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Memorial de un testigo

Santos Domínguez Ramos

30 años de intrahistoria literaria en Cáceres

A todos los que aparecen en este libro.

Y a los que no están, que también han hecho méritos para ello.


No hace falta decir que es todo arbitrario, discutible y seguramente equivocado.

(Javier Marías)

El escritor joven no puede escribir sin ese estremecimiento de soledad, aunque sea ficticio, así como el escritor maduro no hará nada sin el sabor de compañía humana, de sociedad.

(Pablo Neruda)

ÍNDICE

El edificio enorme del recuerdo

AL MARGEN DE LOS CLÁSICOS… Y DE LOS CONTEMPORÁNEOS

Los vates ante la estatua

Los años sin excusa

El fin de un anacronismo

Juan Manuel Rozas, epitafio de alfiles

SOBRE LOS ÁNGELES

Mudo que rompe a hablar

La corte de los peligros

Ángel Sánchez Pascual, a la luz del día

Ángel Campos, cercano a lo que importa

NOSOTROS, LOS DE ENTONCES, YA NO SOMOS LOS MISMOS

Diagnósticos y pronósticos. Tres antologías

Radiografías al minuto

Telón de fondo

Cruz de navajas

AUTORES INVITADOS

Liturgias.

Elogio y nostalgia de Rosales

Paréntesis impertinente sobre los críticos

Las pesadillas de Pérez Reverte

Pasaba por allí

Narradores en el aula

Poetas en el aula

Mesa, sobremesa

GALERÍA DE RETRATOS

Epifanía de Jesús Alviz

Felipe Núñez, a media voz

Manolo Carrapiso, un árbol solo

Miguel Ángel Lama, arte de lectura

The  blues brothers

Javier Rodríguez Marcos, cartógrafo del sueño

José Antonio Ramírez Lozano, agua de Sevilla

Tomás Pavón, la memoria de los viajes

Elogio de los gatos

Los palacios de la memoria                                          

Envío

El edificio enorme del recuerdo

Hay que tener cuidado con la nostalgia, porque es muy embustera, y porque sobre todo sirve para segregar formas de consuelo que endulzan el paso de la edad

(Muñoz Molina)

Esgrimo como título de esta introducción la autoridad de Proust porque creo que la escritura debe cumplir, entre otras funciones igualmente notables, la de preservar la memoria, esa forma de identidad que se construye con el cemento del tiempo sobre el cimiento del recuerdo. De Homero a Borges, de La Biblia a Lobo Antunes, no otra cosa ha sido la literatura.

Tampoco pretendo ser original si añado que uno procura escribir los libros que no encuentra en su biblioteca ni en las librerías. Ese es el empeño algo excesivo de quien se sienta ante el papel en blanco: hacer el libro que a uno mismo le apetecería leer. Que lo consiga o no y, sobre todo, que el lector comparta su conveniencia o su necesidad, es ya otra cuestión.

En el origen de este libro no brilla una revelación mágica ni sobrenatural. No hay más que la ocurrencia de un ocioso aquejado de insomnio. Ese fue el punto de partida. En un rato libre elaboré una lista de autores con los que he tenido o tengo alguna relación. Para mi sorpresa, eran muchos y variados en edad y talantes. Diversos también en importancia, en fama, en transcendencia local, nacional o internacional.

La lista tenía en principio, aparte de demasiados muertos, el desorden caprichoso de unos nombres dispuestos de forma aparentemente anárquica. Hay una imagen vieja y expresiva para explicar cómo unos recuerdos traen enlazados otros: la del racimo de cerezas. Prefiero, sin embargo, la de un puzzle cuyas piezas troqueladas reclamaban otras y daban pistas sobre la estructura del libro, que de esta manera se fue vertebrando de forma casi automática.

Esta es, por eso, una obra escrita de forma compulsiva, a borbotones. Como si vinieran de las fuentes secretas del Nilo, de los misteriosos montes de la Luna, los sedimentos que la memoria ha ido acumulando largamente en la orilla de la experiencia se han desbordado para fertilizar este libro.

Siempre me han parecido un poco ridículos y excesivos quienes equiparan la creación a un proceso espiritual doloroso. Cada uno tiene sus tendencias, pero ese masoquismo de andar por casa no lo he compartido nunca. Quizá porque no soy uno de esos elegidos que tienen un sueño como el de Escipión, estoy lejos de considerar como sagradas este tipo de cosas.

Mientras redactaba estos artículos conocí por fin el dolor de la escritura. Un dolor vulgar, no crean, nada pretencioso, sin transcendencia clínica ni síndromes de demiurgo. He padecido persistentes dolores de espalda por las muchas horas acumuladas sobre el teclado y frente a la pantalla de un ordenador. También se me resintió la mano izquierda, porque la usé mucho para templar y sujetar las riendas. Y la lengua, que me mordí de vez en cuando. Sin envenenarme, como se puede ver.

Pero no sufrí los estigmas del transcendente dolor creativo. Al contrario, podría repetir con Álvaro Cunqueiro que escribir estas páginas fue como tomarme unas placenteras vacaciones. Cortas, eso sí, como todas las vacaciones que se disfrutan con intensidad.

Se ha dicho muchas veces: uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Pero la frase es más certera vuelta del revés. Quizá sea más importante saber que uno es dueño de sus palabras y que no hay peor esclavitud que la de los silencios. Que esos silencios sean prudentes o cobardes o cómplices no son más que argucias del matiz y trampas de la semántica en estos ajustes de cuentas con uno mismo, con el tiempo y con el olvido.

Este no es un estudio riguroso, ni una monografía, sino un ensayo. Y trata finalmente de lo que es el tema de fondo de cualquier ensayo: de la relación (no necesariamente problemática) entre su autor y el mundo, por decirlo de manera un poco pretenciosa. Dejémoslo claro desde ahora: el ensayo es, antes que nada, una actitud. La perspectiva, la experiencia, la subjetividad y la polémica forman parte esencial de ese género, en el que me resguardo sin alevosía pero con premeditación.

Es este un libro sincero, un libro de buena fe, como diría el viejo Montaigne. Un repaso, no filológico ni crítico, sino humano, por el panorama literario extremeño, contemplado desde una atalaya privilegiada.

A quien esto escribe, más las circunstancias que sus méritos personales, le colocaron en esa situación de privilegio. Y es casi una obligación moral que esa experiencia traspase el ámbito de lo personal. Alguien debía hacer el relato de esa realidad intrahistórica, una realidad que aquí y en todos sitios tiene mucho de sindicato del crimen, pero que me ha regalado también muchos contactos gratificantes. En gran medida este libro es también un agradecido homenaje a quienes los protagonizaron o los favorecieron.

Aunque pueda dar en algún momento esa impresión, nunca he hecho anotaciones de lo que iba ocurriendo. Por eso, aunque he procurado contrastar los datos con sus protagonistas, algún error se habrá deslizado por estas páginas, alguna referencia temporal puede ser inexacta. La memoria, ya se sabe, tiene sus trucos y sus metonimias. Y sus peligros. Ya advertía Borges de que escribir sobre el presente otorga al lector la ventaja de convertirse en espía en busca de errores.

Lo que no cabe en este libro es la melancolía o el veneno. Para esto último, ya nos ha regalado esta época su abundante cosecha de dietarios, ese cajón de sastre que a veces recuerda el patio de caballos de una plaza de toros o las letrinas de los cuarteles.

             Hay un modo ya tópico de referirse a la literatura con la frase aquella del negro sobre blanco. Se admiten variaciones, claro. Por ejemplo, alguien que sea aficionado a escribir con tinta verde verá en los diarios de Saramago, quizá con razón, un exceso de tinta rosa.

Lo que sé decir es que a mí los cartuchos de tinta amarilla y verde se me han secado por falta de uso. En su lugar he preferido usar mucha tinta blanca. Lo decía Jorge Guillén: «Escribir es el arte de combinar las palabras y los silencios.» Quedarán en la misericordia opaca de las sombras (blanco sobre blanco, la lección es de Cervantes) hechos y nombres que pertenecen al ámbito paraliterario de la navaja o la torpeza.

Nada hay aquí de cotilleo inicuo, por muy revelador que pudiera ser o por mucho regocijo que pudiera provocar. Quien busque morbo de ese tipo, que hurgue en ciertos dietarios de aburridos tartufos para tardes de lluvia y en la telebasura.

A algunos les parecerá un libro prudente o timorato; a otros, seguramente, se les antojará excesivo. Es inevitable y lo asumo. El equilibrio o la injusticia llevan, para bien o para mal, mi firma.

Quienes han ido conociendo avances de estos capítulos me han comentado que cuando los leían creían oírme. Lo tomo como elogio, porque desde el principio la voluntad de estilo se ha contagiado de un cierto tono coloquial, seguramente exigido -lo comprendo ahora- por el tema y el enfoque. La convivencia de literatura y vida propicia este tipo de mestizajes.

Sé que cuando Juan Benet veía un libro como este, se soplaba el flequillo, movía la cabeza y decía: » Vaya mariconada.» Es probable que no le faltase razón.

Pero el lector, tranquilo, que por tocar estas páginas no le van a oler mal los dedos.

AL MARGEN DE LOS CLÁSICOS… Y DE LOS CONTEMPORÁNEOS 

Los vates ante la estatua

                                                                                               El Guijo tiene otro hijo

desde este grato momento:

¡Yo soy el hijo que al Guijo

le da vuestro Ayuntamiento!

(Gabriel y Galán)

Tengo delante una fotografía pintoresca. Y significativa. Cáceres, a tantos de tantos. Años sesenta. Paseo de Cánovas. Día de Reyes. Ante el monumento a Gabriel y Galán, un grupo de vates locales, de desigual formación y calidad, intervienen en un acto de afirmación lírica. Unos, vestidos inconfundiblemente de poetas: capa española, sombrero y pajarita. Otros, con la plebeya pana y la chaqueta exigua. El diverso lustre de los zapatos revela las diferencias sociales entre los personajes. No faltan en la estampa la sotana ni la representación militar. La cruz y la espada, ya se sabe, eran los emblemas de la época. Cuartillas y gestos de arrobo. Hay también algún curioso que asoma la cabeza. Un curioso camuflado entre personajes curiosos. Alguien que pasaba por allí y a quien le ha llamado la atención el espectáculo. No es para menos.

Mi generación no ha hecho eso nunca. Cosas peores, sin duda. Y mejores. Más ridículas, seguro. Y menos también. Pero eso no. Tengo coartada. Seguramente yo andaba cerca con un triciclo. Conservo una foto en ese paseo que puede ser de ese mismo día. Si es de otro año, no importa: allí se repetía la escena cada 6 de enero.

La postura sedente del poeta de El embargo nos parecía de chicos la de un hombre haciendo de cuerpo, por decirlo de manera expresiva y eufemística. De mayores, esa chocante actitud la vimos ya como involuntario símbolo del inmovilismo que proyectó durante demasiado tiempo su larga sombra estéril sobre estas tierras.

Hay en esa foto caras que reconozco. Con algunos de ellos tuve relación años después. Cito con especial agrado a Miguel Serrano, del que conservo cartas de agradecimiento con motivo de un artículo para la Gran enciclopedia extremeña y con el que compartí dos lecturas poéticas colectivas, de las que organizaba Ángel Sánchez Pascual en los años 80. También coincidimos en el jurado de algún premio de poesía. Está declamando en la foto, pero no importa. Al fotógrafo le debió de parecer la imagen más convincente de un poeta en actitud poética. Técnicamente, Miguel Serrano es el más apreciable de los que aparecen por allí. Y el más avanzado. Entiéndaseme: cuando digo esto me refiero a su devoción por Juan Ramón Jiménez, el primer Juan Ramón, claro está. Y a su admiración por García Nieto, del que me relataba siempre sus noches etílicas que les llevaban con un compás de endecasílabo de acera en acera. Recuerdo a Miguel con cierto afecto. En la casa de su familia paraba Pepe Luis Vázquez en los años 50 cuando toreaba en Cáceres. Conozco algunos detalles de esas estancias del torero sevillano, pero no son para esta historia.

Identifico en ese grupo a algún otro poeta que se dio en los años 70 a la greguería, un género que tuvo su importancia y que era audaz en los primeros años veinte, pero que cincuenta años después no pasaba ya de ser un truco fácil de ingeniosos fuegos artificiales.

Anda por allí también un poeta franciscano, de acendrado fervor guadalupense, las manos enguantadas en las amplias bocamangas de su hábito pardo. Con él sufrí el rigor didáctico de la ignorancia disfrazada de reglas nemotécnicas. Le agradezco, con todo, que contribuyera a aumentar mi acervo léxico. Era el autor de un himno colegial que estábamos obligados a cantar los domingos en misa. Entonces aprendí una exótica palabra: bauprés. Una perla forzada por la rima, supongo. Luego supe qué significaba. He comprobado, con relativa sorpresa, que esa palabra marinera no figura en el vocabulario de Gabriel y Galán. Algo se decía también en aquel himno de un firme hito. Esto del firme hito ya no es tan marinero, pero era, en su ruralismo, algo desconocido para un chiquillo de ciudad. Todavía no entiendo cómo se compaginan, en personajes líricos como este, el anhelo místico y la iracundia primaria que provocan los desarreglos hormonales propios de la vida célibe.

Junto a él está Juan García, el cartero poeta, un émulo poco dotado de Gabriel y Galán que, probablemente sin enterarse, simbolizó para muchos lo putrefacto. No me parece elegante ni humano seguir haciendo burlas fáciles, demasiado fáciles, con él. Seguro que era un buen hombre, algo ingenuo y limitado en sus lecturas, pero respetable. Lo indigno, lo envilecedor es seguir utilizándolo -he podido comprobarlo recientemente con desasosiego- como a los muñecos del pimpampum.

No han acudido al homenaje, naturalmente, algunos poetas jóvenes que sufrían por entonces el purgatorio doble del exilio interior en una ciudad del interior. Son los que unos años antes se habían  embarcado en una aventura hermosísima e ingenua que se llamaba Arcilla y pájaro, una sorprendente revista poética del Cáceres de los 50 en la que se habían publicado textos de Miguel Torga o Delgado Valhondo. Fue combatida con una saña incomprensible. O mejor, con la saña que tiene como motor la envidia y como lubricante la insidia. Se denunció en sus textos la lujuria, la blasfemia, la politización. Tres acusaciones sin ningún fundamento, pero demoledoras en aquella época. Conocí a alguno de esos jóvenes poetas cuando ya no era ni poeta ni joven. Se le atacó en una ocasión porque una inocente metáfora de la divinidad como galgo eterno se juzgó blasfema. Pese a todo, era -es- un hombre prudente y delicado. Se llama Pedro Mª Rodríguez. Mi trato con él no ha pasado del intercambio de unas frases corteses.

