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Mi vida fue una milonga

“El hombre que conoció la maldad
soy yo, porque vivo en la maldad,
y el de la maldad soy yo”

(Oscar de León: El malo)

Rey Carlos Villadiego

Al pie de la entrada, una bestia se erguía desafiante. El hombre sintió pánico. El crujido de la puerta al abrirse le sugirió que debía avanzar. Cuando el portón desplegó sus alas, el cancerbero se apartó y el hombre creyó que iba a saltarle encima. Al otro lado de la puerta había un fondo rojo, reluciente, con tonalidades amarillas. El hombre, flaco y acabado, tuvo la sensación del fuego abrasándolo. ¿Soñaba? ¿No conservaba en la memoria la imagen de la religiosa que lo atendía? Miró a su alrededor: no vio las paredes desnudas del cuarto ni el crucifijo en la cabecera de la cama. ¿A dónde diablos lo habían llevado? No se explicaba cómo se había levantado si hacía tiempo no podía incorporarse en la cama. ¿Había dicho diablos? Acaso estaba ante el…  Llamó a la hermana de la caridad. Nadie vino. No oía su voz. Cerró los ojos un momento y al abrirlos la realidad lo sacudió. La bestia permanecía allí, mirándolo amenazante, ordenándole entrar. Un oleaje de viento caliente le incendiaba su cuerpo frágil. Sintió el sudor. Su desconcierto aumentó al recordar que minutos antes padecía un frío intenso. Segundos antes, las sábanas y las cobijas gruesas no le mitigaban el frío. Curiosamente, no deseaba retroceder, aunque tenía miedo de avanzar. No obstante, el cancerbero y la puerta grande lo presionaban. Quiso organizar los acontecimientos. Se vio enfermo, sin aliento, en un cuarto miserable, una cama angosta, con sábanas frías y rotas, las paredes húmedas y un crucifijo en la cabecera. Una religiosa venía dos veces al día trayendo un poco de comida; en el resto de las horas la soledad lo agobiaba. Lo invadían los recuerdos, aun cuando de unos días para acá no le gustaba recordar. Ahora tenía qué hacerlo. Acudir a sus memorias para entender, por primera vez, qué le sucedía, porque a él nunca le interesó comprender. Creyó que no era él quien razonaba estas cosas. Muchas preguntas lo asaltaban; debía ir tras de su vida para contestar interrogantes que jamás le atrajeron: ¿Qué hago aquí? ¿Para dónde voy? ¿De dónde vengo? ¿Quién me trajo aquí? ¿Qué me espera? Nunca le importaron tales cuestiones. ¿Era él ante aquella puerta? Unos segundos atrás, en su lecho de enfermo, no pensaba. No quiso ningún acto piadoso. Ni cuando esa vieja tragasantos le exigió arrepentirse de sus pecados y que en un acto de contrición repasara su vida. Ni en esos instantes experimentó el menor deseo de remontar su vida y negó con la cabeza. Miró a la religiosa sin ocultar su odio, para él toda monja era una vieja hijueputa. En los meses recientes fueron esas viejas quienes se encargaron de él. Se preguntó si él merecía aquello, si esa ironía de la vida no era el propósito de alguien para perjudicarlo, para burlarse de él. Se sentía perseguido, acosado. Su paranoia le hacía ver un enemigo en cualquiera que se le acercase. ¿No tuvo amigos? Claro que sí.  Ahora los recordaba. Cómo no iba a tenerlos si había sido un parrandero, tomatrago, excelente bailarín de tango. “Milonguita”, lo apodaban. Experto jugador de cartas, mujeriego, un tipo bien vestido, de saco y corbata, aun en las ciudades calurosas donde vivió. Amigos de farra, camaradas; compañeros de bohemia. Mas el sentido de la amistad jamás fue suyo, tampoco el del amor. Un coro desordenado de voces se desataba en su interior, movidas por alguien que las guiaba a su cerebro. Sin embargo, ninguna de esas voces era la suya. Alguien lo sustituía por esas voces, y por eso dudaba que fuese él quien estuviese frente al temible cancerbero. Se extrañaba al verse levantado, sin dolor y sin esa opresión en el corazón, la que unos días antes culminó en una punzada que lo desplomó. No sentía los latidos del corazón. El miedo se había ido a las piernas, inmovilizándolo. Tal vez la fiebre había subido y deliraba. Relacionaba los hechos en un caos claro, trayendo la muerte ante sus ojos. Podía haber muerto y estar de cara al infierno. ¡Cómo! ¡Si él jamás creyó en tales absurdos! Además, cómo iba a estar muerto si pensaba, recordaba; si veía a esa bestia, esa puerta, esas llamas… ¡No!  