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Muerte y resurrección de un eclipse

Llevo casi una semana intentando matizar, con mucha torpeza y vacilaciones, esta confesión que me tiene en vilo esta madrugada, ya casi despuntando el sol, con las pupilas reventadas de melancolía, de lúcida amargura, con tibios deseos de trascender el abatimiento, reviviendo precariamente tu adiós en la Plaza Mayor, a unos metros del Arco de cuchilleros. Las escaleras, ¿recuerdas? Ahí fue, pegados casi al pulpito desde el que se revelaban tibias verdades en el pasado, cuando nos miramos a los ojos tiempo atrás, y empezamos a conocernos de verdad. Tú y yo. Allí empezó todo. Me refiero al mundo que conocemos. Como si el universo, los dramas que asolan a la humanidad, los desastres naturales o el movimiento de los astros perdieran toda su jerarquía, su inefable relevancia, en el calor del anhelo de dos que necesitan uno el calor animal del otro, su aliento, el aroma de su piel, y todo lo demás fueran contingencias del tiempo que nos ha tocado vivir. Casi una semana y un siglo añadido, ahora que lo medito mejor, sí, cuando decidí, como un sonámbulo, desplegar las alas desgastadas, desleídas en el paso de los años, ya desacostumbradas al vuelo, una vez más, como si todo sucediera por primera vez, Ícaro del nuevo milenio. Qué tierna caída, ¿verdad? Y, además, muy pero que muy consciente de la hostia, del vértigo, de mi constante regodeo en la inexorable conciencia de la pérdida, del desgaste, del ocaso al languidecer el día, metáfora de nuestro paso fugaz por ese mundo que desdeñamos tiernamente con besos que en realidad buscaban morder el alma, siempre protegidos en la noche, en la corona del eclipse que nos habíamos prometido contemplar juntos a orillas del río. Una muerte dulce.

Hoy intenté, ganándole tiempo al descalabro del insomnio, con palabras rebuscadas a un paso de la impostura, describir tu sonrisa, el brillo de ébano de tus ojos al caer el sol, el inescrutable pensamiento que deseo con tanta fuerza y apego descifrar, pero no hallé los adjetivos, no supe aplacar esta angustia que ahora me oprime el pecho hasta arrancarme una lágrima. Y qué estúpidamente feliz me descubrí recibiendo los estigmas. «qué frialdad», me dijiste en esa despedida, con una sonrisa que se me clavó en lo que los timoratos llaman corazón, y tenías razón. Vaya que sí la tenías. Pero es que tampoco supe qué decirte en ese momento, cómo despedirme. «Cuídate», fue todo lo que pude decir, y luego te seguí con la mirada mientras cruzabas la plaza, hasta que ya no pude distinguirte de los viandantes, al otro lado, y entonces dejé de pedirte mentalmente que te giraras una última vez, que me miraras, que no me olvidaras tan rápido.

 Esta noche pude ver el movimiento de traslación de la luna, seguir detenidamente su evolución hasta que la oscuridad echó el velo en mi habitación, hasta que solo pude verte a ti a mi lado, hasta que me acosté pegado a tu ausencia, a oler tu lado de la cama. Así es como hubiera querido iniciar este texto, así se espantan los fantasmas del destierro, así se muere un poco cada día, de esta manera intento comunicarme contigo desde el extrarradio, en la frontera entre el amor y el olvido.  Pero es cierto que me cuesta hallarme en esas palabras, me jode reducir lo nuestro a esa imagen, al desencanto de la lucidez teñido de romanticismo.

No sé cuántos cigarrillos llevo esta noche, pero he tenido que vaciar el cenicero un par de veces, servirme varios cafés, mirarme la cara de idiota insomne al espejo, insultarme un poco. Ya sé qué me dirías, lo he imaginado durante horas, hasta que cerré el archivo en el ordenador y abrí el de la novela, esa en la que llevo poco más de un año trabajando para reencontrarme en el frente que hoy es tu mirada. Ahora que lo pienso detenidamente, a Jean-Pierre, uno de los protagonistas de la historia, le toca sufrir algo similar, a las puertas del hospital de Cuatro Caminos, en plena Guerra Civil, aguardando ansioso a la enfermera que arrebató su corazón hasta padecer un dolor insondable. Digo corazón y sé que no soy sincero del todo, que estas palabras tampoco son mías, que siempre he preferido ensuciar un par de páginas antes de caer en los lugares comunes de los que ahora quiero huir barranco a bajo. Y tampoco él lo es, hablo de Jean Pierre, y creo que empieza a percibir, arrastrado por la inercia del propio autor, ese pensamiento tras el pensamiento y el deseo tras la cruenta realidad que en este preciso momento lo empuja a abandonar esos proyectos inocuos, como ajenos siempre, para arriesgarse a vivir sin condiciones, sin las arbitrariedades coyunturales que doblegan toda vía de escape. Solo con la idea mordaz y latente de que no habrá otra vida para padecer y amar y asirse al absoluto que padeciendo la vida hasta las últimas consecuencias, desde la matriz de un sentimiento hasta la sepultura de todos los anhelos, como los eclipses, que despiertan la fascinación durante el espacio de unos minutos, para luego borrarlos de la memoria sin dilaciones.

 Hoy partimos al frente. Jean-Pierre y yo. Y no es por la posteridad, ni siquiera por los ideales que me han mantenido en mi sitio durante estos años, sin traicionarme, y tampoco es por los vástagos, ellos ya sabrán qué hacer cuando les toque vivir plenamente y sin concesiones; tampoco pienso ya en la victoria, puesto que ambos sabemos que eso nunca sucederá, que detrás de cualquier éxito rotundo hay una derrota aguardando desde la propia casualidad. Hoy partimos a la aventura porque amar y vivir sin fisuras es la manera en que aprendemos poco a poco a despedirnos del mundo, a aceptarlo, a buscarnos en el desconcierto de un mundo que ya no nos entiende. Y te esperaré a pie de trinchera. Ya sabes dónde y cuándo encontrarme. A unos minutos de la madrugada, en el silencio lóbrego que precede a los instantes capitales, en un plano de la vida donde puedo quererte sin recibir los estigmas. Allí, donde suelen encontrarse todas las soledades y caer en el saludable ejercicio del olvido.

a S.

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