Faltan también en la  foto -y hay que explicarlo- otros, como Pedro Romero Mendoza, un intelectual malogrado, autor de una obra monumental y reaccionaria, Siete ensayos sobre el Romanticismo español, que fue Premio Cartagena de la Real Academia por aquellos años.

Sus dos gruesos tomos, de amplísimo formato, están agotados hace mucho. Yo los conseguí muchos años después por la conjunción del azar y la generosidad de un familiar. Con todos sus defectos, que los tiene, siempre me ha parecido una obra impresionante. La primera noticia que tuve de ese trabajo fue la referencia bibliográfica de un hispanista norteamericano en un estudio sobre Larra. Recuerdo todavía la sorpresa que me produjo leer al pie de la cita: Diputación Provincial de Cáceres, 1960.  Quizá lo más sorprendente sea justamente eso: que en aquel páramo se hiciera una obra así.

Hay todo un muro de silencio y de olvido en torno a Romero Mendoza, pero alguien debería plantearse la reedición de esos Siete ensayos. Tiene su explicación ese silencio, como tiene su explicación que no esté en esa foto: a su formación autodidacta sumaba una intemperancia que seguramente procedía de la amargura que produce el brillo barato de la hojalata ajena. Pedro Romero Mendoza tenía una inteligencia inusual y debió de tener un secreto sentimiento de superioridad frente a un ambiente de publicistas mediocres. Fue director de Alcántara durante veinte años y ejerció una actividad crítica rigurosa. Polémico, hosco y poco amigo de cenáculos y camarillas, no debía de soportar tonterías de melifluos con dispepsia. Conozco un retrato suyo bien significativo: está en la foto, una foto de estudio, cejijunto y esquinado, con un palpable enfado con el mundo. Es el enfado que provocaban ciudades como esta en tiempos como aquellos.

Un Cáceres, el de entonces, de mesas camillas, de eruditos locales que saquearon impunemente archivos públicos, de presbíteros casposos y tertulias mortecinas en los cafés. Tardes lentas de visillos ajados y lluvia fina en los cristales. Vasos de agua en los veladores de mármol y, en algún rincón, un piano en desuso. Aquel Cáceres estaba más cerca de la Baeza decimonónica de Antonio Machado que del siglo de Pound, de Eliot, de Proust, de Borges.

Contemplo con una cierta ternura esa estampa que resume la imagen levítica del Cáceres de entonces. Una estampa de charlistas y poetas de vuelo gallináceo. ¿Habrían leído a Brines, a Goytisolo, a Gil de Biedma, sus contemporáneos? Seguro que habían frecuentado a los clásicos, pero qué poco se les nota. El aislamiento y el atraso no debían de ser muy distintos de los de otros lugares. Supongo que no se podía pedir otra cosa y que eso mismo ocurría en muchas otras capitales de provincia, tan parecidas a la Vetusta de Clarín casi un siglo después.

            ¿Una imagen penosa? No sé. Es probable. En todo caso, el testimonio significativo de una oscura vida cultural ensimismada – entonces todavía – en reboticas y cafés de principios de siglo.

            Nada en esa fotografía, tan reveladora, tan intrahistórica, invita a la añoranza. Quien quiera repetir el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor, que la mire. Y que compare.

La única razón para la melancolía está fuera del encuadre de esa foto: es un niño con un triciclo que le habían traído los Reyes ese mismo día.

Los años sin excusa

Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido la incómoda sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran mirado las estrellas. Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un placer. 

(J. L. Borges)

            El panorama fue cambiando muy lentamente. Entre otras cosas porque con la inercia no se acaba en pocos años. Los primeros pasos se dan en el Colegio Universitario de Cáceres, luego Facultad de Filosofía y Letras. Allí se empezó a sembrar un nuevo ambiente, pero los frutos tardaron en llegar. Sobre todo, tardaron en salir fuera, en tener proyección social. Hubo un encapsulamiento de la actividad de esos años. Lo que cambia el tono cultural de una ciudad universitaria como esta es su proyección al exterior.

Y entonces, quién sabe por qué, no hubo voluntad de hacer eso. No es un reproche. Quizá, por utilizar el cliché de Ortega, no sea esa la misión de la Universidad. Pero los hechos son como son, aunque algunos sean especialmente propensos a lucir medallas. Son los mismos que manifestaron entonces y después un desprecio arrogante a los escritores incipientes. Ni entonces ni luego demostraron haber entendido nada. Para ellos, la poesía en Extremadura se cerraba con José Mª Bermejo y Pureza Canelo. Que Dios los conserve en el limbo de los ignorantes por mucho tiempo. Y si les da un traslado, que sea al purgatorio de los malintencionados. Que nadie se alarme, pueden seguir llevando asistentes y portamaletas.

            Describo, para que el lector se haga una idea, el contacto con la literatura viva que tuvimos los alumnos de las primeras promociones de la Facultad de Filosofía y Letras.

Mantuvimos un encuentro informal con Miguel Delibes en el antedespacho del Director del Colegio Universitario. Delibes había venido por aquí de caza, con su hermano. Hacía gala de un ruralismo algo trasnochado y quizá por eso la única imagen  que retengo de aquel encuentro es la de un Delibes liando cigarros de caldo de gallina y con la cabeza puesta en las pobres perdices que pensaba matar al día siguiente.

            Más de pasada aún, vimos a Luis Berenguer, el autor de El mundo de Juan Lobón, que había venido, creo, a formar parte de algún jurado. Nosotros estábamos bien lejos de ese mundo y aquel novelista no nos interesaba lo más mínimo. Así que el desencuentro fue mutuo.

            Creo que fue también el fallo del Premio Cáceres de novela el que trajo a la Facultad a José Luis Castillo Puche. No sé si se acuerdan de él. Era una pintoresca síntesis de Baroja, Hemingway y Faulkner. Un Onetti en pequeñito que dio una de las charlas más soporíferas e insustanciales que uno recuerda. Por cierto, en 1986, en el transcurso del VI Simposio de Lengua y Literatura para profesores de Enseñanza Media, intentamos traer a Onetti a Cáceres. Yo formaba parte de la organización de aquel congreso y era el coordinador de la mesa de Literatura Hispanoamericana, así que intervine directamente en aquellas conversaciones que  finalmente se frustraron porque, como siempre, a Onetti le apetecía mucho más quedarse en la cama escribiendo y bebiendo whisky. Llevaba así varios años y todavía le quedaban algunos más. Curioso personaje. Un Faulkner menor a su vez.

            ¿Más escritores? Sí. Por ejemplo, Pureza Canelo, con una distancia de diva que le he seguido notando en otras ocasiones y que no acabo de explicarme del todo.

O Leopoldo de Luis, padre de Jorge Urrutia, que entonces era profesor de Literatura en la Facultad. Le recuerdo leyendo textos de Teatro real  y llamándonos la atención sobre el juego de palabras que descansaba en el adjetivo real (de res, rei, decía,y no sólo de rex, regis). En fin.

             Y eso fue todo, a eso se limitaron las presencias literarias en mis años de estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura. Como se ve, no demasiadas, y en todo caso insuficientes para remover las aguas dormidas del panorama literario de Cáceres. Porque, además de la irrelevancia de algunos nombres, aquellos encuentros se limitaban al ámbito cerrado de los universitarios.

            Es verdad que aquellos fueron años de mucha agitación política, de mucha movilización en la Universidad. Malos tiempos para la lírica, se ha dicho muchas veces. Pero no es una disculpa suficiente para actitudes ancladas en la comodidad de la rutina o en un displicente desprecio.

Avancemos un poco en el tiempo. Estamos ya en 1980. Se celebra un homenaje poético a Alfonso Albalá. Merecidísimo, sin duda. Póstumo, pero también un poco trasnochado. Conservo un testimonio gráfico de ese acto. En la mesa poética reconozco a José Mª Bermejo, Luis Jiménez Martos, Pureza Canelo, Miguel Serrano y Ángel Sánchez Pascual. No se puede decir que la situación hubiera cambiado mucho. Un olor acre de desvanes húmedos parece desprenderse de esa fotografía. Sigue flotando en el aire ese polvillo añejo de los ateneos y los círculos de labradores y artesanos.

En definitiva, nada que pudiera impulsar un cambio ni renovar el aire. Un aire espeso de cortinones ajados el que se respiraba en los círculos poéticos de la capital. Aquello seguía siendo un anacrónico viaje a ninguna parte.

Claro, que para montar el lamentable espectáculo del viejo cínico que todavía no había ganado el Nobel ni el Cervantes y se paseaba por las calles de Cáceres saludando histriónico en landó victoriano, hubiera sido mejor estarse quieto.

Sé que aquella broma costó cara y que la pagamos entre todos. Por si no era suficiente con la vergüenza ajena, con la sensación añadida de ser tratados como nietos de aquel Pascualillo de Torremejía.

El fin de un anacronismo

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos  derechos al cielo y nos precipitábamos en el infierno.

(Charles Dickens)

Decía más arriba, y ahora retomo la observación, que los frutos de la renovación tardaron en llegar. Paso revista a los inductores de los cambios, a quienes han sido sus agentes desde entonces hasta hoy. Se trata de personas que habían pasado por la Universidad, pero que ya no estaban ligados a ella, sino a la Enseñanza Media: Ángel Sánchez Pascual, Ángel Campos, Luciano Feria, Jesús Alviz, Diego Doncel, Gonzalo Hidalgo o Fernando Pérez. O iban por libre, como Julián Rodríguez, Antonio Gómez o Elías Moro. Compruebo sin mucha sorpresa que sólo excepcionalmente la Universidad ha intervenido en el proceso desarrollado, a la vez que en Cáceres, en Badajoz, Plasencia, Zafra o Mérida. A lo sumo se ha limitado a atestiguarlo no sé si con despectiva indiferencia, o con prevención acomodaticia, o con indolente pereza. Las excepciones, claro, también tienen nombre y es justo que se recojan aquí. Se llaman Juan Manuel Rozas, Miguel Ángel Lama o José Luis Bernal.

Hubo unos años cruciales, años compulsivos y desorientados, como los del comienzo de Historia de dos ciudades, pero imprescindibles para entender lo que pasaría después. Existe ya una bibliografía considerable y solvente sobre este periodo, lo que me exime de profundizar en su análisis. Recomiendo al lector interesado que revise los prólogos de las antologías Jóvenes poetas extremeños en el Aula, Abierto al aire y Diez años de poesía en Extremadura. Hay en esas introducciones una evidente y legítima disparidad de criterios y enfoques, pero las tres contienen diagnósticos y pronósticos suficientes para hacerse una idea cabal de la situación. Me limitaré, pues, a una reseña rápida de los hechos más relevantes, hechos que se concentran en cinco años decisivos.

1980 es el año en que se crea  el Aula de Poesía de la Institución Cultural El Brocense, que dirigió con rigor y sabiduría Ángel Sánchez Pascual. Con él se ha cometido una injusticia en forma de silencio infame que este libro pretende reparar en parte. Eso será tema de otro capítulo. Ahora me limito a señalar dos hechos: que la figura de Sánchez Pascual es fundamental en el cambio poético y literario que se produce en Cáceres en los ochenta, y que este libro nace en gran medida de la indignación frente a un olvido que Ángel no se merece.

Por el Aula que él dirigía pasaron en dos años autores como Hierro, Alberti, Rosales, Dámaso Alonso, José Mª Valverde, Félix Grande, Torrente Ballester, Claudio Rodríguez o Delgado Valhondo. Compare el lector esta nómina con las presencias literarias que hubo en la Facultad entre 1973 y 1978 y saque conclusiones. Como se ve, no es demasiado esfuerzo el que le pido.

Además de promover esas actividades con nombres de prestigio, Sánchez Pascual tuvo la gallardía y el valor de apostar por una serie de autores jóvenes, inéditos entonces, y de llevarlos al Aula. Son los poetas que aparecen en la antología Jóvenes poetas extremeños en el Aula. Entre esos nombres estaban los de Álvaro Valverde, Diego Doncel o Basilio Sánchez, tres poetas que han cumplido ya una larga trayectoria de proyección nacional y que avalan, entre otros, el acierto de la apuesta de Ángel y su olfato literario. Si se equivocó con otras promesas que no acabaron de cuajar, fue más por generosidad que por torpeza.

En 1982 se celebró en Badajoz el II Congreso de escritores extremeños. Aquel fue otro de los hechos fundamentales en la ruptura con parte del pasado. Algunos llegaron al Congreso pensando que sería una nueva fiesta de exaltación de la encina y se encontraron con un grupo de escritores jóvenes un poco provocadores, un poco insolentes, pero con las ideas muy claras, las que expresaron en aquel “Manifiesto palmario, horrible, pero necesario, contra el arte rupestre del siglo XX en el oeste de España.”

Los gestos de displicencia de los primeros momentos se transformaron muy pronto en congestiones sanguíneas que pusieron a algunos al borde de la apoplejía. Hernández Gil supo llevar con tino aquellas sesiones desde la presidencia. Rozas y Sánchez Pascual sonreían con decorosa compostura y disimulo cómplice y satisfecho.

Juan Manuel Rozas presentó entonces su ponencia consultada sobre la joven poesía extremeña. El non serviam quedó como resumen no sólo de su intervención, sino de aquel encuentro. A partir de entonces las cosas no volvieron a ser como antes. Por ejemplo, a ese congreso los escritores, incluidos los presuntos, porque no se hicieron distinciones, fueron con los gastos pagados. Eso ya nunca volvió a pasar. En los congresos posteriores hubo menos asistencia. Hay quien achaca ese absentismo a la proverbial gorronería de los escritores. No es cierto. Es que el paso que había que dar se había dado ya. Bien barato es hacer manifiestos y, generalmente, no se volvieron a hacer. Por la misma razón.

En 1983 se publica en Cáceres la antología Jóvenes poetas extremeños en el Aula. Ese es otro de los cimientos del nuevo edificio de la poesía extremeña actual. Aquel libro fue una de las primeras cartas de presentación de jóvenes como Álvaro Valverde o José María Lama, que habían presentado ponencias y comunicaciones en el II Congreso de escritores. Todavía estaban recientes aquellos escándalos y se conoce que algunos acababan de descubrir el brillo de la palabra pasmosa, porque en la presentación de esa antología se leyó un manifiesto firmado por quienes le habían cogido gusto a poner su firma al pie de un folio. No estoy seguro, pero creo que aquel texto lo leyeron Diego Doncel y José Manuel Fuentes, que seguramente eran también los responsables de su redacción. Se titulaba Un manifiesto en crisis y era una nueva declaración de universalidad y repudio del localismo poético. Es decir, lo que había quedado claro un año antes en el congreso y lo que quedaba claro, sobre todo, en los textos de la antología.

