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Morir de hambre

Jorge Muzam

Ha llovido desde anoche. Me levanté aun oscuro, tal como la mayoría de los chilenos durante estos meses invernales. Fui por leña para encender la chimenea y en el camino divisé los primeros manchones de nieve en la cumbre del gran Malalcura. Se distinguían apenas en medio de la bruma blanquecina que deja la llovizna en las montañas. Me invadió una especie de felicidad ante ese majestuoso espectáculo. Cuando era pequeño contemplaba la nieve todo el año. El sol veraniego no era capaz de derretirla por completo. Hoy las nevazones son escasas y ya en septiembre no hay rastro de ellas.

Nuestra última lectura de la madrugada me dejó afligido. En su biografía sobre Dostoievski, Henri Troyat narra lo sucedido con la familia del escritor tras su muerte. Anna Grigórievna, su viuda y albacea, dedicó sus últimos años a clasificar las pertenencias de Dostoievski. Lo hacía con devoción, consagrada a asegurarle su merecida inmortalidad. A partir de 1886 envió al Museo Histórico de Moscú cajones con libros, retratos y manuscritos. Vasili Grosmann recuerda:”Y esta mujer de cabello gris oscuro, con un gorrito, de rostro cansado pero encantador, de ojos claros, grises pero inteligentes y sonrisa joven, me mostraba, como lo hubiera hecho con cualquier admirador de Dostoievski, los manuscritos de sus memorias, las valiosas reliquias de sus archivos y las numerosas cartas que su marido le había escrito.”

Transcurre 1916 y Anna le confiesa a Grossman: “No vivo en el siglo XX sino en el XIX por los años setenta. Mis amigos son los amigos de Fiodor Mijailovich, mi mundo es el mundo de los contemporáneos ya desaparecidos de Dostoievski. Vivo de esa atmósfera.”

Arruinada por la revolución y refugiada en una pobre habitación de Crimea sobrevive a duras penas. Su hija Amada, hipocrondríaca y caprichosa, paseaba por Europa de sanatorio en sanatorio y le exigía ayudas que Anna ya no podía enviarle.  De su hijo Fiódor, que seguía en Moscú, no tenía noticias. La miseria de la mujer llegó a ser trágica. Se alimentaba de desperdicios. Se vestía con harapos y se quedaba en la cama para ahorrar energías. El primero de junio de 1918 compró dos libras de pan caliente y se las comió imprudentemente. Aquella misma noche experimentó intensos dolores de vientre. El médico diagnosticó una inflamación intestinal. El siete  de junio perdió el conocimiento. Murió el once de junio a las once de la mañana.Su cuerpo fue depositado en un nicho hasta la llegada de su hijo, pero Fiódor Fiodorovich  no pudo llegar a Yalta hasta un año más tarde.

Fiódor no tuvo mejor suerte, Al regresar a Moscú en 1921 se presentó a las autoridades soviéticas y solicitó un empleo en el partido. A pesar de las reiteradas promesas de los dirigentes no consiguió ni empleo ni ayuda monetaria ni asistencia médica. Se alojaba en un sótano helado. “El agua se congelaba en su vaso y no tenía nada que comer, ni un terrón de azúcar ni una taza de te”.

Finalmente le venció un cáncer de pecho, complicado con una pulmonía. Sufría alucinaciones y terrores místicos.¡“Haz la señal de la cruz”! “¡Haz la señal de la cruz!”gritaba a su mujer, señalándole la puerta, la silla o una jarra. O bien: “Ve a decirle a los bolcheviques que el hijo de Dostoievski se muere en un sótano” Todas las noches exigía que le leyeran versículos del Evangelio. Murió en medio de dolores atroces. «Cuando las autoridades soviéticas se enteraron de su muerte  se armó un tardío zafarrancho en toda la escala administrativa. Inmediatamente trasladaron su cadáver a un lugar oficial. Todas las flores de Moscú fueron requisadas. El día de los funerales cerraron los establecimientos estatales y las escuelas y se ordenó a la población asistir a los funerales del hijo del gran escritor revolucionario”, cuenta Troyat.

Mientras tanto, Amada Dostoievski, sin darle aparente importancia a la muerte de su hermano, seguía viajando de sanatorio en sanatorio a costa de diversas sociedades de socorro literario en el extranjero. Murió de anemia el 10 de noviembre de 1926 en Gries.

Fiódor Fiodorovich tuvo dos hijos de su segundo matrimonio.  El mayor murió dos meses antes que su padre. El segundo se llamaba Andrei  y era un hombre enérgico, aficionado a los deportes y a los libros. En 1928, un artículo en The Times reveló que el joven pasaba hambre en Rusia. Algunas personas le enviaron azúcar, arroz y margarina. Así pudo alimentarse y terminar sus estudios.

Los casos abundan, incluso entre antiguos aristócratas. Vladimir Nabokov nos relata en Habla memoria la suerte de su hermano Sergei.

Casi no sé nada de su vida durante la guerra. Durante una época estuvo empleado como traductor en una oficina de Berlín. Era un hombre franco y temerario, y criticó el régimen en presencia de sus compañeros, que le denunciaron. Fue detenido, acusado de ser «espía británico», y enviado a un campo de concentración de Hamburgo, en donde murió de inanición el 10 de enero de 1945. La suya es una de esas vidas que reclaman sin esperanza algún tipo de retrasado no sé qué —compasión, comprensión, lo que sea— que no puede ser sustituido ni redimido por el simple reconocimiento de la existencia de tal necesidad.

Avanza 1945. Europa está destrozada. La hiperkinética historia se ha ensañado con pueblos enteros. Los desplazados buscan comida, una guarida transitoria, cuando se trata de sobrevivir todo está permitido, y en esa Europa los intelectuales sobran. Nadie se ocupa de ellos. Paul Válery desfallece, no tiene a quien recurrir, el hambre toca a su puerta. Tiene que tragarse su orgullo con rapidez. Decide recurrir a su amiga Victoria Ocampo en la Argentina. Le envía cartas desesperadas pidiéndole zapatos, ropa y alimentos. Válery logra sobrevivir, no así tantos otros.


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