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Mi amigo Eyzaguirre

 Heberto Arduz Ruiz

Hijo único, vivió apegado a su madre, profesora rígida y conservadora en disciplina y que supo educarlo bajo cánones antiguos. En el trato diario, en ninguna oportunidad hizo mención o simple referencia a su progenitor, y tampoco existía el apellido en el ambiente sucrense al promediar los años sesenta del siglo pasado.

Fue el único amigo con el que departí en el entorno respecto a literatura durante los años de colegial;  supe que disponía de una pequeña biblioteca en su domicilio, que dicho sea de paso nunca conocí. Todo fue misterio en él, salvo su nobleza de espíritu, los largos silencios en que se sumía y una mirada triste. Me agradaba su plática, es cierto, porque cultivó el hábito de la lectura y en su personalidad encontré un verdadero sentido de superación intelectual, sereno ánimo para sobrellevar los problemas cotidianos, en suma, concentrado en sus cosas y muy reservado en su modo de ser. 

Los días sábados, ya en el último año de clases, cinco amigos solíamos reunirnos en la plaza principal con el pretexto de ir a comer un platillo en un restaurante modesto en el que preparaban sullcka, chicharrones y picantes típicos de la región. Jugábamos a los dados, reíamos y hablábamos de todo un poco, de chicas que llegaban del interior para seguir estudios en la Capital, de proyectos vacacionales y otros; al finalizar la reunión de camaradería el perdedor debía acabar un vaso llamado Melgarejo por su gran tamaño, de litro y medio, sorbiendo en largos tragos, antes de la partida. Si se embriagaba, alguno de los presentes debía acompañarlo hasta cerca a su domicilio, o se lo embarcaba en algún taxi.

Miembros de la peña Illapa, a la cabeza de Carlos Morales y Ugarte, médico, catedrático y escritor, frecuentaban el local que era propiedad de una señora que vestía pollera, llamada Felicia, que personalmente preparaba la deliciosa comida.

Uno de los que alguna vez nos acompañaba, el más pudiente en lo económico –y roñoso como el que más–, hijo de un médico, conocido por el apodo de Loco, hacía cálculos y aseguraba que cada uno solventaba su consumo con diez pesos. ¡Qué tiempos aquellos!

Junto a Rolando Pereira, buen amigo que actualmente radica en los Estados Unidos de América, nos gustaba levantar pesas y, sobre todo, ir a practicar paralelas en el Parque Bolívar todos los días después de clases; teniendo ambos nuestros domicilios en las proximidades de la zona. Luego mi hermano mayor instaló una barra  fija en el pequeño jardín de  la vivienda que alquilaron mis padres. A Gaucho le gustaba el box y a veces nos dábamos duro al ensayar, pero nos despedíamos en paz, con la consigna de que en los próximos entrenamientos controlaríamos mejor nuestros impulsos. Nunca más lo intentamos.

A objeto de ayudarse en su presupuesto, que no era muy llevadero, me hacía entrega de un paquete de cuatro o cinco libros –yo le recibía con agrado— y me decía que le pagara cuando pudiera.  Eso significaba el fin de semana, para cubrir su alícuota en los gastos del boliche y otra suma adicional, de acuerdo entre partes.

Un día me presentó al periodista y escritor paceño Jorge Suárez,  quien llegó para dictar un cursillo de periodismo en el salón de la alcaldía municipal y como mi persona a la sazón cursaba estudios por correspondencia, ya que mi padre poco antes  me suscribió a Escuelas Latinoamericanas, le pasaba preguntas a Gaucho a fin de que formulara al expositor antes del cierre de la sesión según era costumbre; poniéndolo en figurillas con algunas de ellas debido a tecnicismos del texto enviado desde Buenos Aires y que eran extraños en nuestro país. Después hablamos de literatura y nos dejó asombrados por sus conocimientos, habiendo sido un estímulo valioso en dos charlas que sostuvimos en la plaza 25 de Mayo. Nunca más lo volvimos a ver.

Salimos bachilleres y mi amigo se fue a la ciudad de Oruro a estudiar ingeniería, en tanto yo cursé la carrera de derecho y fijé mi residencia  en La Paz debido a que en Sucre era muy difícil encontrar plaza en la profesión adquirida. Pasó el tiempo y después de muchos años de no habernos visto, un día me fue a buscar a la oficina donde trabajaba, conversamos y me manifestó que en uso de una beca viajaría a los Estados Unidos de América. A través de otro amigo supe que a su retorno al país consiguió trabajo en el interior y poco tiempo después contrajo matrimonio y formó su hogar. Jamás supe de donde derivó su apodo de Gaucho, que reemplazó a su nombre de pila.

Eso fue todo, pasaron varios años hasta que alguien comentó que en un departamento cercano al Montículo, en el barrio de Sopocachi, una persona se electrocutó bajo la ducha, en una vivienda que acababa de tomar en alquiler y al día siguiente debía viajar a traer a su familia. Durante la noche viendo un canal televisivo escuché la noticia del accidente con nombre y apellido. Terrible impresión en mi ánimo al saber el trágico final en la vida de mi amigo.

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