Tengo ante mí ese manifiesto. Supongo que muchos de los que lo firmaban no se reconocerían hoy en afirmaciones que aquí y entonces parecerían muy nuevas, pero que eran de 1914. Defender la liberación total del hombre y la liberación del lenguaje en 1983 no dejaba de ser otro anacronismo. Explicable, sin duda, después de tanta algarroba poética, pero un anacronismo un poquito ridículo. Lo mismo se puede decir del tono del texto, de una modernidad arcaica después de setenta años. En fin, cosas de chicos.

Yo era, junto con Gonzalo Sánchez, uno de los poetas mayores -sólo cronológicamente, claro- de aquella muestra y me quedaban un poco lejos aquellos furores. Esas fiebres las había pasado unos años antes y ya estaba inmunizado. Así que no firmé. Ni falta que hacía, añado, antes de que lo hagan otros. Nadie echó de menos mi nombre en ese manifiesto.

1984, además de un título de ciencia-ficción, es un año de realidades fecundas.  No una fecha terminal, sino epifánica en muchos sentidos, que se inicia con la fundación de la Asociación de escritores extremeños. Es un año crucial para la poesía porque es también el año en que la Editora Regional saca a  la luz Abierto al aire, una antología consultada que, mejor distribuida que la anterior, recoge a autores con una obra sólida y aclara definitivamente el panorama. El rigor con que la elaboraron Ángel Campos y Álvaro Valverde, su prólogo y la apuesta que hacían en el apéndice por autores incipientes, son los mejores avales de una antología que el tiempo ha hecho indiscutible. Para entender mejor sus méritos recomiendo al lector que compare Abierto al aire con Alquimia, una antología narrativa similar en enfoque y estructura y que se publica a la vez. Pronto verá el grado diferente de acierto, sobre todo en la parte más arriesgada: la de los autores inéditos.

1984 es también un año esencial por otra razón: la inauguración de Alcazaba, la colección de poesía de la Diputación de Badajoz. Sus más de quince años de existencia la han consolidado como la más representativa del panorama poético extremeño actual. Lástima que una deficiente distribución la  rebaje a límites provinciales más que regionales. Lástima de alguna veleidad psicodélico-ecologista en sus últimos diseños.

Juan Manuel Rozas, epitafio de alfiles

Y no soy ya corcel, ni tampoco guerrero,

sino voz de centauro

   (Juan Manuel Rozas)

No tuve con Juan Manuel Rozas más que una relación superficial y fugaz. Llegó a Cáceres en el año 78. Manejo este dato con certeza absoluta por lo que relato a continuación. Yo trabajaba entonces como becario de investigación en el Departamento de Gramática general y Crítica literaria de la Facultad de Filología. Estaba preparando una prolija tesis doctoral que con los medios actuales se hubiera podido hacer en un par de meses como mucho.

Un día entró en el despacho que compartíamos varios becarios y algún ayudante un hombre algo encorvado que caminaba trabajosamente. Era Juan Manuel Rozas. Me llamó mucho la atención que presentara un aspecto físico tan impropio de una persona relativamente joven. Luego me explicaron que tenía serios problemas de salud y que venía de Santiago buscando un clima más propicio y más seco. Y algo que no se me ha olvidado. Es la anécdota que quería contar: el ayudante se puso en pie cuando entró Rozas. Apoyó las palmas abiertas en la mesa. El labio superior le temblaba un poco. Sólo le faltó cuadrarse o doblar el espinazo. Cuando ya había salido Rozas, le pregunté por el motivo de su actitud llamativa y perruna. Me dijo que el nuevo catedrático era hombre cuasi feudal y rigurosísimo con los súbditos relajados en la expresión de muestras de respeto. Él era un meritorio, pero yo ya había decidido hacer oposiciones de Enseñanza Media, así que no me importó mucho no haberme levantado.

Cualquiera que lo haya conocido sabe que la imagen de Rozas que me estaban dando era radicalmente falsa. Incluso lo sé yo, que apenas lo conocí. También sé de dónde venía esa insidia, la primera de una larguísima serie que luego se fue haciendo más áspera.

Dicen los cirujanos taurinos que las peores cornadas son las envainadas, porque no dan la cara. Aquí pasaba lo mismo. Hubo celos y envidias y hasta alguna escena de histeria grotesca. La envidia estaba justificada en el fondo y algunos se cocieron en el jugo mezquino de sus propios humores. He oído contar que desde entonces son adictos al bicarbonato.

Rozas era un profesor de prestigio. Un prestigio consolidado en sus estudios sobre Lope, Villamediana o el 27. Y más que eso: era un hombre bien relacionado con los círculos poéticos de Madrid. Con cierta sorpresa he comprobado que Luis Alberto de Cuenca o Antonio Colinas conocían la casa en la que vivió Rozas sus últimos años.

Pronto se notó su mano en la Universidad y en los ambientes poéticos de Cáceres. Yo me desvinculé por entonces de la Facultad, en donde estudiaban todavía José Manuel Fuentes, José Luis Bernal o Luciano Feria, y llegaban otros más jóvenes, como José María Lama. Cualquiera de ellos puede dar testimonio de la importancia de Rozas con más autoridad y conocimiento que yo. Algunos lo han hecho ya. Entre ellos, José Luis Bernal, que escribió una semblanza ejemplar en el número que la revista Gálibo dedicó a la memoria de Juan Manuel Rozas en 1987.

No seguí ese proceso desde dentro, pero percibí sus resultados muy poco después. Desde 1981 esos resultados son abrumadores y se materializan en una gran cantidad de revistas. Enumero algunas de las que se publicaron en Cáceres por esos años: Aguas vivas, Oropéndola, Égloga, Alfares, El Gayinero, Residencia, Gálibo... La mayoría fueron muy efímeras y muy desiguales, revistas adolescentes de universitarios pugnaces, un poco atolondradas y compulsivas. Un club de poetas ingenuos a los que orbe, catarsis o hieratismo parecían el colmo de la creatividad. Se percibe en algunos de ellos una radical impotencia para mantener el tono poético: y es que mezclar hierofante y rally en el mismo texto puede parecer atrevidísimo, pero en el fondo no es más que falta de pulso y de compás.

Entre esas revistas hay dos más maduras y más ambiciosas, con una línea clara y una relativa homogeneidad, y con mayor vocación de continuidad: Residencia y Gálibo. Detrás de ambas se percibe la mano directora o el apoyo de Juan Manuel Rozas.

En Residencia se foguearon algunos de los poetas que iban a tener en pocos años una proyección importante. Allí hace también sus pinitos críticos el más atento y generoso seguidor de la literatura extremeña en estos veinte años, Miguel Ángel Lama. Pero Residencia no fue sólo una importante revista de poesía joven. Fue también un prestigioso premio que reconoció los primeros versos de aquellos adolescentes inquietos.

Debo hacer especial mención de Gálibo, una revista bellísima dirigida y diseñada en Cáceres por dos discípulos de Rozas, José Manuel Fuentes y José Luis Bernal, los mismos que crearon la colección Palinodia de poesía y la editorial Norba 10.004, una hermosa aventura inimaginable sólo unos años atrás y sorprendente aún hoy, más de quince años después.

En los últimos años, Rozas, que sentía ya demasiado cerca el aliento helado de la vieja dama, aceleró su actividad como poeta. Quiero destacar de esa actividad dos obras. El Cancionero doble, que se publicó en Cáceres en la colección Palinodia. Un libro que aún hoy impresiona no sólo la vista de quien lo hojea, sino también su tacto, con esa tipografía en relieve. Si editorialmente ese es un libro asombroso, La partida lo es por otras razones. Lo publicó Ángel Campos en Ediciones del Oeste, con su dignidad habitual. Es el libro maduro de Rozas como poeta. Por encima de sus virtudes literarias, es un testamento construido sobre el triple y sereno equilibrio de la memoria, la inteligencia y el coraje ante un futuro que sabía clausurado.

Los alfiles estaban dibujando ya su diagonal siniestra en el tablero. Trazando un aspa negadora, escribían ese epitafio de alfiles que cierra la partida.

Por razones de salud o de otro tipo, Rozas no tuvo una excesiva vida social, pero se adivinan su mano, su olfato poético y su orientación en el Aula de Poesía de la Institución Cultural El Brocense. Quien fue su cabeza visible, Ángel Sánchez Pascual, se incorporaba a un Instituto de Cáceres por esos años. Ángel ha contado, en el prólogo de la antología Jóvenes poetas extremeños en el aula, cómo surge esa idea de una conversación con José Hierro. Eso me evita entrar en detalles. Lo que sí quiero destacar una vez más es que el Aula de poesía fue uno de los instrumentos fundamentales para cambiar el panorama y para provocar la renovación. Sin Rozas, sin Sánchez Pascual, sin el Aula de poesía no se entiende nada de lo que pasó después.

De lo que pasa todavía. Porque las aulas literarias que han ido surgiendo en Badajoz, Cáceres, Zafra, Mérida y Plasencia de la mano de la Asociación de escritores deben mucho a aquella actividad modélica de principios de los ochenta.

Sobre los ángeles

Mudo que rompe a hablar

Sombra que nunca sales

de tu cueva y al mundo

no devolviste el silbo

que al nacer te dio el aire

(Rafael Alberti)

Comenzaré explicando el título, que le tomo prestado a Félix Grande. El afecto que nos une me permite hacerlo con tranquilidad.

Yo fui durante mucho tiempo, supongo que por miedo o por inseguridad, un escritor secreto. No me faltaban razones. Cuando muchos años después participé en un ciclo de lecturas en el Aula Juan Manuel Rozas de la Facultad de Filología, que organizaba Miguel Ángel Lama, pude comprobar con qué facilidad cuando uno pasa a ser poeta público se convierte antes que nada en objeto público.

Cuento una anécdota que a esas alturas me divirtió, pero que es bien significativa de lo que digo. El ciclo se celebraba en la antigua capilla de la Facultad de Filosofía y Letras. Lo anunciaban unos carteles diseñados con su buen gusto habitual por Julián Rodríguez. Diego Doncel era el que lo abría y a la semana siguiente intervenía yo. Dio tiempo, pues, para que aquellos carteles reflejaran en pintadas espontáneas los juicios de algunos estudiantes. Conservo un cartel que recoge una opinión doble y dispar, no sé si también disparatada. En una se decía de mí: «Eres el mejor»; en otra, hecha al lado, se me llamaba «cabrón» sin más rodeos ni circunloquios. Para que no hubiera dudas, una flecha dirigía el exabrupto directamente a mi nombre. Riesgos de estar expuesto, como decía.

Para eludir este tipo de juicios críticos, rigurosamente fundamentados, como se puede apreciar, y que antes me afectaban más que ahora, prefería no salir a la luz. Así que cuando algunos amigos generosos como Miguel Ángel Lama o Luciano Feria hablan de la recuperación de mi voz, no he podido evitar ese complejo de mudo en quien se obra el antiguo milagro de la palabra. Un milagro que anuncian -no podía ser de otra manera- dos ángeles, Ángel Sánchez Pascual y Ángel Campos, con diez años  de diferencia. Uno en 1983, el otro en 1993. Si sus antorchas son de fuego no lo sé. Yo no las vi. Lo que sé, lo que digo, es que ellos son los responsables de lo que me ha pasado después.

En 1981 y 1982 yo era secretario de redacción de la revista Aguas vivas. Allí publiqué algún artículo, alguna reseña polémica que me costó un enfrentamiento agrio con dos personas que no citaré. La revista incluía una sección de artes plásticas y otra de poesía. Aunque hubo quien pidió dinero por prestar un texto, no se pagaban las colaboraciones. El caso es que de vez en cuando andábamos escasos de originales y yo tuve la debilidad de publicar allí algún que otro poema. Nada serio, como se ve.

Las cosas se fueron complicando cuando la revista del Instituto Norba Caesarina, donde trabajaba y trabajo, me pidió algún otro texto. Esa revista, de nombre espantoso (se llamaba Garabato), la coordinaba Miriam López, la mujer de Ángel Sánchez Pascual, que en ese momento debía de andar también escaso de materiales poéticos y me invitó a participar en el ciclo Jóvenes poetas extremeños en el Aula. Me negué todo lo que pude, pero la insistencia de Ángel y un más que probable arranque de vanidad vencieron mi resistencia inicial, que había sido sincera. No me estaba haciendo de rogar.

Así me vi leyendo el 18 de enero de 1983 en el Aula de Poesía de la Diputación. Doy la fecha con tanta exactitud porque conservo alguna de las invitaciones para aquel acto. Para entonces ya habíamos entregado los textos que iban a aparecer en la antología Jóvenes poetas en el Aula. Leímos aquella noche Basilio Sánchez, Antonio Díaz Samino y yo. Tres becerristas que hacían  su primer paseíllo en festejo nocturno, sobre invernal, y en un ruedo que imponía mucho a los tres debutantes: el Salón de plenos de la Diputación Provincial de Cáceres. Hacía mucho frío fuera, así que lo del sol y las moscas que exige el tópico no se cumplía. Hubo, pese a todo, mucho público, sobre todo joven, porque la becerrada era gratis y venían a apoyar los incondicionales. En mi caso, la mayoría de los partidarios eran alumnos que habían venido montados en el autobús de la esperanza en un posible aprobado. Yo no les había dicho nada. Miriam sí. El caso es que se dejaban ver sonrientes y aplaudían excesivos o extemporáneos. Creo que no se lo tuve en cuenta. Ni para bien ni para mal.

Conservo unas fotos de ese acto. Se publicaron en la revista Cáceres cultural, de la Institución Cultural El Brocense con un despliegue gráfico exagerado. Son seis fotografías, tres individuales, dos de la mesa y una del público.

Las tres primeras son muy reveladoras: reflejan los tres rostros en el momento de la lectura. Tres rostros distintos, como es lógico, de tres poetas muy diferentes en talante personal, en técnica, en lecturas.

Basilio iba a empezar el M.I.R. y en la foto del primer plano ha salido con los ojos cerrados. Le recuerdo leyendo los textos de A este lado del alba, que sería luego accésit de Adonais. Estaba muy nervioso y hasta hubo un momento en que se quedó en blanco y no pudo seguir. Con Basilio he tenido luego mucha relación porque hemos codirigido el Aula José María Valverde y he podido comprobar de cerca su evolución poética ascendente, su eficiencia y su calidad humana.

