Pablo Cingolani
La naturaleza muerde, roe, lastima. Es tan agreste la zona que avasalla: ves a los molles que pelean su dosis líquida a la vera de las quebradas, luego sólo un tapiz de matorrales de espinas que cortan y laceran, churquis de dos metros de altura que lucen su esplendor y sus dagas y, después, sólo cactus, pura nobleza vegetal, la aristocracia de la flora donde la aspereza domina, es soberana, manda. Tu acudes como si se tratara de un edén y lo es, salvo que éste es hostil, guerrero, invencible.
Por eso, lo sientes santuario. Altar de las piedras estalladas por el sol que las hacha, sin clemencia. Territorio de grietas que buscan atraparte, que te comerían crudo si pudieran. Ámbitos indomables de lo sagrado: allí todo luce una santidad sin fisuras, allí no hay nada que hacer más que rendirte a los dueños de los cerros y escuchar sus voces y deambular por sus huellas y honrarlos como sólo se honra a lo inapelable, a lo que no tiene vuelta, a lo que se está, simplemente, en su belleza perpetua, esa que sólo se brinda si la padeces, si la buscas y la padeces, por eso vas, siempre vas, y la sientes tan fuerte como a tus latidos. Es así: la montaña te penetra y late dentro tuyo y no sabes si es tu corazón o si son esas laderas las que trepidan.
Entonces, ya de salida, angostando tus pasos, aparece Marcelo, un morador de un lugar imposible. Hace años era un erial, una meseta azotada por los vientos que bajan del altiplano, donde no vivía nadie. Allí tengo un vivero, me asegura M. y, veo a la distancia, desde el sitio donde me bajo de su camioneta, una carpa de nailones amarillos, lejos, lejos a vuelo de ave y Marcelo -hay sensibilidades que se conjugan en pocos minutos, en nada- me repite, vehemente: ven cuando quieras, te espero, te espero, y yo le creo que su invitación es sincera, acaso develadora, porque de eso se trata la vida, la montaña, el destino: hay momentos de encuentro que te estaban aguardando aunque no lo sospecharas, hay pasos que aún no diste pero que ya los recuerdas, hay amigos que no sabías que eran eso. Y, claro, que iré a conocer su vivero, su historia, su osadía.
Te alejas de los badlands precordilleranos y te subes a la cabecera de valle donde habitas ahora y, mientras escribes, los truenos invaden el espacio: ya lloverá. Allí abajo, las nubes se dispersan, se debilitan, se vuelven polvo en el viento. Allí abajo, la terquedad de la naturaleza -esa Diosa Madre de todos nosotros- es imperio, voluntad majestuosa. Sin embargo, allí también está Marcelo, su tesón y su vivero.