Eso no era la muerte. Además, el infierno no existía. El infierno… Esa palabra comenzaba a serle familiar. Los malos van al infierno y los buenos al cielo. Luego esa puerta y el cancerbero eran del infierno y no del cielo. Ser bueno era contrario a sus convicciones. Ser bueno y ser güevón eran la misma cosa. Era preferible que dijeran de él: Allá va ese hijueputa, y no: Allá va fulano, pobrecito, es tan güevón… Ser malo era una cuestión de honor. Ser temido, su principio de acción. No le interesaba ser amado ni respetado; ser temido sí, eso le garantizaba respeto y lo libraba de las ambigüedades del amor. No admitía que fuese a entrar donde Satanás en persona. Una cosa era creer que el infierno existía, sin verlo nunca, y otra, enfrentar a la bestia, ante la puerta abierta, sufriendo el calor sofocante, el sudor recorriendo el cuerpo, las piernas temblándole, no por débiles sino de miedo. Él, que aparentaba no ser presa del temor, ni cuando muchacho se enfrentaba a cuchillo con sus oponentes, ni cuando a barberazo limpio ahuyentaba a contrarios, ni cuando luchaba contra la policía y luego lo tiraban en un calabozo durante días y noches solitarias. Nunca tuvo miedo, le afirma una voz interior. Ni en las noches tenebrosas de Guayaco, del Fundungo y la Bayadera;  de la Zona Negra, la calle trece, la octava y las Cruces ni en los bares de mala muerte que frecuentó, rodeado de malevos y prostitutas. Allí sobrevivió de saco y corbata, desentonando en medio de tanto balurdo, como los llamaba, quienes no se atrevían a desafiarlo por su habilidad con la barbera. Lo admiraban porque era una biblia en tangos y cantaba mejor que Gardel. Por eso permitían los malandros que un encorbatado habitara con ellos en las noches de milonga y de muerte. Era otro el miedo terrible, pues cuando se vio enfermo, viejo y solitario en una cama de caridad, sintió ese otro miedo. En otras ocasiones logró ignorarlo mediante otras formas de dureza que lo fortalecían. Hace unos instantes ese gusano insaciable se arrastró por su cuerpo. Vio que hacía tiempo sus manos temblaban. Sin nadie a quien dominar. Desvalido, viejo, sin arte ni gracia, sin barbera, sin voz y sin cartas para jugar. Ayer le había vuelto a ver la cara al miedo, que le repetía lo que tantos años le enrostró, cada noche bajo las sábanas y cada amanecer cuando se despertaba y le retumbaba en ese cerebro magullado por los golpes de la policía que lo tuvieron al borde de la locura. Ayer esa terrible hora le musitó implacable: Tienes miedo de morir solo. ¿Entonces el destino del malvado es la agonía en soledad? Del malvado pobre, tal vez para ese no hay más destino; para los otros malvados, los de plata y poder, la suerte es otra, la misma deseada por él, morir con pompa, venerado por la multitud, al menos así se lo había figurado. En cambio, un malvado pobre… ¿O tal vez ambos tipos de malvados padecen la misma soledad? El amor es el que nos ampara de la soledad, proclamaban las voces, entre las que no diferenciaba la de él. Tramposo en los negocios, malapaga y embustero. Con un gran sentido del humor, lo que le granjeaba simpatías; delicado al enamorar, elegante al bailar, violento al poseer, rencoroso ante la ofensa. Un bacán