Samino estudiaba Filología. Admiraba mucho a Felipe Núñez y practicaba una poesía muy vanguardista, hermética y atrevida. Atrevida es también su mirada en la foto, la más desafiante, como su obra, que al parecer le agradaba mucho a Juan Manuel Rozas. Leyó textos de Ópalo y ruina y En el ámbito visible de lo invisible. Caprichos del orden alfabético lo volvieron a colocar junto a mí en Abierto al aire. En el homenaje a Rozas de la revista Gálibo publicó unos textos en prosa con el título de Libro de las musas. Quizá era una forma de invocarlas, pero el resultado, más que vanguardista, es directamente ilegible y farragoso. No aparece en Diez años de poesía en Extremadura, supongo que porque no publicó nada entre 1985 y 1994. No he vuelto a saber más de él.

 Yo estoy en la foto leyendo textos de Cavernas de la piedra y mirando hacia el papel con una tranquilidad sólo aparente. Siempre he sido un pésimo lector de mi propia poesía. Quizá por miedo a caer en el exceso declamatorio del rapsoda, he incurrido con frecuencia en la monotonía de la salmodia cuaresmal.

Que quienes me han oído me lo perdonen. Que el Parnaso y Paco Valladares me lo demanden.

La corte de los peligros

Cervantes. ¿Puede realmente haber existido en semejante pueblo, en tal ciudad como esta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza?

(Luis Martín Santos)

 En mi particular archivo de vanidades literarias, que va siendo ya excesivo, conservo un artículo que publicó, justo un año después de aquella lectura epifánica, Ángel Sánchez Pascual. En él glosaba cariñosamente aquella otra noche de enero en el Aula, recordaba  algún momento de tirantez en el coloquio (yo lo he olvidado) y definía las diferentes tendencias de quienes participamos en aquel acto que su habitual generosidad calificaba de brillante: la vanguardia en Samino, la naturalidad en Basilio, la reflexión en mí. Ángel cerraba su artículo felicitándose del reconocimiento que nuestra obra inicial había obtenido en pocos meses: Antonio Díaz Samino había sido premio Residencia, Basilio, accésit de Adonais, y yo, segundo premio nacional de poesía del Ministerio de Educación.

Es verdad que los acontecimientos se fueron precipitando. Yo presenté un texto, El matrimonio Arnolfini, a ese concurso porque esto de la literatura es como ir en bicicleta: si uno se para, se cae sin remedio. Premió el poema un jurado compuesto por Antonio Martínez Menchén, Luis Mateo Díez, José Mª Merino y Juan Polo Barrena. Como se ve, un jurado competente, pero integrado mayoritariamente por narradores. Quizá por eso me premiaron.

De ellos sólo conocía a Martínez Menchén, de quien había leído Cinco variaciones, y a José María Merino,por El caldero de oro. Luis Mateo había publicado ya Las estaciones provinciales, pero yo no aún no lo conocía. Fue Martínez Menchén quien me llamó al Instituto para felicitarme y para comunicarme la fecha de entrega del premio en Madrid.

Por una serie de razones que no son de este libro, Madrid me ha parecido siempre la corte de los peligros, sobre todo para un escritor de provincias. Que se lo pregunten si no a Gonzalo Hidalgo, que comparte librero en el foro con Mateo Díez y Pérez Reverte, y a quien le dejaron el coche inservible cuando visitaba a  Ferlosio.

La cita era en el Ateneo, pero cuando llegué allí no sabían nada de ninguna entrega de premios. Se me aconsejó que me pasara por el Círculo de Bellas Artes, a ver si era allí. Tampoco. Se pueden figurar la sensación de ridículo. Además, era un viernes por la noche y no podía localizar a nadie del Ministerio. El lunes siguiente recibí una llamada de excusa por la suspensión del acto, que había sido desconvocado por problemas protocolarios de última hora. Naturalmente, no acepté aquellas excusas y estuve razonablemente destemplado. El premio lo acabó recogiendo un amigo que vivía en Madrid.

No acabaron ahí las sorpresas madrileñas. La que cuento ahora es tan increíble que aun yo la he tenido como apócrifa, como el recuerdo incoherente y mentiroso de una pesadilla. La tenía casi olvidada y me la hizo recordar hace unos días un alumno del Taller de literatura que dirijo en Cáceres y que organizan la Asociación de Escritores, la Consejería de Cultura y las  Universidades Populares.

Este alumno del que hablo se llama Fulgencio Valares y ganó hace poco un premio de novela en la provincia de Huesca. Cobró su importe y se olvidó de la novela hasta que se la encontró publicada en una librería. Imaginen su perplejidad.

Eso me recordó algo que me había pasado a mí en el año 84. Me había presentado a otro premio (la bicicleta, ya saben) que convocaba una prestigiosa librería madrileña. El mismo amigo que había recogido el premio del Ministerio en mi nombre me dijo que había visto mi libro editado y me pedía un ejemplar dedicado.

Yo no sabía nada de aquello. Deduje que era una plaquette y que se regalaba a los clientes del establecimiento. Cuando le urgí a que recogiera algún ejemplar, ya era tarde. La tirada era muy corta y se había agotado. Nunca he visto esa plaquette, nunca la cito entre mis publicaciones, pero sé que existió. La diferencia con el libro de mi alumno es que yo no cobré ni un duro.

Esas dos piedras me hicieron bajar de la bicicleta, a la que sólo me volví a subir de vez en cuando para recorridos cortos por los Días de la poesía y por revistas efímeras de aquellas que tanto abundaban por esos años y a las que ya me he referido. Atendí por entonces también una petición de Gregorio González Perlado, que dirigía la recién nacida Editora regional. Me solicitaba en su carta algún texto para Abierto al aire, la antología que estaban preparando Ángel Campos y Álvaro Valverde.

Las bicicletas, ya se sabe, son para el verano. Y sólo en verano volví a escribir algo: los textos de Itinerario de Andrónico, que entregué a José Manuel Fuentes y José Luis Bernal cuando se acordaron de mí para que participara en el número que Gálibo estaba preparando como homenaje a Juan Manuel Rozas. Fue aquella una edición cuidadísima, a la altura del poeta y profesor recién desaparecido.

Fue, ya digo, un silencio largo, con apariciones esporádicas en los Cuadernos de poesía nueva de la Asociación Prometeo, un curioso grupo de poetas madrileños a los que conocí en unas jornadas de poesía luso-española y de los que hablaré en otro momento.

El silencio se prolonga hasta que en 1993 coincido con el otro ángel de esta sección, Ángel Campos, en un tribunal de pruebas de selectividad. Conocí a Ángel en 1985, en la presentación de Abierto al aire, pero creo que apenas hablé con él aquella tarde. Fue años después cuando Ángel me pidió un libro para Alcazaba. Ese libro es Pórtico de la memoria.

Curiosamente, se volvieron a acumular las casualidades. Cuando ya había enviado el original, recibí una llamada extravagante. Era de una antigua alumna que se había casado en Madrid con un conocido crítico de Diario 16. Me solicitaba también un libro para una editorial que iban a crear. Lo consulté con Ángel, al que agradezco que no pusiera ninguna pega. Pero, tras muchas dudas, decidí no enviar el texto. Creo que hice bien. Luego supe que el crítico en cuestión era un mafioso impresentable y voluble y que aquella editorial no pasó de ser un proyecto que nadie quiso avalar.

Ángel Sánchez Pascual, a la luz del día

  Decídete a lanzar

contra el silencio

la dulce piedra de tu desesperanza

(Sánchez Pascual)

Reviso ahora una foto famosa. Es lejana y extraña, pero ilustrativa. Se hizo en la Rusia soviética. Años veinte o quizá un poco antes. Son los tiempos de mayor fervor revolucionario. Lenin arenga desde una tribuna a la multitud. Le rodean un grupo de dirigentes destacados. La historia es bien conocida: en la época estalinista se hizo un retoque de esa placa y se eliminó la figura de Trotsky, que había caído en desgracia y terminó asesinado en Méjico por Ramón Mercader.

Una manipulación parecida se ha perpetrado contra Ángel Sánchez Pascual. Ya sé que a Ángel no le gustaría la comparación con Trotsky, pero no veo manera más gráfica de explicar el silencio espeso y malintencionado con que se ha querido ocultar su importancia en la historia literaria reciente.

Ya hubo una declaración intemperante de un chismoso profesional que en la encuesta de Abierto al aire se despachaba contra Sánchez Pascual con una de sus habituales salidas de tono. Como en ese personaje los exabruptos son tan constantes como su dispepsia, no le concedí mayor importancia. Una mala noche y una nueva frustración de sus gónadas, pensé.

Casi diez años después ocurrió un hecho más relevante que conocí de primera mano, porque me vi involucrado en él. Paso a relatarlo. Se estaba preparando la Gran enciclopedia extremeña y Ángel era el responsable de la sección de Literatura. En mitad del proceso, ignoro por qué causas, aunque las supongo, abandona su función de coordinador y se desentiende del proyecto, que cae en otras manos.

En ese momento, se me invita a colaborar en la redacción de los artículos de literatura contemporánea. Se me entrega un listado de autores y entre ellos figura, naturalmente, Ángel Sánchez Pascual. Redacté el artículo correspondiente y cuando se edita la Enciclopedia compruebo con indignado asombro que ese artículo no aparece y que Ángel es una escandalosa ausencia. Cuando pido explicaciones se me contesta lo fácil, lo previsible: los duendes de la imprenta, ya saben, la posible confusión con su hermano Andrés, que sí figura en la obra. Yo sé que eso es mentira y sé también quién fue el responsable del atropello, pero no voy a dar aquí su nombre. Ya avisé en el prólogo de que iba a utilizar también tinta blanca. La miseria moral del personaje tampoco merece otra cosa. Se trata, esto sí lo diré, de un conocido especialista en recensiones y demás rencores y despechos. No sé si por detrás había una mano larga y oculta. No una mano negra, no. Una mano blanca, como siempre, porque su dueño nunca baja al campo de batalla. Se queda en una colina distante y privilegiada y suele echar por delante a su fiel infantería para estas labores de brega y zapa, tan inelegantes, de tanto desgaste y tan poco lucimiento.

Comprenderán ahora la exactitud de la referencia inicial al estalinismo. Por cierto, ahora recuerdo que Stalin también fue seminarista en su sombría juventud.

No soy amigo de santificar a nadie. Sé que Ángel era un hombre difícil, que cometió errores, que tuvo excesos verbales con gente que no lo merecía, que su talante personal no siempre era agradable, que pudo cavarse su propia tumba con comportamientos censurables. Pero nada de eso justifica la actitud viscosa de algunos hacia él. Al menos no hasta el punto de falsificar la historia de unos años cruciales en los que Sánchez Pascual tuvo una importancia decisiva.

Hace cerca de quince años que no tengo el más mínimo contacto con él. Le perdí la pista y no figuró nunca en la nómina de mis amigos. Se equivocará, por tanto, quien entienda estas líneas como una apología cegada por la proximidad. Es algo más que eso. Se trata de levantar mi voz indignada porque ya dura demasiado esta gamberrada con luz de gas.

Como poeta, Ángel me parece apreciable, pero desigual. Me gusta especialmente el Sánchez Pascual que recuerda a Claudio Rodríguez, el de Ceremonia de la inocencia. Almendra de preguntas es, quizá, un libro malogrado por una sintaxis laberíntica y una metafísica algo trasnochada. Y La altura de lo sátiro es un poemario menor, y no sólo por el tamaño de los versos. Pero esta no es una obra de crítica literaria, así que no seguiré por aquí.

Ya he hablado más arriba de la importancia de Sánchez Pascual como dinamizador (disculpen el tópico desarrollista) de la vida literaria cacereña en los años ochenta. No insistiré en la importancia del Aula de poesía de la Institución Cultural El Brocense. De la antología Jóvenes poetas en el Aula hablo en otro artículo. Quiero referirme ahora a una serie de lecturas que organizaba Ángel con motivo del Día de la  poesía.

            Eran actos minoritarios que se celebraron, que yo recuerde, en 1984, 1985 y 1986, quizá también algún año después. Actos literalmente familiares, porque a ellos acudía no la familia poética, sino la familia carnal y hasta política de los poetas debutantes, que fueron muchos y muy curiosos. Quizá por eso a veces resultaban  un poco cursis, aunque sin caer en la demasía de los juegos florales. Eso sí, el aplauso y el arrobo estaban garantizados con tan íntimo y fidelísimo auditorio. 

            Conservo los carteles que anunciaban aquellos Días de la poesía, entrañables en la distancia. Repaso los programas y observo que todas esas celebraciones tenían la misma estructura. Comenzaban con una conferencia sobre algún autor del que se conmemoraba el centenario (Valle, Bécquer) o al que se le rendía tributo de despedida porque había muerto poco antes (Guillén, Aleixandre). En una de esas conferencias, Ángel repartió entre los asistentes la fotocopia de una carta manuscrita en la que Guillén lamentaba que iba a morirse sin venir a Cáceres.

Seguían luego unos intermedios musicales de laúd renacentista o guitarra flamenca, instrumentos que podían servir de fondo al recital poético que venía a continuación.

            A partir de ese momento se iban sucediendo ante los micrófonos una serie de poetas diversos en edad, en formación, en talento y en talante poético: desde los mayores, como Miguel Serrano o Pedro María Rodríguez, a los más jóvenes, como Ada Salas o Mª José Flores, que debutaban en público en aquellas justas primaverales. No era precisamente un baño de multitudes, pero para empezar estaba bien. En medio, poetas que tenían ya cierto ambiente en los círculos poéticos de la capital, como José Manuel Fuentes, Juan Carlos Rodríguez Búrdalo, Basilio Sánchez o el autor de este libro.

            Hay en esos carteles nombres que no reconozco, quizá porque abandonaron pronto la escritura o la ciudad. Son nombres que aparecen con frecuencia en las revistas literarias volátiles que abundaron tanto en aquellos años. De entre esos nombres me llama la atención el de Jesús Mª Gómez Flores, que figura en los programas de varios años. No me acuerdo de él y lo he buscado sin éxito en varias antologías. He encontrado algún texto suyo en la revista Alfares. Apuntaba buenas maneras como poeta.

            En uno de esos Días de la poesía, Ángel me enredó para que pronunciara una conferencia sobre la vida y la obra de Vicente Aleixandre, que había muerto un poco antes. Venció mi resistencia inicial y finalmente leí la conferencia en el salón de plenos del Ayuntamiento. Presidían el acto, junto con Sánchez Pascual, el alcalde y el concejal de cultura y juventud. De aquel día guardo un mal recuerdo por la falta de tacto de las autoridades, que apenas dieron unas protocolarias gracias. Algo difícil de entender si se tiene en cuenta que el alcalde de entonces había sido miembro destacado en su juventud de la revista Cristal.

