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Minutero y segundero

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Traje de casa de mi hermana Elena Présentation des haïdoucs, de Panaït Istrati, comprado por mí en París, 25 de septiembre de 1986. ¿Place de la République, Ménilmontant, Malakoff, Porte de Vanves, metro de La Bastille, Denfert-Rochereau, jardines del Luxemburgo? Caminé París como si fuese lo último. Los Miserables el trasfondo, inútil búsqueda de los mercados de la revolución de 1832. No dinero, hambre y curiosidad, treinta, cincuenta, cien cuadras, por todo lado. El Dantón de Rodin, la Victoria de Samotracia en el Louvre, llamadas y cartas de amor. Cielo que a las seis de la tarde asomaba con desesperación, como postrer jarrón de cerveza a labios del ebrio.

Petrus Borel, Sainte Beuve, Marcel Schwob, el tren de Chaville, bosque de Meudon, Issy-les-Moulineaux; de Boulogne-Billancourt a los modestos y altos edificios de apartamentos donde gritaban argelinos y marroquíes; olor a especias, niños de ojos profundos.

Mary Jane’s Last Dance, Tom Petty & The Heartbreakers ¡Qué nostalgia! Del tiempo en que me perdía, borracho, por arrabales y villorrios de Virginia, suburbios de la capital, silencio colectivizado de voces, agreste, piel de mujeres. Pero era París. Dentro del libro de Istrati tres hojitas con pésimos poemas a Francine. Se quedan ahí, enterrados entre las remembranzas de Élie le sage y de Movila le vataf. “Puñal hundido entre la luna y yo/el trozo más feliz de la oscuridad”. Serías tú, supongo. En el alabastro de tu vientre se dibujan sutiles azules caminos, son tus venas que corren, agostos que se apresuran al abandono. Poitiers y la lluvia que comienza a llorar.

Anoche miraba un filme ruso del sitio de Leningrado. Una barcaza con mil doscientos refugiados intenta atravesar el lago Ladoga. Sobrevivirán doscientos el acoso de los cazas alemanes que tiran al blanco, como a señuelos de patos coloridos flotando al azar. Recordé el surreal recuento de Curzio Malaparte acerca de los congelados caballos del Ladoga. Desdichados corceles en huida que se congelaron por meses en su superficie, esculturas de hielo deteriorándose mientras el clarete decantaba en las copas de los invasores. Todavía suave, sin el tinto molesto de la sangre. Finlandia y sus crepúsculos. Testas equinas como salidas de tragedia griega.

Vuelvo a París pero observo Cochabamba desde la rota ventanilla del taxi. Dañada adrede para que no se utilice y no envejezca. Metáfora o paradoja, cubrir de plástico los muebles, no encender la radio, ni las luces del carro a pesar de la oscuridad. Todo permanecerá incólume, nuevo, generación tras generación. Sin embargo la ciudad de barro ha sido destrozada.

Nadie come pizzas en la pizzería. En el departamento del segundo piso una docena de niños festeja posiblemente un cumpleaños. Entro por los zaguanes, por las entradas con años marcados en metal: 1826, 1891, 1896. Imagino los huertos, porque eso era mi ciudad, frutales y hierbas. Antigüedad del higo, el membrillo y la granada. Hay una inmensa casona en la calle Santiváñez casi esquina Suipacha. Mi padre decía que perteneció a la familia García, la de mis primas, y que allí llegaban coca y plátano del trópico y se distribuían al valle. Cuánto sobrevivirá, muy poco. Ya en algún retorno, cuando pase por el lugar, no estará. En su lugar el espanto, arquitectura de arquitectos mañazos, cortes de res recién carneada pero sin habilidad de matarife, solo astucia comercial, viveza que es acá el maná de la supervivencia.

Llueve y, al menos, gracias a eso, no necesito abrir la ventanilla intocable. La radio toca danzarinas cumbias chichas, difieren de la cumbia sonidera, la villera, la cumbia huichol. Va media hora de viaje y la ciudad ha crecido, está creciendo mientras hablo con usted, diría Durruti, lo que no siempre es bueno. Pero, total, en esas estamos, yo hojeando un libro de Waldo Frank, atento a si la noche afónica trae pasos que no vendrán. Con gloria y sin pena, absoluta libertad. Si deseo que se acabe la tiniebla hago un tris y ya está. La solitaria pizzería se llenará con los infantes de Hamelin.

Voy lejos; el taxista toma desvíos, ahorra tiempo, elude bultos humanos y feroces vehículos con dientes de dragón. En eso veo una gigantesca palmera, muy antigua. Sita ahora en el extremo de una casa pero que pertenecería a hacienda colonial. Por aquí andaba Goyeneche, lo sé. Una cuadra más allá otra palmera algo menos elevada anota la extensión de la casa solariega que ya no existe. Tristes meandros de comederos públicos, construcciones con sofisticación de esputo. Seguimos viaje y aún admiro la solidez de añejos molles, ha desaparecido el paraíso de infinito aroma. He visto uno en la avenida Perú, alejado de la modernidad, desterrado, huérfano. Por sobre su diáfano olor el monstruoso de frituras de un pueblo que devora. Nada más hermoso, y también primitivo, que tragar. Faltan cavernas en donde se escondan los caníbales. Igual, el mundo no dejará de desbarrancarse con premura, a pesar de que algún escritor equipare todavía la felicidad a una ventanita a orillas del Baikal.

Flota el cuerpo de Alexander Kolchak, se hunde el almirante como sobrepeso de la historia hasta el infinito. Descansará en boca de peces antediluvianos. En ese idílico Baikal que narra Sylvain Tesson. Noche de lagos, esta, de inmensos agujeros cubiertos de líquido hasta frágiles charcos de aguas con nombre de laguna como en Huayñacota, camino de Carasa.

Pues, derivo, derivas por el extenso mundo, ancho y ajeno en memoria de Ciro Alegría. Conversábamos con Oscar, yo con un expreso cortado, él con un irlandés, acerca de José María Arguedas, Manuel Scorza, Borges y Proust. Una hermosa pelirroja, hablando cochabambino, se paraba a ratos con largos pantalones blancos y me recordaba que todavía no puedo morir. Viejo que me mira el culo, pensaría, pero no, observaba la vida, la luminosidad de los helechos, humedad de laureles llovidos. Su pecho era pequeño y respiraba, pude notar el sonrojo de su corazón pausado. Las once de la mañana en que los jubilados arreglan un país que se les fue de las manos. Afuera extrañas volutas de nubes jugaban con claroscuros, como si el maestro Goya estuviera volando.

Muelen café. Aire de café de Yungas. Hasta he hecho de lado París y me he enfrascado en lecturas de chinos. Busco las huellas de Anarchaize y no las encuentro. Página tras página del Historical Dictionary of the French Revolution and Terror, de George F. Nafziger. Tantos guillotinados. Lo encontraré. En sus devaneos juveniles, con otros artistas de París, asumiendo roles de notables de la revolución, Picasso tomó el de éste, apodo de no sé quién. Lo supe hace décadas y mi memoria que consideraba mágica se hizo prosaica, discreta.

Abro la ventana para acoger brisa fresca. Tengo ganas de los Viajes de Gulliver, deseos de ser Gulliver.

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