de dientes para afuera, experto en la amenaza, excelente actor con su familia, con sus amistades, en sus trabajos. Sí, él era malo, y también un hombre trabajador. Jamás le había mendigado a nadie. Desde niño se procuró con la aguja y el dedal su ropa y su comida. Un aventurero del trabajo; nunca temió al desempleo; rechazó el vicio, cosa que jamás perdonó, ni a sus amigos de juventud, quienes se aficionaron a la marihuana; entre ellos, Lauro… ¿No era este la única persona que había querido? ¿No lo supo aquella tarde lluviosa cuando le dieron la noticia de su muerte?  ¿No buscó al asesino de Lauro por los vericuetos de la Zona Negra de la ciudad? ¿No golpeó a la puta que le tendió la trampa? ¿No lloró su muerte temprana? Tal vez se fue muy pronto el amor por alguien, o no fue amor. Su dolor fue inmenso. Luego sintió afecto por alguien; ¿por qué lo asaltaban los malos recuerdos? ¿Por qué recorría los caminos de la maldad, por donde había transitado su vida? Tal vez si estuviera ante las puertas del cielo fuesen otros sus recuerdos, justificando su ingreso al reino de los buenos; las puertas serían otras, ante el cielo debía de haber un ángel y no una fiera. ¿Y si recordara los actos buenos? Así culminaría semejante pesadilla. ¿Y cómo manipular los recuerdos? O tal vez no eran los recuerdos, o pronto lo ahogaría ese cuartucho. O será mejor continuar ante esta puerta que dormir en esa cama angosta, adolorido, con ese aguijón en el corazón que ya no me permite respirar, y soportar a esas viejas religiosas que son la encarnación del diablo y no de Dios; era mejor resistir allí, frente al cancerbero, dominado por la angustia, que morir de caridad, desvalido, sin fuerzas, sin autoridad. Odió la compasión. La compasión era propia de mujeres, de débiles. Y como él no lo era, no toleraba ninguna de las dos situaciones: ni sentir ni ser objeto de lástima. Eso era lo que más le dolía en estos tiempos: que le tuvieran lástima, y con mayor razón si provenía de esas viejas tragasantos que le causaban terror cuando se le aproximaban. Si al menos dispusiera de fuerzas para trabajar, si pudiera sentarse a coser en una máquina para terminar poco a poco los trajes que las monjas venden después para sostener el ancianato. O al menos ser de nuevo el supervisor del taller, como lo era desde que le fallaron la vista y las manos, y lo ascendieron gracias a sus conocimientos en las confecciones. Así no se sentiría desgraciado, se lo ganaría con su trabajo. No le gustaban los regalos. Veía un señuelo en cualquier regalo; juzgaba mal a quien le obsequiaba algo; quién sabe cuál era el interés de la persona que le traía un presente. No le importaba detenerse a pensar si era o no un acto honesto. La honestidad valía un céntimo para él. ¿No era una persona digna de regalos? O tal vez veía en estos un lazo afectivo que lo comprometía y por eso los rechazaba. Y las voces persistían y él quería acallarlas. ¿Sería arrepentimiento?  Esa era otra palabra ausente en su diccionario. Las voces no le concedían un rasgo de bondad, ni un atributo digno de ser alabado. En ese instante se palpó a la altura del corazón y no lo sintió. Recordó el agudo dolor momentos antes; la voz se le había ido, y en un esfuerzo supremo, sin aire, estiró el cuerpo y entornó los ojos. Al no sentir su corazón creyó ser un cadáver. El calor sofocante, proveniente de la gran puerta, y el miedo que le inspiraba el cancerbero no eran sensaciones de un muerto. Volvían las voces hostigadoras… ¿Por qué me fastidian con las cosas malas que he hecho? Jamás pensó si un acto suyo era bueno o malo, él obraba más allá del bien y del mal; solo le interesaba lograr sus propósitos, lo demás no le importaba y nunca, ni antes ni después de un acto, se detuvo a pensar en el valor moral del mismo. Ahora esas voces, el intenso sudor, la bestia de mirada acusadora, la posibilidad de estar ante las puertas del infierno y muerto, lo impulsaban a gritar, a oponerse a aquellas voces: ¡Basta! Por donde fuesen y con quien fuera denigraban de mí. Nunca reconocieron mis esfuerzos. ¿No trabajé quince horas diarias? ¿O creen que me fue muy bien cuando a los catorce años, después de que el Súper me vendió la roza de maíz, decidí largarme para la capital, a puro pelo de caballo, con mi cuchillo como única compañía?  