Afortunadamente, la actitud de los políticos ha ido mejorando en este tipo de detalles. Pero cuando uno ve cómo se otorgan títulos de hijo predilecto por la comisión municipal de Cultura, se explica mejor aquellos comportamientos inelegantes.

Ángel Campos, cercano a lo que importa

 La lentitud

del día y las maneras

precisas del paisaje.

(Ángel Campos)

Lo anunciaba más arriba. Ángel Campos es uno de los nombres fundamentales de esta historia. Desde la publicación de Abierto al aire, su presencia ha sido constante y creciente en el panorama literario de Extremadura. Ángel ha representado en Badajoz lo que Sánchez Pascual en Cáceres. Ha sido el impulsor de una serie de cambios que han mejorado y modernizado el ambiente literario en esa ciudad. Pero ha sido más que eso. Su labor ha transcendido los límites  locales y regionales y es hoy, como Álvaro Valverde, como Diego Doncel, una voz prestigiosa en el panorama literario nacional.

Y no sólo como poeta. Como traductor de literatura en portugués, como editor de Los libros del Oeste, como fundador y director de Espacio/ Espaço escrito, Ángel ha ido mostrando su altura robusta de roble junto al agua. Y en cada una de esas actividades ha dejado lo que más importa: la huella de su calidad humana.

Ángel Campos tiene un físico excesivo y una voz dura, apasionada y sin matices. Lo digo como elogio. Conozco a gente cuyos matices vocales reflejan una doblez que provoca mi desconfianza inmediata. Eso es imposible en quien trata con Ángel. Aun así, yo no puedo evitar cierta zozobra en su presencia. En los últimos años nos vemos o hablamos con cierta asiduidad. Hemos coincidido en lecturas, en presentaciones de libros, en sesiones de trabajo de los Talleres y las Aulas literarias regionales. Y yo siempre temo que me eche una bronca. La verdad es que le he dado algunas razones para ello. Ángel, una de las personas más tiernas y cariñosas que conozco, parece oscilar siempre entre el enfado y la risa. Yo creo que tiene una bondad avergonzada que intenta disimular con su físico, sus actitudes de gruñón y su voz. Pero sabe frenarse siempre a tiempo y resuelve las tensiones con una sonrisa oportuna y un carraspeo que aborta el trueno temible de Júpiter tonante. Es más alto que yo, tiene las manos grandes y me temo que cuando me mira desde su altura no me toma demasiado en serio. Seguro que con razón. Con él sólo estoy tranquilo cuando me habla en portugués, esa lengua dulce que tan bien refleja el interior azul de Ángel.

Y es que Ángel es fronterizo por vocación y por destino. Nació en San Vicente de Alcántara, vive en Badajoz y tiene casa abierta en La Codosera. No se pasa de la raya, pero tampoco, ya lo ven, se aparta de ella. La ciudad blanca, sus traducciones de Pessoa o de Ramos Rosa, Espacio/Espaço escrito  son, seguramente, las empresas más apreciables en la labor de Ángel Campos. Todas ellas comparten ese sello transfronterizo.

Hay otro rasgo común a esas iniciativas creadoras: son un homenaje a una serie de autores que han marcado su historia personal. Como Ángel ha dicho alguna vez, su poesía es una deuda que no cesa, un ejercicio serio y agradecido de intertextualidad. Eso, por sí solo, justifica una obra como Siquiera este refugio.

Sus traducciones de las Odas de Ricardo Reis, del Ciclo del caballo de Ramos Rosa o la antología Los nombres del mar son tan brillantes, tan definitivas porque están hechas desde la nostalgia de unos textos que otros poetas escribieron antes, pero que son también de Ángel.

De entre todos los libros deÁngel Campos es La ciudad blanca el que más aprecio. La Baixa, Moureria, el Rossio, el muelle del Tajo, la travesía del estuario hacia Cacilhas han quedado definitivamente asociados en mi memoria a ese libro más que al Pessoa del Libro del desasosiego. Quizá no sea más que cuestión de costumbre, pero La ciudad blanca es una cabal guía poética que me ha acompañado y orientado por los laberintos de una ciudad tan secreta, tan hermética como Lisboa. No es raro que haya tantos gatos en Alfama. Un barrio tan impenetrable como ese mantiene con el extraño la misma displicencia indolente y orgullosa de sus gatos.

Generoso y sensible, lector agradecido como Plinio, siempre encuentra Ángel Campos al menos una imagen apreciable, en cualquier poeta un verso que salvar. Aunque sea el que regalan los dioses, ese que finalmente no es responsabilidad del escritor.

Como es natural, existen discrepancias entre nosotros. Nuestra historia, nuestras lecturas, nuestros gustos son distintos. Seguramente son limitaciones mías, pero no comparto su pasión por el último Valente, ni por el Juan Ramón de Espacio, ni por Aníbal Núñez.

Ángel Campos -lo decía antes- ha cambiado el panorama literario de Badajoz en un sentido parecido a como lo hizo en Cáceres unos años antes Sánchez Pascual. Yo no sé si tuvo presente ese ejemplo. El caso es que esa empresa de modernización la ha acometido con un instrumento parecido, un aula de poesía, y desde una posición semejante, la presidencia de la Asociación de escritores de Extremadura.

El Aula Díez Canedo, creada y dirigida por Ángel hace ya diez años, ha sido y sigue siendo un modelo para todos los que en otras ciudades de Extremadura trabajamos en iniciativas similares, que él siempre ha apoyado y a las que ha aportado su orientación generosa y su experiencia. El esfuerzo ha sido a veces agotador, Ángel ha estado cerca del desánimo y del desfallecimiento, pero él sabe que ese es el impuesto que se paga por la pasión y el trabajo bien hecho y que, pese a todo, vale la pena esa labor de aproximación de autores vivos a los alumnos de Enseñanza Media y al resto de los ciudadanos interesados en la poesía. 

Un último paralelismo. También a Ángel Campos, como antes a Sánchez Pascual, se le cruzaron en su camino enemigos que ni él se merecía ni lo merecían a él y que lo minaron desde la insidia y la cobardía.

Si en la Biblia  una de las formas de la infamia se resumía en un plato de lentejas, en el caso de Ángel el menú de la discordia iba servido en un plato de paella. Dos variantes de la misma iniquidad.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismo.
Diagnóstico y pronósticos. Tres antologías

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos

(Pablo Neruda)

Aprovecho ese brillante verso de Neruda (no soy el primero, ya lo hizo Jaime Gil de Biedma) como título de esta sección y lo uso ahora como excusa para pasar revista a tres antologías que resumen la actividad poética de los últimos veinte años en Extremadura.

Una antología es, antes que nada, un riesgo. Un riesgo graduado, claro está, según el propósito y el método de trabajo de quien se compromete en semejante aventura. Conviene matizar, para que se me entienda, que distingo dos tipos de antologías: las prospectivas, que son una apuesta y un salto en el vacío, y las retrospectivas, que tienen también sus escollos, sus dificultades, sus elementos polémicos, pero cuentan con la seguridad de que el antólogo sabe dónde pisa. El pasado puede ser discutible, genera interpretaciones, análisis y valoraciones, pero está escrito, aunque Machado diga otra cosa. Sobre ese pasado se hacen diagnósticos. El futuro está por escribirse, y además por hacerse, y de ahí el riesgo comprometido de las prospecciones, de los pronósticos.

De las tres antologías a las que me refiero, la primera, Jóvenes poetas extremeños en el Aula, pertenece a ese grupo de riesgo. El antólogo tiene en estos casos algo de oracular profeta que se mueve, si no por el desierto, sí por el terreno inseguro de lo incipiente, de la pura incoatividad.

Cuando se presentó en público esa antología me contaron que Juan Manuel Rozas y Luis Antonio de Villena se habían puesto de acuerdo en rizar -eso sí, en privado- el rizo de la apuesta. Sobre aquellos doce poetas de obra balbuciente, imprevisible y cambiante, aquilataron aún más. En el envite propusieron tres nombres con futuro. Era un pronóstico aventurado. No reproduciré aquí esos nombres, pero señalo que el paso del tiempo sólo les ha dado la razón en uno de ellos. Y sin embargo, algunos de los que no parecían prometer una consistente obra posterior se han consolidado como poetas importantes. Ya sé que en último término el error se debe achacar a los poetas que no han confirmado lo que apuntaban.

Es sólo un ejemplo del riesgo que se asume en estos casos, no una crítica de los profetas. Como en los pronósticos clínicos, que siempre deberían ser reservados, cabe en estos casos la coartada de una evolución inesperada. Para bien o para mal.

Abierto al aire es una antología que participa de lo retrospectivo y de lo prospectivo. La parte más importante, la antología consultada, recoge trece nombres con obra desarrollada, aunque no hubiera sido difícil evitar tan nefasto número con algún poeta más o alguno menos. Quizá con esa idea se incorporaba en un apartado independiente la obra visual de Antonio Gómez. Hasta ahí el diagnóstico.

Era en el apéndice titulado Poesía para una nueva década en donde Ángel Campos y Álvaro Valverde descargaban adrenalina y asumían riesgos con poetas incipientes que hasta entonces sólo habían publicado un libro -los menos- o figurado en antologías y revistas -los más. Es curioso comprobar que los responsables de esa recopilación adoptaban en el prólogo un tono duro, algo admonitorio, más achacable a la conciencia del peligro que a su talante personal. Había allí apuestas por unos nombres y descartes de otros a los que los autores de la selección definían con claridad un poco excesiva como impresentables. Arriesgo una interpretación. Si se compara la nómina de Abierto al aire con la de Jóvenes poetas extremeños en el Aula, no cuesta mucho trabajo llenar con nombres esa descalificación, que afecta exactamente a tres poetas. Pero no seré yo quien dé esa lista. Vuelvo a usar ahora la discreción de la tinta blanca.

Elegantemente, Ángel y Álvaro se excluyeron de la antología. Es una postura que se entiende y no merece más explicaciones, pero que constituye también una de las limitaciones de la obra, porque los dos responsables de Abierto al aire son hoy poetas importantes en el panorama poético nacional.

Aunque también discutida, Diez años de poesía en Extremadura tiene un enfoque más seguro. Es lo que llamaba más arriba una antología retrospectiva. Tomando como punto de partida lo que en Abierto al aire era punto final, discurre esa selección entre 1985 y 1994. Diez años de poesía surge de unas jornadas de poesía que organizó en Cáceres Teófilo González. Fue un encuentro de poetas extremeños que se reunieron en noviembre de 1994 con el lema Diez años con excusa. La excusa era evidente: Abierto al aire cumplía diez años y seguía siendo un título de referencia en las mesas redondas que moderaron Ángel Campos y Álvaro Valverde. Las reflexiones más rigurosas corrieron a cargo de Miguel García Posada y de Miguel Ángel Lama, a quien se le encargó la elaboración de esa antología.

Pese a que provocó la reacción indignada de alguien que no quedaba recogido en ella, la crítica que se le puede hacer a la muestra recogida por Miguel Ángel Lama es más el exceso de nombres, unos cuarenta y cinco, que las ausencias. También en los diagnósticos, es cosa sabida, hay un margen de error. Sobre todo cuando el antólogo es receptivo y optimista y tiene, como en este caso, la cercana bondad del médico de cabecera.

Sé con cuánta generosidad se hizo esa antología. Incluso fui testigo de cómo su autor defendió la presencia de nombres frente a la alarmada protesta por un número de páginas que parecía excesivo. Puedo decir, por tanto, con toda claridad que si alguien se quedó fuera de esa obra habría hecho sobrados méritos para ello.

Hay, como es natural, notables diferencias entre las tres antologías. No es la menor de ellas, por significativa, la puramente material. Jóvenes poetas en el Aula es un libro que deja mucho que desear como objeto. Se editó en la imprenta de la Diputación de Cáceres, toscamente encuadernado con unas grapas interiores cuyas huellas oxidadas se aprecian a través de la portada. He podido comprobar que ese era el sistema habitual de encuadernación de los libros editados por los servicios culturales de esa institución desde los años cuarenta. En cuarenta años no se había avanzado nada en ese terreno. El ejemplar que manejo está maltrecho y ha precisado ya de alguna restauración.

El diseño editorial, el tipo de papel, convenientemente cosido, y la tipografía son mucho más dignos en Abierto al aire. La elaboración fotográfica de la cubierta contiene una metáfora visual del título y es un avance y un resumen del contenido y la idea de la antología.

Diez años de poesía en Extremadura forma parte de una colección más amplia editada en tapa dura y con sobrecubierta por el Ayuntamiento de Cáceres. Carece por tanto de signos de identidad propios, pero revela cuánto se ha avanzado en la forma de editar los libros en estos últimos años.

También los prólogos de las tres antologías son dispares en enfoques, en rigor analítico, en aparato bibliográfico, en notas y en coherencia. Sin duda, el más completo es el de Miguel Ángel Lama, pero los tres en su conjunto son certeros y esclarecedores.

En relación con los dos primeros, conviene no perder de vista el momento en que se escribieron y su propósito: la necesidad de mostrar que el panorama de la poesía extremeña de ese momento era semejante al de cualquier otra zona de España. Hoy parece una trivialidad innecesaria, pero entonces estaba plenamente justificado.   

Cuando prepara su selección más de diez años después, Miguel Ángel Lama tiene la ventaja de que esa cuestión estaba ya superada. Eso le permite dedicarse a un análisis más estrictamente literario de los materiales poéticos.

Radiografías al minuto

la única condición que me impuse para la elección de los retratados fue que no entrara gente cuyo aspecto me resultara antipático o desagradable (no me tientan las invectivas, y ya nos caen demasiadas), ni de la que tuviera tan mala opinión personal o literaria que pudiera influirme a la hora de describir y comentar su rostro.

(Javier Marías)

Los pronósticos y los diagnósticos clínicos se apoyan, además de en análisis, en radiografías y en otras pruebas gráficas que hay que interpretar visualmente. Es esa también una costumbre consolidada en los usos de las antologías.

No quiero ocultar, por tanto, lo que me parece el mayor error, la  carencia más grave de la antología Diez años de poesía en Extremadura: la ausencia de fotografías. Echo de menos ahora ese material gráfico, porque con seguridad me daría pie a algún análisis curioso, como el que acometo a continuación.

Jóvenes poetas extremeños en el Aula llevaba al frente de cada muestra la fotografía y una breve nota biográfica de los poetas antologados. No es la parte más brillante de la obra. Se trata, en su mayoría, de modestas fotografías de carnet, hechas en apresurado fotomatón o en estudio decorado con discutible gusto. Además, la calidad de la reproducción deja mucho que desear. Pero son curiosas y significativas y, sobre todo, contienen una propuesta tentadora para la observación divertida de todas ellas.

