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Microrrelatos – Colección de literatura breve CLXXXVIII

Planos alternos

Nana Rodríguez Romero   – Colombia

Mientras en alguna parte del universo, tras una pataleta, un niño rompe un libro justo en la página donde se encuentra el dibujo de un átomo, en otro distante lugar, las sombras de las víctimas quedan estampadas en los muros, después de la explosión nuclear.

Dieta pesada

Karla Gabriela Barajas Ramos – México

Chocolate, el más salvaje, devoró páginas de libros. Pensamos que no pasaría nada, pero defecó palabras impostadas. Sus ladridos lo hicieron parecer culto entre los humanos y un extraño entre los perros, al dar discursos filosóficos desde la azotea.

Similitudes

Carmen Nani – Argentina

Mientras Emma le daba de comer a Catalina, observaba atentamente a su abuela. Se parecían mucho: la misma piel arrugada. Ambas tenían las uñas largas y durísimas. Las dos tenían una giba en la espalda, claro que como su abuela llevaba puesto un vestido con flores, no podía verle el caparazón. Ninguna tenía dientes y las dos movían la cabeza con lentitud. En ese punto, Emma se alarmó. Dejó la lechuga tirada y corrió junto a su madre. Preocupada le preguntó: «¿Vos también te vas a convertir en tortuga, mami?»

Agua va

Esther Andradi – Argentina

En el mar del vientre, todos somos viajeros y migrantes. Del útero al mundo, del mundo a la tierra, vamos pasando las estaciones de elemento en elemento. Del agua al aire, del aire al fuego, de ahí a la tierra y viceversa. Así infinitamente. Desterrados, desuterados, con la nostalgia de un mar que nos contuvo en la cuna, vamos por el mundo añorando raíces. Pero el agua no tiene donde aferrarse: hay que dejarse llevar con su devaneo.

Los carcosémidos

Marti Lelis – México

El único remedio era aplastarlos uno a uno, como a chinches. Pero además de su resistencia a los químicos, desarrollaron técnicas miméticas y un exoesqueleto inexpugnable y venenoso. Ocasiones había de encontrarlos simulando una palabra cualquiera, con especial preferencia por las de cuatro letras. Si sorprendíamos a uno entre las páginas de un libro, saltaba de inmediato a los estantes y se deslizaba en otro volumen antes de permitirnos cualquier maniobra insecticida. Cuando su virulencia llegó al máximo, infectaron las pantallas y el habla. En las calles las conversaciones se volvieron incomprensibles. Al final, los diccionarios parecían museos de historia natural: las palabras como animales disecados, cascarones absurdos, bloques fríos de letras sin pasado. Nos descubrimos instalados en una prehistoria de gruñidos y señas en la cual los carcosémidos se hartaron de significados hasta, literalmente, reventar.

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