No saben cuánto sufrí antes de llegar allá. ¿Y dónde creen que me alojé en la gran ciudad? En casa de unos familiares que no hacía mucho habían emigrado de mi pueblo; ¿y dónde vivían ellos? Entre malandros y prostitutas. Ahí pasé mi adolescencia y juventud; nunca me desprendí de esos sitios; esa fue mi casa en la capital: un puteadero. Y esa fue mi escuela. Si en el campo mi primaria fue el hambre, el miedo al Súper y la ignorancia, en la capital el bachillerato lo hice con cuanta puta y malevo se cruzaron en mi camino. ¡Sí, señores! Ahí me gradué con honores; sin embargo, a ustedes les ha valido un culo. ¿De qué me culpan? ¿Saben qué significa responder por uno mismo a los catorce años? Mi ambiente natural eran los sitios donde respiraba la maldad. Los malandros me veían como un malevo distinto. Ni a los viejitos del ancianato les conté. ¿Para qué? Según ellos, los ancianos son buenos, lo que contaban de sus vidas eran tonterías santurronas, ¡como si ya estuvieran muertos! No hay muerto que en vida no haya sido bueno. Y cuando me nombraron jefe del taller de confecciones. ¡Ah!, cómo gocé regañando a esos viejitos ridículos y a esas viejas brutas, ¡ja, ja! Me encantaba verlos temblando en mi presencia, ¡ja!… Y discutía con esas voces que no le concedían tregua. Había perdido la noción del tiempo. A veces creía llevar un instante frente a la gran puerta, otras, una eternidad. ¿No estaría en la eternidad? Según entendía esta existe después de la muerte, ¡que va un muerto a entender! ¿Y ese aguijón en el pecho? Ahora rememoraba a un sacerdote rezando al pie de su lecho, y a su alrededor esas viejas hipócritas de las monjas. Viejas despreciables que cuando mi madre llegó a la capital, cargada de hijos, vivieron acosando a la familia, con su maldita limosna, compadeciéndose de nosotros; para entonces yo trabajaba en cualquier cosa y no necesitaba de sus miserias. Me fastidiaban sus malditas caras compasivas; y mi madre detrás del culo de ellas, haciéndoles favores, barriéndoles y trapeándoles sus porquerías de conventos. Cómo me hubiera gustado romperles el pescuezo; para mi desgracia vine a caer en sus garras, en sus hediondas manos caritativas. Nos obligaban a rezar, o que nunca puse un pie en una iglesia. Mi religión fueron las cantinas, el tango, las mujeres y el baile. Y aquí terminé arrodillándome ante un altar, mascullando maricadas. Ya no tenía fuerzas para alegar y negarme. Además, si no lo hacíamos no nos daban comida; entonces mordía mi rabia, y para acabar de ajustar, uno viejo se vuelve imbécil. Los viejos persisten en su estúpida fe. No sé en dónde estoy realmente, tal vez ante el infierno. ¿Qué más infierno que mi vida? Infierno, lo que me han hecho vivir. Y hoy, por viejo y por imbécil, estoy creyendo el cuento del infierno, el del cielo no me lo trago. Y ahora pretenden convencerme de que estoy muerto… ¡Muerto!