Para observar, por ejemplo, a José Manuel Fuentes con su cara de persona formal, de estudiante aplicado. El bigote que luce no cumple su verdadera función, la de ocultar a un tímido que no mira de frente el objetivo y desvía la mirada un poco a su derecha. Esa timidez no le impide, sin embargo, llevar la camisa abierta, no se sabe hasta dónde. Detalle curioso este, compartido por otros poetas de la antología, pero más chocante en José Manuel, que practicaba una poesía bien alejada de tendencias legionarias. Chocante es también que los textos que incluye en la antología sean los más explícitamente eróticos, aunque encubiertos asépticamente sin más títulos que la mera disposición cardinal.

No sé si José Manuel, que entonces era el preferido por Ángel Sánchez Pascual, abandonó la poesía o si la poesía le abandonó a él. Parece que sus intereses literarios se desviaron al campo de la bibliofilia y de la edición, donde hizo una labor magnífica. No frecuenta ya Fuentes los ambientes literarios. La última vez que le vi en un acto de ese tipo fue cuando en 1994 se presentó La partida, de Juan Manuel Rozas.

José María Lama está en una foto oscura, en cuya penumbra se adivina un cabello verosímilmente crespo y largo. Su mirada al objetivo es más directa que la de José Manuel Fuentes. También son más directos los títulos de sus textos: Siete poemas anatómicos. Gasta en la fotografía, quizá sea sólo el gesto, una boca más pequeña que la que tiene en realidad. Una boca que si fuera de otra persona provocaría desconfianza. En su caso, nada más lejos de la verdad.

He tenido mucho contacto con él en los últimos años, porque dirigió en Zafra durante unos años un Taller de Literatura coordinado por mí. Desde el principio, y no me equivoqué, me pareció la persona más adecuada para esa labor. José María Lama codirige ahora con Luciano Feria el Seminario Humanístico de Zafra y también eso me permite verle con alguna frecuencia. Uno de sus rasgos más personales es la risa, una risa muy abierta y celebradora, que parece alimentarse de sí misma, muy semejante a la de su hermano Miguel Ángel, pero más explosiva. No sé si desde que ha dejado el tabaco se ríe menos. Creo que sí. Lo que no ha dejado, aunque tampoco la prodigue, es su poesía, densa y reflexiva y de muchos quilates.

También Álvaro Valverde lleva desabrochada la camisa. Es una foto de verano seguramente. Muestra una mirada recta y la raya del peinado un poco alta. Y al fondo de la raya, un remolino rebelde o acaso la huella de un viejo peluquero ineficiente. O quizá sólo el rastro de esas guirnaldas en el pelo a las que alude en uno de sus textos.

Álvaro es el único nombre en el que acertaron Rozas y Villena cuando aventuraron el pronóstico al que me refería en otro capítulo. Mi admiración por su poesía es antigua. Mi trato personal con él, reciente, pero igual de gratificante. No deja de sorprenderme con su capacidad comunicativa. No era la imagen que me había hecho de él cuando lo conocía menos.

Pérez Walias posa y mira satisfecho a la izquierda con sus gafas troskistas y una barba ineficaz y poco convincente que contrasta con un pelo cuidadosamente arreglado. Da la sensación en la fotografía de que el sueño haya florecido en él. Lo dice en un verso. La única conversación que mantuvimos no fue demasiado agradable y dejó definitivamente cerradas unas puertas que nunca habían estado abiertas a ningún tipo de comunicación.

Bien distinta es la foto de Gonzalo Sánchez. Gonzalo tiene en ese retrato una innegable cara de niño malo. Hay cierto descaro enfurruñado en su entrecejo y tiene el pelo rebelde y despeinado. Uno de sus textos comienza llamativamente así: No sirvo paraná… Ya sé que no es para subirle a los altares, pero a mí no se me olvida. Trucos secretos de la memoria.

Serafín Portillo lleva el cabello largo y encrespado. Mira a un lado, no sé si en actitud de ensueño o de modestia, él que es un hombre prudente. Quizá mira cómo se escapa el viento del que habla en un poema. Le he vuelto a ver, después de muchos años, cuando se ha hecho cargo de un taller literario en Talayuela.

Diego Doncel también mira, sonriente, a su izquierda. Sobre un fondo de cortinas, luce un llamativo pañuelo al cuello. Luego me ha contado que no lo llevaba por parecer un dandy, sino para disimular el efecto inflamatorio de una enfermedad. Nada en esa fotografía permite adivinar al muchacho llorón que dice ser en el primero de los textos de ese libro.

A Diego le sigo viendo con frecuencia y, aunque me desconcertó mucho y no me gustó nada lo que publicó en Abierto al aire, afortunadamente cambió de tono poético y los libros que ha escrito después lo convierten en un autor de importancia indiscutible. Hoy ya no lleva un pañuelo al cuello, pero es un poeta admirable y profundo y una persona -al menos conmigo- de un trato exquisito.

También Pablo Nogales mira a su izquierda, en un escorzo que le permite ocultar parte de la barbilla tras el brazo izquierdo, casi a la altura del hombro. Quizá esté evocando en la fotografía uno de esos abrazos que habitan sus primeros poemas.

Ya he hablado de Díaz Samino en otro lugar. Y de sus fotografías en la lectura del Aula. En la antología mira también a la izquierda, en una postura que resalta lo anguloso de su rostro. Tiene la mirada un poco perdida y un casi imperceptible rasgo de altivo desdén en la línea de su labio inferior. Es probable que en ese momento, o un poco después, remate una imagen inesperada.

Basilio Sánchez también mira a un lado. A la izquierda, claro. También lleva, como muchos, la camisa desabrochada. Su barba, mucho más montaraz que la barba cuidada que gasta ahora, no oculta la cara de un tímido. Ya he hablado de Basilio más arriba. Sólo añadiré un dato un poco personal. Certifico que tiene un buen corazón, un corazón a prueba de bombas que le permite reponerse de los sustos que le da mi gato. Y de alguno que le he dado yo mismo.

A propósito de mí mismo. Estoy en la fotografía con una barba delincuente y mirando, cómo no, a la izquierda. Pero también un poco hacia arriba tras unas gafas algo oscuras. No sabría decir si es un gesto digno o vacío, como el de algún bufón velazqueño al que le dedico unos versos en esa antología.

José Luis Bernal es el último de los poetas que figuran en Jóvenes poetas en el Aula. Mira de frente, con rostro quieto, como dice en uno de los textos. Lleva en la foto una camiseta marinera que congenia bien con las alusiones al mar de aquellos primeros poemas suyos.

Telón de fondo

Se rastrean indicios:

alusiones biográficas,

notas a pie de página,

dedicatorias, citas.

      (Álvaro Valverde)

Las fotografías de Abierto al aire son ya otra cosa. Para empezar, tienen  más calidad, la mayoría son de cuerpo entero y además ese privilegio se limitó a los trece poetas de la antología consultada. Tener derecho a foto en ese libro daba categoría. Era un atributo jerárquico. Merecido, sin duda, porque se adjudicaba a poetas con una obra consistente.

Esas imágenes añaden un escenario. Por eso son fotografías más elaboradas y con una complejidad simbólica que a veces permite fundir al retratado con su entorno.

Ángel Sánchez Pascual está sentado en la fotografía en un banco metálico. Es una foto veraniega, relajada, en la que el poeta luce sandalias, vaqueros y lacoste. Tiene una mano en el muslo y la otra, casi abierta, apoyada en el banco. Es una imagen algo chocante. Quizá Ángel se ha sentado para curarse «la viva quemadura del camino» de la que habla en Almendra de preguntas.

La de Pureza Canelo es, sin embargo, inequívocamente, la de una poetisa que da fe gráfica de su vocación. Posa en el contraluz de su estudio, con los libros al fondo. En la mesa, un flexo, más libros, papeles. Por un momento, ha interrumpido la escritura de un poema y mira con su rostro delicado lateralmente hacia abajo. Llama la atención sobremanera la rara verticalidad del bolígrafo que sostiene en su mano derecha. Revela una firmeza de carácter que contrasta con la aparente fragilidad física de su dueña.

José Antonio Zambrano ha salido muy bien en la foto. Está abrigado. Inclina la cabeza levemente y marca con un dedo de su mano izquierda el final de una media melena cuidada en la que apuntan las primeras canas. La mano derecha, relajada, sostiene un libro. De algún poeta de los cincuenta, supongo.

José María Bermejo lee o finge leer mientras camina por la vereda de un paseo. El suave desnivel  de un fondo con césped podría ser el del Parque del Oeste. Lleva un tranco comedido y gafas de sol y muestra la misma actitud de quien, en un claustro monacal, leyera las horas canónicas. Hay en esa forma de posar, como en su poesía, una pincelada de rapto metafísico.

José Miguel Santiago Castelo ha elegido para la antología una foto de turista. Lleva en bandolera una cámara y posa sobre un fondo de ruinas clásicas que bien podrían ser las de esa casa de amor en Éfeso evocada en un magnífico poema suyo, inédito hasta entonces.

Está fumando en la foto, mirando a un lado, José María Pagador, muy delgado, con calcetines claros y un indecible anillo en el dedo corazón de la mano izquierda. El reloj que luce en esa mano es enorme. Más que un reloj, es lo que algunas jergas llaman un peluco. Posa sobre el fondo de un edificio vanguardista y lleva una barba espesa y negra, como el cabello. Es una foto que tiene algo de feroz y de juncal, como sus versos, unos versos de mucho compás.

Extraño escenario el de la fotografía de Joaquín Calvo  Flores. Hay en ese lugar algo de refugio campestre o de mirador de aves de Doñana. Y sin embargo, es sólo un espejismo. Al fondo se adivinan unos coches. Está el poeta en actitud sonriente, con su barba cuidada y un polo claro de marca ostensible. Me llama mucho la atención en este poeta su declarada fecundidad creadora. En la nota biográfica dice tener terminados quince libros, además de los cinco que había publicado por esos años. Ignoro qué se hizo de esas quince obras, porque en los diez años siguientes no tengo noticia de que publicase nada. Es muy raro. No sé si se trataría de otro espejismo.   

José Antonio Ramírez Lozano sí ha publicado quince libros de poesía desde entonces. Está en la foto trabajando, con la barba cerrada y agreste y una calvicie ya consolidada. No sabría decir por qué, pero, aunque está sentado, da la sensación de ser más alto de lo que es. Hay al fondo una estantería repleta de volúmenes, apilados en un cierto desorden. Escribe -se intuye en la mesa una máquina de escribir- mientras sostiene un libro abierto con la mano izquierda. Quizá está repasando un libro suyo, proclive como es a practicar una divertida autofagia poética.

El sutil gesto de superioridad que se aprecia en la fotografía de Jaime Álvarez Buiza acaso se explique por el enfoque en contrapicado de la cámara. Está el poeta, las manos en los bolsillos, entre un perro negro en primer plano y un coche blanco al fondo. Un contraste que asocio a su poesía, que oscila entre la delicadeza conceptual y un cierto tremendismo expresivo.

Vicente Sabido no puede -es posible que tampoco quiera- disimular su aspecto de primero de la clase. Sobre un fondo de esculturas románicas, en el bolsillo de la camisa se intuye la presencia de una cajetilla de tabaco. Su poesía es la de un cultivado novísimo que, como en la fotografía, integra tradición y modernidad.

Del salón en el ángulo claro es la fotografía de José Luis García Martín. Es una foto un poco inquietante. Tras las gafas oscuras se percibe una mirada complaciente, pero hermética y de una dureza que intenta vanamente desmentir su sonrisa. Una sonrisa algo forzada que parece haber durado el tiempo justo de la instantánea. Consciente del peligro, una fingida persona lírica le pide a Dios, en uno de sus textos, que le mantenga alejado de sí mismo.    

Felipe Núñez mira fijamente a la cámara, que le ha clavado el flash en las pupilas. El pensado desaliño, la barba de un par de días, la dureza de la mirada y la arrogancia del gesto de los labios carnosos no ocultan un fondo de indecible tristeza.          

María Rosa Vicente posa con una mirada de grandes ojos tímidos que desvía hacia un lado del objetivo. La línea de los labios y sus humildes respuestas al cuestionario confirman esa impresión. Un collar algo excesivo es el único elemento discordante en ese retrato.

Al margen de la antología consultada, en un apartado autónomo sobre poesía experimental, figura una muestra de poesía visual de Antonio Gómez. Silencioso, agudo y prudente, va cerrando los ojos en una secuencia de cuatro fotografías.

A propósito de fotografías, no se prive el lector curioso de contemplar la que figura en la solapa de Abierto al aire. Es de los antólogos y no tiene desperdicio. El arrobo de los retratados podría servir como modelo de postal cursi para el Día de San Valentín.

Cruz de navajas

Cruz de navajas por una mujer,

brillos mortales despuntan al alba.

Sangres que tiñen de malva

el amanecer.

(Mecano)

La mujer por la que brillan las navajas, claro, es la poesía, esa dama tolerante y experta en adulterios. O quizá no, quizá en el fondo la poesía importe poco y de lo que se trata es sólo de mera vanidad.

Uno de los poetas fundamentales de la segunda mitad del siglo XX, Pablo García Baena, hablaba no hace mucho de los «excedentes de producción que llevan al confusionismo y convierten la poesía en escombrera».

Como en cualquier momento de la historia literaria, la poesía actual nos regala un panorama confuso y el espectáculo lamentable de quien se aprovecha de esa confusión. Confiemos en que el tiempo, aunque sometido a los vaivenes de la moda o -en términos más optimistas y menos frívolos- a la evolución del gusto, vaya poniendo las cosas en su lugar y a cada uno en su sitio.

Descartado, por general, historicista y simplificador, el método de las generaciones, la cuestión se complica por la falta de perspectiva respecto de la poesía última. Y no sólo por eso, sino también por la abundancia de prácticas mafiosas para promocionar a los amiguetes y  ningunear a los demás. Práctica bien antigua, por cierto, que existe desde que la poesía se rodea de prestigio social, desde el siglo XV. Sospecho que algo de eso ocurría ya en el Cancionero de Baena,  en el XVII con las Flores de poetas ilustres de Pedro de Espinosa, y más recientemente en la Antología de Diego, en las de Castellet y en las más cercanas Selección Nacional, Posnovísimos, Fin de siglo o 10  menos 30.

Para acabar de estropear las cosas, en contra de lo que cree Gamoneda, los poetas son  muy proclives al gregarismo, al cenáculo y  a la maledicencia. Y más de uno, incapaz de encontrar una voz personal, busca el abrigo del rótulo para hacerse valer o para encontrar sus señas de identidad.

