Glamour monocromático
Karla Barajas Ramos – México
Cada día usamos la misma ropa elegante y de la marca Ann Demmeulemeester porque vestíamos eso al ser asesinados.
Torres del silencio II
Nana Rodríguez Romeo – Colombia
Tras el derrumbe, una polvareda de silencio se levantó sobre la gran ciudad. Las piernas de arcilla del gigante, quedaron al descubierto. Los muertos en sus torres de eternidad aún no saben quién envió los pájaros de fuego que apagaron su luz antes del mediodía.
Viajes interplanetarios
Paola Tena – México
Sus deseos de comprarlo todo en Marte fueron la ruina de nuestra familia. Que allá una encuentra telas de mejor calidad, que si el pescado es más fresco y mira qué fabulosos ramos de flores. Pero al final ni flores, ni pescado ni telas. Cuando nació nuestro primer hijo, con su viscosa piel verde y ese par de ojos que casi le ocupaban la cara entera, por fin comprendí el porqué de su incontrolable afición por los viajecitos interplanetarios.
Amantes asíntotas
Fabiola Morales Gasca – México
Eran una pareja perfecta cuando se casaron. Ella taciturna, amante de los buenos libros y él demasiado tranquilo, incapaz de enojarse, pletórico de amor. De una temporada a la fecha ella lo ignoraba, no servía la comida a la hora, no planchaba camisas, ni lavaba ropa. Carecía de tiempo porque estaba siempre leyendo. Él, como un Nerón capaz de derrumbar hasta lo más sagrado e intocable, quemó la extensa biblioteca, junto a su dulce esposa, amante insaciable que nunca abandonó la lectura.
Depresión en el castillo
Rubén García García – México
Todas las noches, por una razón que ignoro, despierto y me levanto a caminar por los oscuros pasillos. Hay paredes que son pasadizos que ilustran sobre mis antepasados o son trampas de las que jamás vuelves, A menudo miro la profundidad oscura del cielo. Quizá sean los azahares, que se mezcla con el aroma de los siglos los que avivan mi vigilia. ¡No sé qué me pasa!; cuando regreso, rumio con la idea de quemar mi futuro. Me pregunto si la eternidad no es más que una cadena de puntos interminables, un peso que me hunde cada vez más en la negritud. Me digo: ¿Para qué sirve? ¿Puedo vivir sin ella? Tiendo el lecho, lo golpeo para hacerlo confortable, y antes de que el primer rayo de sol roce el castillo, de un tirón cierro el ataúd, atrapando las pesadillas que vuelan como a mi alrededor.