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Moldavia, la que no fue

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Soñaba, subiendo por la desembocadura del Dniester, con la antigua fortaleza de Akkerman. Esto después de una breve incursión a la boca del Danubio. Luego retornaría. Braila, la sombra de Istrati que se ha pospuesto sin fecha. Las ánimas de los haiduks tendrán que permanecer entre los juncos, mimetizadas con las aves del agua, por un período más, que puede ser de toda la vida como de pasado mañana. Kyra Kyralina y la música. Piedras de los muros enfrente del río de aquella Besarabia que se me hace esquiva, de los pasos de los Cárpatos vírgenes de mi rastro. Imaginaba descendiendo por la senda de bosque hasta las torres de Uzhhorod. De allí me decía ¿cómo se llamaba ella? que la población era en su mayoría criminal, contrabandista, que de su boda cargaron con el marido a la cárcel y que desde entonces apenas silueta maligna era andando por la casa. Cerca estuve, hice una desviación necesaria en búsqueda de mis autores serbios, de icónicos flujos de agua grabados en la memoria de lo nunca visto. Uno a uno, poco a poco, he ido destapando sus misterios.

De pronto, en la encrucijada de Bulgaria me dicen que debo partir. Ilusión de caminos de tierra, mi aproximación a Troya, saltar de Adrinópolis a Estambul. Coros de mujeres búlgaras, inmensas catedrales, cuchillos curvos de esencia otomana. Ni de Varna he de ver el océano interior oscuro. Conocí a los poetas búlgaros gracias a mi colección filatélica, los ancianos, los que venían de la insurrección europea de 1848, la que cambiaría el mundo. Los más nuevos, sacrificados en el ansia nazi de poder, muertos tan jóvenes que no pudieron escribir sus mejores versos, se los privaron, quitaron, asesinaron. ¿Dónde esas letras? “¿Dónde los hombres?”, cantaba Agua Viva con poesía española hace décadas ya. Dónde los hombres, dónde los caídos; andan por encima del líquido de los meandros fabulosos de Bosnia, como Cristos metafísicos; los contemplo del bus y creo que son libélulas pero aseguran luciérnagas. Tal vez porque anochece y van perfilándose las calles mutiladas de Travnik, las tumbas blancas. No hay música de gitanos, a los judíos los durmieron por los caminos de ayer, rompiéndoles los violines en la cabeza, arrojando los sutiles clarinetes al arbitrio de la intemperie. Comienza a atardecer en Aurora. Herrumbre que asoma del calor. Musgos de la memoria, musgos de tu cuerpo acostado en Molle Molle mientras recitabas poemas de Char. Cabellos y corazones verdes de mujeres adoradas.

Recorto el poema de Hristo Botev El ahorcamiento de Vasil Levski. Dice el poeta: “Allí, cerca de la ciudad de Sofía, se yergue, la veo, la horca más negra”. No que quisiera ver horcas pero para estar en Bulgaria había que comprender la profundidad de su lucha en contra del invasor, extendida luego a los regímenes fascistas, la oposición anarquista al estalinismo soviético. Recuerdo en el París de 1986 al pintoresco Georges Balkansky y su esposa pintora caminando entre los miembros de la Internacional como una rara joya del pretérito, vestida a manera de los años cincuenta, diría yo, codeándose con miembros de las otras tres grandes federaciones que organizaban el encuentro: la italiana, la anfitriona francesa, era París, y la FAI española, cuando todavía el anarquismo podía colocarse con sobriedad entre la debacle de la izquierda. Más tarde cayeron en desgracia, los descendientes de Francisco Ascaso defendiendo fascismos de corte indígena de América Latina. Fue allí donde corté.

Estábamos en las rocas de Akkerman, Ucrania. Aquí creo que no han aterrizado misiles; algunas bombas marinas tan amenazadoras como las del almirante Kolchak en el lago Baikal. Hacia arriba está Moldavia, la mínima y delgada Transnistria soviética y sus obsoletos bustos de Lenin y la moderna, por decirlo así, breve también e igual de modesta, Moldavia occidental. Sería el destino final de mi viaje que comenzó en Finisterre en la Galicia española. Tras cuatro meses de desaparición forzada reaparecería en las calles de Denver cargado de inútiles ropas que cargué en exceso, imaginando movimientos que jamás existieron. Cierro el mapa de dos metros del que ya he hablado tanto. Lo cierro justo en ese cuarto de página en donde aparece claro el nombre de Moldavia.

Abril, año 2023, un delicioso tinto Cricova, producido en este país, en una de las últimas fiestas de ángeles caídos que convoqué. Todavía se bailaba, música balcánica también, incluyendo el Bella ciao en la versión de Goran Bregović. El fuego se extinguió. Mi casa, al ser patrimonio histórico, no permitía el uso de su gran chimenea por miedo a incendios que destruyeran el barrio protegido por la municipalidad. Felizmente porque estas gigantescas casas son preciosos laberintos, refugios de mortal asbesto, claro, y de moho criminal, pero igualmente bellas e imponentes. Sentado en la terraza conversábamos con el vecino de atrás, ex profesor de Harvard, acerca de Tucídides y de los viajes del geógrafo Pausanias para pronto saltar a los indios ute de Colorado y a sus vecinos cheyenne, de mayor renombre. Atardece con placidez en Capitol Hill, Denver, barrio donde se ubica la mansión del gobernador, preciosos cafés y parque para los yuppies pasear perros. Cheesman Park más hacia el este, tiendas de reparación de bicicletas, Dazbog, café ruso, el edificio de mi hija Emily, Restaurantes indios y coreanos; chinos y diners de la tradición local, restaurantes de la nostalgia cincuentera, después de la guerra victoriosa del 45, la que trajo toneladas de riqueza y dinero al país.

Después de más de un año me escribe Anna, supongo que sigue en Kiev luego de su fracasada emigración a Polonia. Me pregunta cómo está España, porque le había dicho que iba allí. Le cuento que Coruña y Betanzos quedaron atrás en términos geográficos. Que después de eso hubo mucho, más de dos mil kilómetros en bus por caminos impensados, lejanos a la soledad de los aviones, a los ciegos ojos del aire superior.

No llegué esta vez a Moldavia. Ni vi Soroca, capital romaní del país, con reyezuelo y mansiones de extraños ornamentos. Ni Chișinău ni Tiraspol del lado comunista. Se esfumó, se hizo humo, añicos de décadas de ensueño. Culpar a nadie, y sin embargo se mueve, la tierra, que sí se mueve. Aquel bus a Sofía preguntaba por un  pasajero que jamás apareció. Tal vez un fantasma, espectro de las letras de Hristo Botev, poeta nacional.

Camellos van lentos por el camino de arena. Caballos cosacos resuenan con sus cascos la canción Cuando estábamos en la guerra. Con vino moscatel a mano pienso que en este momento estaría cruzando la capital moldava a pie en un par de horas. Detenerme en un café bar por un trago, asumir el sol primaveral, atisbar y sospechar que detrás de la hojarasca hay historias ya perdidas. Lejos de mis libros, rememoro páginas de Curzio Malaparte en esta región. La guerra y sus hedores, patatas podridas y jugos humanos ácidos, brillosos. Una florería dispone sus colores al aire libre. La guerra partió. Hoy es un día apacible, el moscatel quema un poco la garganta pero sabe dulce. Es como tú, dura y manifiesta, aromática de piel suave de obús antes de estallar.

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