Canto y cuento es la poesía, decía el bueno de Machado. Pero en la reflexión sobre la poesía y su función hay poco de lo primero y demasiado de lo segundo. Si pasamos revista a algunas de las declaraciones sobre la función de la poesía ingresaremos en un laberinto sin hilo de Ariadna para desorientarnos penosa y definitivamente entre el pleonasmo y el retruécano, entre la tautología y el gargarismo.

Poesía como conocimiento, poesía como comunicación, como expresión de estados de ánimo, poesía como fabulación, como postulación o impostación de la realidad, como necesidad espiritual, catarsis o positivación de negatividades, como connotación de la denotación, como denotación de la connotación… No sigo.

Como Segismundo, o como la protagonista de una película de Almodóvar, el heroico y benéfico lector de poesía desconoce qué ha hecho para merecer esto, qué oscuro pecado ha cometido para tener que soportar semejante avalancha de subterfugios, emblemas y declaraciones acerca de la función de la poesía, ese vicio tonto por el que, encima, tiene que pagar un tributo tan excesivo como digerir las anteriores definiciones, extraídas al azar de las declaraciones poéticas de diversos autores.

¿Por qué y para qué se escribe poesía? Para fines bien diversos: para burlar el tiempo, para conquistar a una jovencita, para hacerse el gracioso, para conocerse mejor, para salir en los papeles, para vivir del cuento, para contarnos penas penosas, para inaugurar pantanos, o peñas del Real Madrid, para ganar flores naturales como las que le daban a Pemán, para jugar con las palabras o para cenar de bigote, para derribar tiranos o canonizar beatas o parecerse a Lorca, para fundar la noche o refundar el mundo. La poesía, esa dama madura y complaciente, admite eso y más.

Pero nada de eso afecta al lector, para quien – no nos engañemos-  la función de la poesía apenas existe como problema o requisito previo. Porque, ¿qué busca un lector, habitualmente resabiado y poeta él mismo, en la poesía?

Muchas cosas. Enumero algunas: una imagen del mundo, un reconocimiento de sí mismo y de su identidad dudosa, el placer estético, una guía espiritual para su particular camino de perfección, la retroalimentación de su compulsión lectora, el gozo y disfrute de la pena ajena, el conocimiento de la realidad iluminada por la palabra intensa y visionaria, la base de su propio quehacer, el plagio solapado y elegante.

La poesía y los lectores admiten y rechazan a un tiempo todas las definiciones. De ahí que el pasado, el presente y el futuro de la actividad poética muestren un elenco curioso y variopinto en el que conviven el creador cabal y el tonto de baba; el autor elemental y sincero y el cínico elocuente y elegante; el  lírico prístino que se abre el pecho y el desmedido hermético que camela al lector poco avisado.

Hay, sin embargo, algo que une este panorama disperso e irregular: el lenguaje, que no es nunca una construcción autónoma, sino la propuesta – real o simulada, pero palmaria casi siempre- de una articulada visión del mundo, mediatizado y transformado por la palabra. Y ante esa propuesta, que el avisado lector elija aquella o aquellas que más le conmuevan o con las que mejor se identifique.

Porque al final lo que hay -ya sé que para ese viaje no hacían falta alforjas- es poesía buena y mala, poesía que conmueve y poesía que provoca conmoción cerebral o, si se prefiere, buenos y malos poetas, categoría -claro- frágil, simplista y movediza, pero, como casi todo lo sencillo, indiscutible. Porque lo importante no es la función de la poesía, sino que la poesía funcione. Y la efectividad de ese mecanismo la mide siempre el lector, inevitablemente caprichoso, pero fiable.

El escaso lector de poesía no lee todos los libros de todos los poetas. Frecuenta como mucho antologías en las que menudea una voluntad exclusivista y combativa. Antologías sesgadas en las que se piensa más en los autores a los que se excluye que en los poetas seleccionados. Eso explica no sólo las ausencias, sino también la incomprensible e inevitable presencia de poetas mediocres. El antólogo no sólo da luz de gas a los poetas que no son de su agrado, sino que además suele entreverar juicios y guiños para iniciados con una falta de criterio que a menudo deja sus vergüenzas al aire.

Este exclusivismo combativo ha provocado, entre otros daños de menor cuantía, el descrédito injusto del culturalismo. En la lógica de las corrientes y los relevos, era un fenómeno previsible y comprobable en la historia de la literatura: se reniega de lo anterior para volver a lo penúltimo. Basta con echar un vistazo a la historia de la cultura para comprobar esos movimientos pendulares.

¿Cuánto tiempo hace falta para que dejemos de leer juicios tan desmesurados e injustos contra los novísimos? Juicios que, por cierto, vienen de las dos trincheras del penúltimo campo de batalla, los poetas de la experiencia y los del silencio. Es verdad, y eso ocurrió siempre y está ocurriendo ahora mismo, que en torno a una eclosión poética como esa tuvieron renombre poetas mediocres y epigonales; pero también lo es que hubo y hay voces en los 70 que no sólo florecieron entonces, sino que han ido ganando valor con el tiempo

De rebote, estamos asistiendo a la satanización de Neruda para que Octavio Paz ocupe la plaza vacante. Ya se ha bajado al purgatorio a Gil de Biedma y no tardaremos en ver a Cernuda condenado al fuego eterno. Ya se están dando los primeros pasos.

Son claras las diferencias entre la poesía del silencio y la de la experiencia, entre el minimalismo metafísico de unos y la línea figurativa de los otros, como son claras las distancias entre la anorexia y la bulimia. Santones y porteros del Parnaso los hay en los dos sitios. Resulta curioso y divertido comparar las actitudes de los apóstoles de una y otra tendencias: José Ángel Valente, valedor del minimalismo silente, y García Martín, predicador polemista de la poesía figurativa. Un victimismo de martirologio barato en una trinchera, el curioso victimismo del tirano, frente al descaro provocador y las salidas de tono de la otra parte. Siempre que hay guerras cuesta permanecer neutral. Crueldades y abusos, ya se sabe, hay por parte de los dos bandos.

No hay nada que resulte más ridículo que un poeta a tiempo completo, santón de la poesía o vaca sagrada transmutada en vate. Para no caer en lo patético, sería conveniente lo contrario: quitarse importancia, situarse en el territorio más lejano de la impostura y de la impostación. No se tiene noticia de nadie que se haya muerto por no escribir un soneto, ni siquiera por escribir un mal soneto -lo que estaría más justificado y en algunos casos sería hasta deseable. El divino en trance, el oráculo que pone los ojos en blanco para soltar su veneno por encima del bien y del mal,  deberían saber que la línea que separa el misterio del terror es muy fina. Y que el hermetismo es el mejor campo de cultivo del camelo y la impostura.

Admito, con García Montero, que el mundo es cuestión de palabras, pero también las palabras son cuestión del mundo. Y lo que importa al final es la voz personal. Por eso, más que reivindicar corrientes, habría que  reivindicar autores, y más que autores, libros, porque todas las trayectorias son irregulares y el forofismo es adecuado en el fútbol, no en la poesía.

Como García Jambrina, espero que un día de estos se cambien los proyectiles verbales que se suelen cruzar los poetas, por auténticas armas de fuego. A ver si así se despeja un poco el panorama de la poesía española.

Eso sí, si yo tuviera que pedir ayuda a alguien, me encomendaría antes a Tintín, como Luis Alberto de Cuenca, que a Valente, escudo de Álvaro Valverde. Cuestión de gustos.

AUTORES INVITADOS

Liturgias

     Suplico a V. m. se sirva de pedirle me haga merced de los alimentos que he de haber este año (…) para que yo pueda comer a lo menos dos meses con descanso. 

(Góngora)

Últimamente vengo percibiendo en los escritores más jóvenes una tendencia muy definida: la de utilizar material bíblico como base argumental de sus textos poéticos o narrativos. No sé si es una moda pasajera. En todo caso, sí es reveladora de algunas actitudes. No estoy por incorporarme a esa dirección, en la que tienen tanta importancia los nombres. Por eso, esta será una historia sin muchos nombres propios.

Los tiempos han cambiado mucho desde Góngora, y los escritores actuales ya no son pobres de solemnidad. Ya no se alimentan de aliteraciones y sinestesias sutiles, que llenan poco y provocan aerofagia. Sin embargo, siguen siendo propensos a las comidas. Los congresos, los encuentros, las jornadas se cierran siempre con ese rito.

Un rito con múltiples variantes. Los breviarios litúrgicos describen su casuística y ordenan su taxonomía. Según los oficiantes, el ámbito o el número de asistentes, se distinguen celebraciones pontificales, parroquiales, solemnes, capitulares o de campaña. Yo me permitiré la licencia narrativa de aprovechar características de todas ellas.

Se trata de una verdadera liturgia que tiene su preludio, como es natural, en la sacristía, quiero decir, en la barra del restaurante. Uno de los momentos más inquietantes es el tiempo muerto al final de un acto, un encuentro, o una rueda de prensa. Tiene esa transición mucho de verdadera preparación penitencial. Algunos se debaten -disculpen el tópico- en un proceloso mar de dudas. ¿Nos van a invitar a comer? La pregunta admite variantes: ¿Comemos con el Consejero, con el Presidente, con el Decano? Yo, por si acaso, he dejado dicho en casa que no me esperen.

Cuando por fin se resuelven las dudas, alguien tiene que hacer el papel de ángel terrible. Con una delicada pero terminante espada de fuego expulsa a alguno ya en el pasillo de acceso al paraíso, al comedor, quiero decir.

El primer paso es el rito de apertura, el introito. Se reúnen los fieles en torno al celebrante. Se ha aclarado el panorama. Ya se sabe quién sí y quién no. La siguiente pregunta es dónde. Si  el templo es el reservado de un restaurante puede tratarse literalmente de una encerrona. Al parecer, es práctica frecuente. Asistí a una de ellas. A un intento de emboscada en el que un acreditado novelista extremeño demostró buena cintura y ensayó fintas de fino estilista. En el fondo, la encerrona era inofensiva y se limitaba a buscar un artículo para dar lustre y altura a la revista de una institución financiera. La escaramuza la dirigía un responsable financiero-cultural de inquietante parecido físico e intelectual con Juanito Navarro.

Recuerdo de esa comida una anécdota graciosa: uno de los comensales -lector ingenuo y persona amable- insistía una y otra vez en que conocía a los dos protagonistas de la novela más famosa del autor. El novelista le miraba con la simpatía misericordiosa y la benevolencia de su silencio generoso.

El momento de sentarse es otro de esos instantes críticos. Los papeles están fijados. El problema es quién cumple cada rol. Es inevitable que alguien quede desplazado de la almendra del convivio. Ese queda relegado al rincón incómodo que le tocará compartir con dos damas antañonas. No se arrepentirá. Aprenderá mucho de achaques físicos y melancolías espirituales.

Mucho mejor situado está el añoso que se sienta al lado de la jovencita y mira sus muslos con paradójica mezcla de descaro y disimulo. Ha andado listo para ubicarse convenientemente. Lo tenía decidido desde que estaba en la barra tomando una cerveza. Y lo ha hecho con estrategia envolvente de zorro viejo. Se ve enseguida que es hombre de mundo. Aunque ya lo haga por costumbre, pues está en edad de conformarse con dos títulos de Dámaso Alonso, Gozos de la vista y Canciones a pito solo.

Y sin transición se pasa al segundo rito, el rito de la palabra. El camarero toma nota. Algunos aprovechan para iniciar su homilía particular. Es también el momento de la profesión de fe, de la oración universal y del comentario de la lectura. Se pide sólo segundo plato, porque la costumbre es compartir unos entrantes terciados. Sobre los entrantes se proyectan las fijaciones o las carencias culinarias de algunos letraheridos, responsables de pesadillas pobladas de tortas del Casar y pastel de boletus, pesadillas que revelaban pulsiones acumuladas durante tres comidas consecutivas.

El tercer rito es el de la fracción del pan. El rito eucarístico propiamente dicho. Comienza con el ofertorio. Ahora el camarero imposta su mejor voz de tiple para ofrecer distintos tipos de vino. El rito de la fracción del pan se aplica de forma rigurosa y exacta. Lo oficia el que no sabe que su pan es el de la izquierda, empieza con el de la derecha y lo pellizca distraído y con desgana. Luego rectifica y coge el de la izquierda cuando ya ha dejado irremisiblemente sin pan al comensal de la derecha. Hace años que entre mis preferencias literarias no figura el nouveau roman, pero ahora desearía  ser Robbe-Grillet para describir la escena desde una perspectiva geométrica y a debida distancia.

Empieza la comida. En algunos aflora el atavismo del escritor hambriento. Es la venganza de los ancestros menesterosos. Aporto un ejemplo excesivo, pero real: el del que tiene por la noche el estómago pesado y se pide un platito de migas para empezar la cena. No falta tampoco la exhibición de raras costumbres: en una de esas ceremonias he visto comer aplicadamente paté con cuchillo y tenedor.

Y junto a ellos, la rara especie del inapetente, que aparta con metódica maña de microcirujano la guarnición y enreda con las presas como un buitre desganado. Lo mejor es no mirar a estos melindrosos que siempre aportan su toque de bromatología divulgativa, porque le quitan el apetito a cualquiera.       

En general, a ciertas alturas de la comida, se percibe que los comensales se vuelven más comunicativos. Es, casi no hace falta decirlo, el momento de la comunión bajo las dos especies. Pierden la timidez y hasta se permiten algún rasgo de expresividad. Están tocados por la gracia y han adquirido el don de lenguas. El vino se las dispara o se las vuelve espesas.

Hay un cuarto rito: el rito de conclusión, de disolución de la asamblea, de la bendición. Hay entre los fieles cierta relajación postural. Es el momento de los cínicos que, después de haber comido, critican oportunamente las comidas institucionales.

Rara vez se cumplen escrupulosamente todos los ritos. No se ha podido acreditar la observancia de algunos preceptos. Por ejemplo, se suele pasar por alto el de la unidad de los fieles en el cuerpo místico. Ese es un rito que se practica poco.

Otros ritos, pese a la fama de los escritores, también son infrecuentes. Por ejemplo el de la libación. Pocas veces se toma una copa tras la comida.

A veces, la distancia que separa el humor de la mala sombra es tan leve como las líneas que dibujan las fronteras en los mapas. Unas fronteras tan inestables que dependen de poner nombres propios o renunciar a ellos. Poniéndolos, lo divertido se convierte en chismoso.

Este es un artículo caritativo. Pero que nadie entienda eso como un rasgo de beatitud, que nadie proponga mi elevación a los altares. Se trata sólo de una cuestión técnica sesudamente sopesada. He llegado a la conclusión de que el texto gana en agilidad narrativa y en ritmo sin nombres.

Comparen con la Biblia.

