Santos Domínguez Ramos
“Porque estoy desligado de todas las raíces y hasta de la tierra que las nutría como pocas veces se ha visto a lo largo del tiempo. Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo; pero no la busquen en el mapa, ha sido borrada sin dejar rastro. Crecí en Viena, la bimilenaria metrópoli internacional; y la he tenido que dejar como un criminal, antes de su degradación a ciudad provinciana alemana. Mi obra literaria ha sido reducida a cenizas en la lengua en que la compuse y en el mismo país donde mis libros habían obtenido la amistad de millones de lectores. Así que, extranjero en todas partes y huésped en el mejor de los casos, ya no soy de ningún sitio; también he perdido a Europa, la patria que había elegido mi corazón, desde que se desgarra y suicida por segunda vez en una guerra fratricida. He sido testigo, contra mi voluntad, de la más terrible derrota de la razón y el triunfo más salvaje de la brutalidad en la crónica de los tiempos. Nunca una generación sufrió una recaída moral semejante a la nuestra desde una elevación espiritual comparable, y en modo alguno lo registro con orgullo, sino con vergüenza. En el breve intervalo que va desde que empezó a crecerme la barba hasta ahora que comienza a volverse gris, en ese medio siglo, se han sucedido más transformaciones y cambios que antes en el curso de diez generaciones, y cada uno de nosotros siente que es un tanto excesivo. Mi hoy es tan diferente de cualquiera de mis ayeres, mis ascensos y mis caídas, que a veces me parece que no he vivido una, sino varias existencias totalmente distintas”, escribía Stephen Zweig en el prólogo de El mundo de ayer, que publica Alianza Editorial con una nueva traducción de Eduardo Gil Bera.
Desde esa perspectiva desarraigada, desde la lucidez amarga que a veces da la desolación, un Zweig en el exilio aborda en El mundo de ayer la desaparición de un modelo político y cultural en la Europa de comienzos del siglo XX.
Subtitulado Memorias de un europeo, lo escribió en 1941, durante sus últimos meses de vida, y se publicó poco después de su suicidio en 1942 y desde entonces se considera un libro imprescindible para entender la última fase del imperio austro húngaro, la situación crítica de la Europa de entreguerras que está en la raíz de las dictaduras comunistas, del nazismo y del fascismo que abocaron a la Segunda Guerra Mundial.
El mundo de la seguridad se titula nostálgicamente el primer capítulo, que evoca la aparente estabilidad de aquel mundo brillante y frágil, que tenía como emblema y como centro la Viena artística y refinada de 1900 y que sería arrasado con la Gran Guerra:
Si pretendo dar con una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial en que crecí, creo ser de lo más preciso si digo que fue la edad de oro de la seguridad. En nuestra monarquía austriaca casi milenaria, todo parecía basado en la duración, y el propio Estado figuraba como el mayor garante de esa continuidad. […]
Hoy, cuando aquel mundo de seguridad hace tiempo que fue arrasado por la gran tormenta, sabemos de una vez por todas que era un castillo de naipes. Con todo, mis padres vivieron en él como si fuera una casa de piedra. Nunca irrumpió en su existencia cálida y acogedora ninguna tempestad ni corriente de aire, y es que disponían de una protección especial contra el viento, era gente pudiente que se hizo rica e incluso muy rica, y eso, en aquella época, era un aislante seguro de muros y ventanas. Su manera de vivir me parece tan típica de la llamada «buena burguesía judía» -aquella que prestó a la cultura vienesa valores tan esenciales y que, en agradecimiento, fue exterminada totalmente- que, con el informe sobre su existencia sosegada y silenciosa, en realidad cuento algo impersonal: diez o veinte mil familias en Viena vivieron como mis padres en aquel siglo de los valores asegurados.
Sus páginas autobiográficas reconstruyen la memoria de los años formativos de infancia y juventud, la insatisfacción con los modelos pedagógicos autoritarios y deshumanizados que sufrió, ajenos a que fuera de las aulas “había una ciudad rebosante de mil atractivos, una ciudad con teatros, museos, librerías, universidad, música y donde cada día traía nuevas sorpresas. Así fue como nuestra hambre retrasada de saber, la curiosidad placentera, intelectual y artística que en la escuela no encontraba alimento alguno, nos lanzó apasionadamente al encuentro de todo lo que pasaba fuera de la escuela. Al principio, solo dos o tres de nosotros descubrimos en nuestro interior esos intereses artísticos, literarios y musicales, luego fueron una docena, y finalmente casi todos. […] Ese entusiasmo por el teatro, la literatura y el arte era en sí algo muy natural en Viena.”
