientras decía:

– Para que las venas no sobresalgan y la piel del dorso de las manos se vea aplacada y lisa hay que hacer así, ¿ven?

Y nosotras veíamos las venas azules en las manos de mi abuela luchar contra la domesticación que la alzada de brazos le imponía. Contemplábamos sus manos bien altas allá arriba, paralelas, y su cabeza apenas inclinada hacia atrás.  A decir verdad, los esfuerzos resultaban pobres en este caso. Quizá por eso una de mis tías sacaba a relucir el intrincado asunto de tener dinero:

– Teniendo plata -nos explicaba-  hay tratamientos, hay mil cosas  que pueden hacerse en las piernas, en la cara, en la panza.

Mientras mi tía hablaba se iba tocando el cuerpo con cierta brutalidad, al final terminó diciendo de un tirón:

-Hay que tener plata, hay que tener plata. Esa es la cuestión.

 Su comentario echaba al suelo cualquiera de nuestras ilusiones y la buena voluntad al respecto. En fin. Entonces otra tía  propuso un ejercicio de rodillas, algo barato de por sí que ayudaba a que la vejez no encontrara apetecible las  articulaciones de los miembros inferiores y huyera de nosotras al menos por un considerable momento. En las rodillas, todo el mundo sabe, se nota la edad.

Lo peor son las patas de gallo. Quién no lo sabía. Así que en semejante instancia de la conversación le tocaba el turno al beneficio de usar cremas, de las que se venden y de esas otras que una fabrica en su propia casa después de hurgar en la heladera y de arrancar yuyitos en el patio del fondo.

Las patas de gallo producían un efecto contrastante en el rumbo de nuestras conversaciones. Por un lado nos daban bríos, entusiasmo, parecía fácil echar mano a un ungüento y desparramarlo alrededor de los ojos. Pero después, lamentablemente, sobrevenía el cansancio, la falta de confianza  con respecto a lo que la tierra puede hacer  en la apariencia de nuestra piel. ¿No era ingenuo acaso confiar en algo tan inocente como un  puñado de barro mezclado con no sé qué? Creo que  enfocarnos en  lo primitivo  de la tierra nos amilanaba las ilusiones.

Inevitablemente en algún recodo  de nuestras charlas, por lo general cuando hablábamos de la esbeltez de la figura,  aparecía el tema de las dietas. Ahí sí que nos explayábamos,  ya que  el resultado dependía de nuestra voluntad, de la disciplina, como solía repetir mi abuela que seguía con los brazos en alto procurando aplacar el color azul de sus venas. La palabra “disciplina” se hacía agua en la boca de mi abuela que al pronunciarla la volvía deslizante, suave, plumífera. Pero la palabra no era tan buena  si la comparábamos con otra idea que brotaba de inmediato: para verse joven es necesario tener una vida placentera,  preferiblemente ociosa. Eso se nota enseguida. Y  de nuevo volvíamos al dichoso asunto de tener o no tener plata. Claro, nosotras no teníamos. Y  ahí estaba el problema.

Así un día y otro. Hasta que una tía que estaba sentada de manera poco elegante en la silla, toda despatarrada ella, hizo un comentario que nos impactó. Dijo:

-No puede ser verdadero asociar la belleza con la plata. Algo no encaja aquí.

Nos gustó la frase, qué más da. Cosas así no se dicen todos los días.  La tía se dio cuenta de que su idea había caído bien, de modo que empezó a  decirla a cada rato y, como era de esperarse, la frase se gastó, se volvió vieja de tanto ser trajinada. Y, de buenas a primeras,  nos encontramos con la frase hecha trizas, absolutamente estropeada. Gran error. Esta clase de oportunidades se presenta cada muerte de obispo. Después del percance la tía no volvió a abrir la boca por largo tiempo,  unos cuantos meses digamos.

