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Microrrelatos – Colección de literatura breve CLXVIII

Vidriosos

Karla Barajas- México

—Dame algo para volar —pidió el niño. El ángel se quitó las alas y se las puso al desamparado. El ahora errante, ve al cielo donde está el pequeño.

La luna y su cosmética nocturna

Maria Elena Lorenzin – Argentina

Después de varias noches de insomnio, a la luna le salieron unas gruesas ojeras. Si a veces no la vemos salir, es porque estará maquillándose la muy coqueta.

Oídos sordos

Sara Coca – España

A ella le crecen gatos negros en las macetas. Mininos de ojos verdes que te traspasan. Los riega con cariño y poda sus uñas para que no se enreden unos con otros. En ocasiones, algunos estiran tanto que se vuelven panteras. A esos los trasplanta en seguida y se los lleva al dormitorio. Todos los vecinos escuchamos los rugidos en la oscuridad de la noche, pero hacemos como si nada.

El don

Manuela Vicente Fernández – España

Tengo el extraño don de escuchar a los objetos. A menudo, estos tienen tal necesidad de hablar que me los llevo a casa. Mis hijos no comprenden por qué tengo la vivienda llena de trastos y dicen que es por el síndrome de Diógenes, que me afecta desde que vivo sola. No sé qué tiene que ver el sabio de Sinope conmigo, pero supongo que él tenía también este don y, por eso, acabó viviendo en un tonel, para no escuchar más las voces de las cosas que lo rodeaban. A mí no me molestan, porque me llevo bien con todas, solamente las sillas se ponen un poco impertinentes si no las atiendo, y les da por atrancarme el paso. El otro día la tele se estropeó y me dijo: “No quiero que me arregles más, porque no aguanto más películas y telediarios”. Desde entonces, es la encargada de moderar las conversaciones, salvo cuando llegan mis hijos y se apaga.

El regalo y sus circunstancias

Rubén García García – México

Todos los días, mi padre viene por mí. Hoy salí temprano, y en vez de esperarlo, fui a su negocio. Lo vi deslizar su mano por el talle de la empleada. Se dio cuenta de que lo vi.

Ahora, en mi cuarto, no puedo dejar de pensar. ¿Le digo a mi madre? Me repito que deben ser figuraciones mías, que quizás estoy malinterpretando. ¿Y si se separan? Siempre he sido su princesita. No sé cómo sería mi vida sin su cariño. Mi padre me procura, me da lo que necesito, me lleva de vacaciones. Tampoco me imagino tener un padrastro.

«Su mejor amiga debe ser su madre», dice mi maestra. «Tienen que contarle todo». Es cierto, nadie me quiere más que ella. Pero, ¿contarle lo que vi?

—No se lo merece —exclamó mi madre—. Sus calificaciones dejan mucho que desear.

—Es para que se aplique más —dijo mi padre, dándome la caja con el móvil que tanto había pedido.

—¿Te ha gustado tu regalo? —me preguntó días después.

—No tanto —le respondí, devolviéndoselo—. No es el que te pedí.

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