Así comienza a frecuentar los ambientes vieneses de los cafés, la ópera y el teatro de comienzos de siglo el joven Zweig, que destaca la aportación de la burguesía judía a aquel florecimiento cultural:
Con su amor apasionado a esta ciudad y su voluntad de integración, se habían adaptado totalmente y eran felices al servicio del prestigio de Austria. Sentían su temperamento calidad de austríacos como una misión ante el mundo y, hay que repetirlo en honor a la verdad, una buena parte, si no la mayor, de lo que Europa y América admiran hoy como expresión de una nueva cultura austriaca resucitada en la música, la literatura, el teatro y las artes aplicadas se creó por los judíos de Viena, que, con esa enajenación, alcanzaron a su vez un logro altísimo de su milenario impulso espiritual.
El despertar de la vocación literaria con el ejemplo estimulante de Hofmannsthal y Rilke; las transformaciones sociales y políticas y la irrupción de las masas en la historia; la estrecha moral social sobre la sexualidad; la libertad de los años universitarios en Viena y Berlín; el primer respaldo literario del influyente Theodor Herzl, la admiración sostenida por el poeta belga Émile Verhaeren; el descubrimiento juvenil de un París que ya no existe cuando escribe estas páginas con brillante vivacidad descriptiva para evocar los paseos por sus calles; el profundo retrato de la figura de Rilke, al que frecuentó en París; los viajes a Inglaterra, España, Italia o Estados Unidos, “rodeos en el camino a mí mismo”; la tormenta devastadora de la Primera Guerra Mundial y la ruina de Austria y Alemania; el periodo de entreguerras y la esperanza de recuperación; la llegada al poder de Hitler; el viaje a la Rusia soviética y la visita a la tumba de Tolstói; el afán coleccionista; el asalto nazi a las instituciones; la colaboración con el músico Richard Strauss; el acoso en Salzburgo, y la salida desolada al exilio sin retorno en Inglaterra:
Por Salzburgo, la ciudad donde estaba la casa en la que trabajé veinte años, pasé sin siquiera bajarme en la estación. Claro que habría podido ver por la ventanilla del vagón mi casa en la colina con todos los recuerdos de los años vividos. Pero no miré. ¿Para qué, si ya nunca volvería a vivir en ella? Y en el instante en que el tren pasó la frontera, supe, como el patriarca Lot de la Biblia, que detrás de mí todo era polvo y ceniza, pasado petrificado en sal amarga.
Esas son algunas de las piezas con las que Zweig traza su autobiografía dibujándola sobre el telón de fondo un panorama global de la sociedad para completar su imagen de una época desaparecida en las convulsiones violentas de aquellos años o en la caída de Austria:
Creí haber previsto todas las cosas horribles que podrían suceder si el sueño de odio de Hitler se cumplía y ocupaba como triunfador la ciudad que lo rechazó como joven pobre y sin éxito. Pero, ¡qué apocada, pequeña y lamentable se reveló mi fantasía y cualquier otra humana, frente a la inhumanidad que se desató aquel 13 de marzo de 1938, el día en que Austria y con ella Europa cayó víctima de la violencia destapada!
Superando los límites de unas simples memorias personales, Zweig reconstruye en El mundo de ayer, quizá su mejor libro, la memoria intrahistórica de cuarenta años de una Europa que desapareció para siempre con la ruina moral, la destrucción material y la catástrofe humana de dos guerras mundiales. Y lo hace consciente de que, como él mismo señala, “es mil veces más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera anímica. Su expresión no se encuentra en los acontecimientos oficiales, sino más bien en pequeños episodios personales como los que me gustaría insertar aquí.”
Es la mirada lúcida de un hombre sin patria y sin futuro que escribe desde la desposesión y la pérdida sobre una época decisiva, con su habitual agilidad narrativa y con la aguda perspicacia de sus observaciones.
Y con esa mirada intrahistórica que funde lo personal y lo público, Zweig nos deja una profunda reflexión sobre la barbarie en un libro imprescindible para entender desde dentro el desplome de una civilización y la desintegración de una cultura.
Este es el potente final de El mundo de ayer:
Y supe que una vez más todo lo pasado quedaba atrás y todo lo logrado se frustraba: Europa, nuestra patria para la que hemos vivido, destruida mucho más allá de nuestras vidas. Algo distinto comenzaba, una nueva época; pero, hasta llegar a ella, ¡cuántos infiernos y purgatorios quedaban por pasar!
El sol lucía con fuerza y plenitud. Al regresar, observé mi propia sombra ante mí, igual que veía la sombra de la otra guerra tras la de ahora. Esa sombra no se apartó de mí en todo este tiempo, sobrevoló día y noche todos mis pensamientos; quizá su contorno oscuro yace también en algunas páginas de este libro. Pero toda sombra es, después de todo, también criatura de la luz, y solo quien ha experimentado claridad y oscuridad, guerra y paz, ascenso y descenso, ha vivido de verdad.