… Volvían las voces en coro. Y sintió en la base del cerebro, cerca de la nuca, ese dolor o ardor que muchas veces lo enloquecía, esa rara sensación que le oprimía la cabeza y lo desvelaba en las noches. Caminaba por la pieza y luego por la casa, gesticulando, por la golpiza que me dieron esos hijueputas policías, casi me matan. Ojalá hubieras muerto antes, me aguanté a un loco toda la vida. Y sientes miedo ante el infierno, ¡miedo debería tener el diablo de ti! ¿Por qué sientes miedo si tú eres el infierno? Ojalá fuera verdad lo del castigo divino, para que te tocara a ti. ¡Estás muerto! Hace unos momentos el cura te dio la extremaunción y las hermanas de la caridad te arreglaron para el sepelio. ¡Al fin! Lo que debía ser un castigo para ti, se volvió recompensa. Verte viejo y enfermo de muerte, años penando en un hospicio, tú que odiabas a los ancianos y soñabas morir mucho antes, para no ver tu elegancia en ruinas, acabaste mendigando. Terminaste tus días, después de años de vejez, solitario, sin a quién joderle la vida. Los ancianos te aislaron cuando comprendieron quién eras, y lo peor: en brazos de la religión. Quiero contarte que esas viejas tragasantos te lavaron tu mierda; te miro y entiendo que es tu última venganza: te les cagaste a las monjas. No sé por qué te resistes a creerlo: ¡Estás muerto! Ya el doctor te examinó y determinó las causas de tu muerte. Ahora veo tu boca reseca, tu cara es una calavera. Ahora proceden a desnudarte y da lástima tu cuerpo: el estómago pegado al espinazo y las costillas saliéndose por la piel. No sé por qué les pedí a las hermanitas de la caridad que te vistieran elegante. Trajeron una corbata; si la vieras, ¡da risa! Los colores del saco, del pantalón y la camisa, son de payaso; bueno, al menos estás de saco y corbata. Decidimos no enterrarte, no vale la pena. Han cargado tu ataúd; ahora estamos frente al horno crematorio… ¿Mi ataúd? ¿Dices que estoy muerto? ¿Entonces por qué te escucho? ¿Y cuentas que estoy vestido como un payaso? Es culpa tuya y de esas viejas rezanderas, vestirme así, debo de verme ridículo. ¡Claro! Se vengan de mí. Soñaban con desquitarse de mí, y quieren hacerme comer el cuento de que estoy muerto, ja, qué más quisieran ustedes. No, señores. No se hagan ilusiones. Yo todavía duro un rato más. Conque al horno crematorio… ¡Al horno!… Ese debe de ser el calor que estoy sintiendo… Y esas llamas… Entonces no son las puertas del infierno sino las del horno crematorio. Y si no he muerto… No, señores. No estoy ni ante el infierno ni ante el horno crematorio; lo que pasa es que… De repente la puerta crujió y se abrió. La bestia avanzó hacia él. No había duda. Movió las manos; agitó brazos y piernas: quería gritar para ahuyentar a la bestia. Se calmó cuando observó que el cancerbero se echaba a mitad de camino, expectante. Comprendió, con horror, que solo se movía para adelante. Al acercarse a la puerta sintió que el calor cesaba. Fue cuando observó la ropa que llevaba puesta. Se vio vestido con un traje viejo, de colores que no combinaban, y una corbata espantosa. Al otro lado de la puerta las llamas se avivaron, y como en un espejo se vio entre las llamas, cadavérico. ¿Cuánto hacía que no se miraba al espejo? ¿Cómo se miraba en esas llamas si eso no era un espejo? ¿O ese era el espejo donde se había mirado en vida? Escuchó cantos lejanos, rezos, su nombre en medio de plegarias. Trató de descubrir alguna voz familiar entre los ecos. Dio otro paso, una fuerza misteriosa lo empujaba; no obstante, no se resistió. En ese instante vio clara la idea del infierno. Recordó las palabras anteriores de las voces… ¿Recordó?… Ya no quiso aclarar si había muerto. Sintió un alivio repentino, dio otro paso y no vio a la bestia. Pensó: No sé si estoy muerto o vivo; no sé a dónde voy a entrar; de cualquier forma, si voy al infierno, en el infierno he vivido; ¿No dijeron que el infierno he sido yo? El infierno no son los otros. Y atravesó el umbral de aquella puerta, perdiéndose entre las llamas.

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