Hablábamos, hablábamos, qué gran invento la palabra, sin la palabra quién hubiera podido preservar nuestra juventud. Una tarde la abuela dijo que si queríamos mantenernos jóvenes lo mejor era hablar menos y hacer más. Pero hacer qué. ¿Acaso no se desgasta el cuerpo con el trajín? Desgastar, qué palabra triste, en ella se entrometían dos de nuestras inquietudes primordiales: el dinero y el tiempo. Al no tener lo primero, nos veíamos obligadas a refugiarnos en lo segundo y malgastarlo era sucumbir ante lo temido. Hacer, hacer, para evitar que la vejez nos sorprendiera. Eso, exactamente eso, lo que pretendíamos evitar era la sorpresa. ¿Quién podía asegurarnos que íbamos a conseguirlo  en un mundo en el que nada se podía prever?  Posiblemente escapando de la incertidumbre habíamos llenado nuestras casas de espejos. Son útiles los espejos. No dejan ni a sol ni a sombra lo que hay que ver, tienen la intención de lo nítido y nos ayudan en nuestro entrenamiento. Además, frente a cualquier espejo lo primero que una mujer hace es dejar de hablar. Sin embargo nunca nos quedó claro si al dejar de hablar no estábamos renunciando a nuestra arma más potente en la lucha emprendida contra la vejez o si le estábamos dando calce a la conciencia plena que nos abriría la puerta de la más grande de las comprensiones. Así es que los espejos nos turbaban, nos volvían vacilantes. Un efecto contrario nos producían las palabras que, al ser dichas con al menos un poco de convicción, nos envalentonaban. Todo lo que habíamos logrado mientras hablábamos parecía empalidecerse delante de un espejo. Atareadas por el ir y venir de aquí para allá entre las palabras y las evidencias, sucedió que un día  cayó de improviso el vecino de la vuelta, el que siempre saca a pasear su perro de madrugada, ese que pintó de rojo la cerca que rodea su casa. Y nos escuchó, al menos escuchó algunos de nuestros comentarios mientras venía avanzando por el zaguán, un poquito antes de atravesar el patio. El hombre se paró en seco. Y lo vimos.  Intentamos disimular que estaba ahí, frente a nuestras propias narices o, mejor dicho, en el centro recalcitrante de  nuestra casa.  Podría decirse que él estaba pero que no nos miraba como quien dice a nosotras sino al aire que nos vinculaba, ese aire  ligero que se precipita hacia atrás y hacia el futuro ininterrumpidamente. Cualquiera hubiera podido creer que este hombre se había convertido en estatua de sal, pero no. Sus orejas estaban alertas, era solamente el estupor. Por primera vez nuestras palabras nos  indicaban su verdadero destino. La presencia  masculina las había puesto al descubierto. Y ya no supimos qué hacer con  aquel hombre entrometido donde nadie lo había llamado, con nuestros cuerpos, con nuestras palabras. Por un  instante nosotras sí nos convertimos en estatuas de sal. Estatuas blancas y quebradizas, pensé yo. No movernos, no parpadear, dejar los músculos relajados y, por supuesto, no hablar, así, de esta sencilla manera le ganaríamos unas cuantas batallas a la vejez. Es bien conocido que las muecas son el germen de las futuras arrugas. Sin querer nuestro vecino  con su  visita inesperada nos había dado la gran solución. Supongo que por ese motivo me quedé quieta,  no se  me movió ni un músculo del cuerpo cuando  él me hizo una pregunta ni cuando mis tías me sacudieron haciéndome otras preguntas ni tampoco cuando la abuela puso el grito en el cielo. Nada. Lo que no  pude entender es por qué nadie comprendía que mi quietud no era el principio de ninguna desgracia sino el  final de un  trayecto que todas habíamos emprendido juntas, la solución de nuestro problema. Ahora, lo mismo que las estatuas, soy perfecta, el tiempo apenas me roza. Quisiera que todos descubrieran esta clase de belleza. Insisto, no me muevo, a lo mejor es contagioso y las otras mujeres  en este patio igual que yo alcanzan la juventud eterna, la única que legítimamente se puede alcanzar en  este mundo disparatado.

¿Quién me mira? ¿Quién sabe algo de mí ahora que estoy tan quieta? Nadie pronuncia mi nombre, sin palabras no existo. Del otro lado el espejo el mundo es completamente  liso y más transparente aún, del otro lado naufragan palabras y movimientos.  El mundo entero reluce y yo estoy allí.  De una buena vez comprendo que la perfección está fuera del tiempo. Reconozcámoslo, el tiempo está hecho de palabras que   en  sus  infinitos desplazamientos se ocupan de  tejer y destejer  a nuestras espaldas lo más frágil, lo que abunda y, si no le prestamos  la debida atención,  termina cobijándose a sí mismo en ese otro lado, liso y supongo que resbaloso, ancho, más que ancho, inconmensurable. Mi cuerpo está flotando fuera del tiempo y nada lo roza, sólo el silencio me llega, el silencio que es un lugar impensado, el más amplio que alguien jamás concibió, un mar sin agua, un mar en éxtasis. Sólo mar. Ese mar respira  en mi interior y el reflejo de ese mar me respira a mí. Una respiración tan larga y permanente que anula cualquier  impulso de movimiento. Podría decirse que es un mar de luz, una intemperie de luz. Entonces cuando todo está en un equilibrio que parece inalterable, por allá lejos se filtra nítida la voz de mi abuela que acaba de decir:

-No existe mejor  ejercicio que mover los músculos de la cara para que no se caiga la carne de  las mandíbulas.

La palabra carne al ser pronunciada  cuarteó la superficie del espejo y de pronto mi cuerpo fue un cuerpo más en la ronda de las mujeres del patio. Pesa de pronto mi cuerpo dentro de mi cuerpo.

-Si tuviéramos dinero   -dice una tía- podríamos  hacer uno de esos viajes en cápsulas que van hacia el espacio donde no hay gravedad.

-Qué interesante -agregó no sé quién.

Y  a mí de repente  se me mezclaron todos los pensamientos, sólo un ir y venir de los músculos de mi cara que se contraían y relajaban sin cesar, olas de un mar demasiado lejano para ser contemplado, un mar sin orillas, un mar agobiado por el continuo ir y venir de su propia agua, y,  en un abrir y cerrar de ojos, como dentro de un espejo roto quedé sumergida en la opaca cualidad de  una imagen avejentada.

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