Elogio y nostalgia de Rosales

 Este silencio que es como un luto de hombres solos

(Luis Rosales)

            Conocí a Luis Rosales en 1983, en unas jornadas de poesía luso-españolas que se habían iniciado en Coimbra, siguieron en Lisboa y terminaron en Cáceres con una lectura poética en la que participamos algunos poetas locales a instancias de Sánchez Pascual. Aquello  tenía algo de excursión de las Misiones pedagógicas, de peregrinación poética que recordaba a otras que se organizaban en los años cincuenta. Promovía aquellas jornadas la asociación Prometeo, un grupo de poetas madrileños, evidentemente menores, pero de un entusiasmo admirable. Recuerdo de entre ellos cuatro nombres:  Juan Ruiz de Torres, Enrique Badosa, José Gerardo Manrique de Lara y Pedro Lahorascala. Gente amabilísima, pintoresca y con una incurable fiebre literaria. Alguno de ellos ha muerto cuando se preparaba este libro. Con otros he seguido teniendo relación y me han ido enviando periódicamente los libros que publicaban. Formaba parte de ese grupo una actriz a la que se veía un poco descolocada, aunque prudente: era Maruchi Fresno, por entonces ya una mujer mayor que recordaba con nostalgia el rodaje de alguna película en Cáceres. Sin formar parte de esa asociación, como poetas invitados, venían Francisco Garfias, Luis Jiménez Martos, Carlos Murciano y Luis Rosales.

            Luis Rosales había publicado el año anterior Un rostro en cada ola, un libro sorprendente y de enorme calidad y fuerza poéticas. Le recuerdo leyendo en el escenario un texto del Diario de una resurrección. Era un poema largo sobre un vagabundo extremeño. Oigo todavía su voz solemne y cadenciosa y veo sus dedos índice y pulgar unidos, como oficiando, mientras lee algunos versos:

se llamaba Molina,

nació en Extremadura y había vivido andando.

Cuando acabó la lectura, Ángel Sánchez Pascual me presentó a Luis Rosales, que estaba con María, su mujer, contento como un niño porque Ángel le acababa de regalar unas botellas de vino. Yo también iba con mi mujer y Rosales hizo un aparte con ella para recomendarle mucha paciencia. Ser la mujer de un poeta, le decía, exige ese sacrificio. Tengo la impresión de que ella no ha olvidado la lección. Al menos se ha ejercitado en la observancia continuada de esa virtud conmigo.

A propósito de Rosales, de matrimonios y de mujeres, resulta casi inevitable recordar a Leopoldo Panero y a Felicidad Blanc. Sobre ella he oído opiniones tan contradictorias de gente que la conoció, que prefiero quedarme -aunque no la exprese aquí- con la impresión que saqué del personaje cuando vi El desencanto, ese documento que hirió profundamente a Rosales, que el día del estreno abandonó indignado la sala.

Quien ha hablado con Luis Rosales alguna vez, ya no olvida nunca su aspecto, ni sus gestos, ni su palabra. Rosales tenía por entonces casi 75 años, pero su aspecto seguía mostrando a un hombre de físico poderoso, alto y ancho. Su indumentaria era algo trasnochada, como la montura de sus gafas gruesas. Y detrás de sus gafas, unos ojos pequeños, expresivos, inteligentes y de un azul cálido y muy líquido. Unos ojos proclives a la sonrisa, a la benevolencia, al guiño vitalista y a la complicidad. Eran los ojos de un hombre limpio y entero, que a veces se perdían, sin sombras melancólicas, en el pasado o en la ensoñación. Entonces entraban en acción sus manos, unas manos grandes y delicadas que dibujaban las palabras en el aire, como si las acabara de descubrir, como si se le acabaran de revelar después de un largo y placentero esfuerzo. Con suavidad de entomólogo, Luis Rosales cogía entonces las palabras con dos dedos y nos las regalaba, exactas y dominadas. Tenía un gesto muy característico en ese trance. Apoyaba el dedo índice de la mano derecha en el borde inferior del labio y con su dulce acento ceceante silabeaba despacio y satisfecho. Su voz era poderosa, era la voz de un buen bebedor de coñac y fumador antiguo, pero la controlaba y la administraba cuidadosamente en susurros lentos y suaves. También equilibraba casi musicalmente las palabras y los silencios y sembraba la conversación y la frase de pausas sugerentes.

Muy poco tiempo después se perdió todo eso. Rosales sufrió un accidente vascular que le inmovilizó la mitad del cuerpo y le privó temporalmente de los dones de la palabra. Tuvo que  aprender a hablar y lo hizo con esfuerzo y dificultad. Aquellos matices se fueron para siempre.

Fue entonces cuando Félix Grande decidió escribir uno de los libros más generosos, más íntegros, más rigurosamente humanos que conozco: La calumnia, un libro escrito sin esperanza, pero con valor y hombría. El destino inicial de esa obra no eran las prensas ni las librerías, sino el homenaje privado de gratitud a quien durante casi toda su vida había llevado a sus espaldas una lágrima testaruda como la vida, con el filo insidioso de la sospecha. Félix Grande me ha contado en más de una ocasión que esa enfermedad civil, esa calumnia, referida a los últimos días de García Lorca, la sobrellevó Rosales con la dignidad y la tranquilidad de quien se sabe inocente. Pero aun así, se entienden las raíces afectivas de ese libro, que no necesitaba tanto Rosales como sus amigos.

Antes de su muerte, seguí con tristeza su convalecencia y los avatares lastimosos de su biblioteca privada. Pero no quiero entrar en ese terreno cenagoso. Hay algo más doloroso que todo eso. Es el purgatorio poético en el que se le ha confinado injustamente. Estoy seguro de que no sólo libros de poesía como La casa encendida o Un rostro en cada ola, sino un ensayo tan luminoso como Cervantes y la libertad serán devueltos al lugar de privilegio del que nunca debieron salir, del que nunca han salido, pese al silencio de los últimos años.

Pese a un silencio incomprensible, más certero en el daño que la más miserable de las calumnias.

Paréntesis impertinente sobre los críticos

Quien elige la crítica se denuncia a sí mismo: suele ser hombre de orden, que ama las reglas, al que nada le emociona tanto como la validez universal de un principio, la infalibilidad de una doctrina, la sacralización de un nombre o la eternización de un valor; esto es, todo aquello contra lo que la cultura (tal vez la única actividad del hombre que lo pone todo en entredicho y, en principio, nada debe respetar) ha luchado siempre.

(Juan Benet)

¿ Es el éxito un valor literario? Se me dirá con razón que no, que es a lo sumo un valor comercial. Le doy la vuelta a la pregunta: ¿ hay una relación directa entre el éxito y la falta de calidad? Para buena parte de los críticos, sin duda. A muchos de ellos el éxito les pone en guardia y, con gesto de autómatas a la defensiva, acarician con disimulo impaciente las cachas de sus navajas de muelles.

No es un fenómeno nuevo. Cito al vuelo y del tirón algunos ejemplos bien conocidos: a Cervantes le miraban por encima del hombro sus contemporáneos aristotélicos o barrocos, a Galdós se le llamó «garbancero», a Baroja se le arrancan -todavía hoy- los galones. Esta  desconfianza ante el éxito literario tiene sus antecedentes en las sañudas cruzadas que los moralistas emprendieron en el XVI contra las novelas de caballerías y en el XVII contra la comedia nacional.

Este tipo de actitudes no son exclusivas del ámbito literario. Los flamencólogos más sesudos se siguen empeñando en distinguir cantes grandes y cantes chicos, pureza y comercialidad, hondura y pellizco. Y dicen eso de pellizco con gesto displicente. Naturalmente, toman partido a favor de lo menos popular y no dudan en variar de criterio si algún cantaor obtiene con el tiempo el reconocimiento del gran público. El caso de Camarón es ejemplar en este sentido. Muchos de los que lo encumbraron cuando era un cantaor minoritario que paseaba su frágil esqueleto por ventas y tabernas de la bahía de Cádiz, le ponen hoy en cuarentena. No importa que su cante tuviera entonces menos calidad, menos madurez, menos personalidad. Lo que importa es que era patrimonio limitado de unos cuantos elegidos. Eso es lo que a sus ojos hacía indiscutible a Camarón. En cuanto vino el reconocimiento empezaron las sutilezas sobre la hondura y otras martingalas.

La psicopatología de la personalidad tiene bien descritos estos comportamientos. Se trata de defender a toda costa una situación de  privilegio o una supuesta superioridad del gusto, recurriendo si es preciso al terrorismo intelectual. Estas minorías dirigentes, estos santones de la cultura se arrogan la exclusiva de los valores estéticos y de su paladeo. Por supuesto, para que se perciba de forma general esa superioridad, es imprescindible que sus predilecciones se aparten de los del común de los lectores o de los aficionados al flamenco o de lo que sea. La desviación del gusto se convierte así en la coartada que justifica su pastoreo intelectual, en la clave última de su poder fundamentalista.

Dejemos las cosas claras. Lo que hay en el fondo de todo esto son dos conceptos de la literatura: el del común de los lectores y el de la crítica académica y universitaria que, desde el XIX, intenta fijar un canon  e imponerlo. Lo de menos es que esa norma vaya cambiando con las modas y los años. Lo importante es que el código sea rígido y cerrado. Ya se las arreglan ellos para mandar a las tinieblas exteriores a quienes no responden a ese canon y escriben sin pensar en los críticos.

Hay en el fondo de esta historia un poso de mezquindad. Parece que cuantos más lectores tiene un autor, más sospechas convoca. Observen la aberración. Cualquier mente sana diría justamente lo contrario. Y ante esto, no hay más remedio que preguntarse si de verdad es el crítico un lector.

Sé que el argumento podría ser utilizado por los defensores de Vázquez Figueroa. Pero no confundamos. Hablo de lo que hablo. De Javier Marías, por ejemplo, que lamentaba con cierta amargura y no poca razón que se le haya negado la españolidad por parte de algunos críticos y colegas indígenas. Lo entenderán. Circula por ahí -y me consta que no es apócrifa- la siguiente insidia de un crítico sintáctico con aire de maestro de capón genitivo y regla acusativa. Según él, que no ha pasado nunca de escribir versos satíricos o de circunstancias, Javier Marías tiene tantos premios en el extranjero porque sus novelas, una vez traducidas, ganan calidad. Eso, aparte de una falsedad, es una maldad rasante. La risa tetánica del crítico no podía disimular que la ingeniosidad le había costado una hora de trabajo intelectual abyecto. Lo lamentable es que al personaje le suele rodear una cohorte de aduladores que celebran bufonadas como esa con risotadas y espasmos. Para su desgracia, las pedradas hacia arriba inevitablemente se vuelven contra quien las lanza. La ley de la gravedad afecta también a estos pequeños miserables.

Entre los aficionados a los toros se dice que el mejor aficionado es aquel al que más toreros le caben en la cabeza. Lo mismo podríamos decir de los aficionados a la literatura. Salvo que muchos críticos literarios no son aficionados a la literatura. Viven subsidiariamente de ella, que no es lo mismo. Lo diré con consciente exceso: la parasitan desde su frustración.

No me resisto a transcribir unas palabras vehementes pero definitivas de Marina Tsvietáieva, una autora de la que admiro más su historia personal que su obra. Dice a propósito de ciertos críticos con palabras de 1925, pero rigurosamente actuales:

Como yo no pude, nadie puede; como yo no tengo inspiración, no existe la inspiración. (Si existiera, yo sería el primero en tenerla.) Yo sé cómo se hace esto… Tú sabes cómo se hace, pero ignoras cuál es el resultado. Por lo tanto, a pesar de todo, no sabes cómo se hace. La poesía es oficio; su secreto es la técnica; y el éxito depende de un mayor o menor grado de Fingerfertigheit (destreza manual). (Si existiera, yo sería el primero en tenerla.) Generalmente, de este tipo de fracasados salen los críticos, los teóricos de la técnica poética, los críticos-técnicos, que en el mejor de los casos son minuciosos.

No sé si se trata de un virus contagioso o es que todos llevamos un Torquemada en nuestro mapa genético. Pero compruebo con demasiada frecuencia que gentes que aprecio y que no son críticos caen en esta tendencia al anatema. En todo caso, algo falla aquí cuando autores tan distintos como Javier Marías o Pérez Reverte sufren exactamente el mismo rigor de los mismos críticos.

Afortunadamente, hay otra concepción de la literatura que no atiende a cánones ni admite dogmas: la de los lectores, menos tontos y menos insignificantes de lo que desde sus altísimas atalayas creen algunos críticos con complejo de oráculo de Delfos.

Conviene hacer aquí una matización. En realidad, hay dos tipos de lectores. Aquellos que se fían de la crítica y se orientan con ella. Son lectores algo vergonzantes y acomplejados, lectores un poco vicarios, que leen por delegación, que se sienten cómodos obedeciendo el dictado de estos oráculos sobre pedestales de cartón. Además de leer las reseñas de sus críticos favoritos, frecuentan los horóscopos y en otro tiempo hubieran consultado a la Sibila de Cumas.

Y hay muchos otros, una inmensa mayoría, de gustos abominables si atendemos al canon de lo políticamente correcto. Lectores que, afortunadamente, tienen criterio propio o simplemente no tienen criterio, pero sí gusto por la lectura.

Y eso no se puede decir de todos los críticos.

Las pesadillas de Pérez Reverte

Auparse en la jerarquía de los placeres minoritarios no sólo supone una notable paradoja, inmoral en sí misma, por su talante hipócrita, y estúpida además, por su pedantería, que es uno de los atributos más elocuentes de la vulgaridad. También supone afiliarse a la forma más deleznable de absolutismo intelectual o feudalismo ideológico: no mezclarse como individuo con la zafiedad de las masas y aprovecharse profesionalmente de su eterno vasallaje. 

(Gonzalo Hidalgo Bayal)

Dicen los psicoanalistas que hay dos pesadillas recurrentes que relatan los que pertenecen al grupo de los inseguros: la de encontrarse de repente desnudo por la calle y la de no haber terminado la mili o la carrera.

Hay también dos tipos de escritores: aquellos que sufren pesadillas habitadas por la firma, el rostro o el índice censor de un crítico y los que convocan en sus sueños monstruos de mayor entidad.

Conozco a alguno de estos últimos. Su peripecia vital le ha proporcionado material suficiente para tener pesadillas en las que no cabe gente sin la grandeza que suministran los desastres de la guerra y los sustos que regala el mar, perro como él solo.

Estoy hablando, claro, de Arturo Pérez-Reverte. Un matiz: observe el lector que he dicho Pérez-Reverte y no «el fenómeno Pérez- Reverte», que entraña en su aparente inocencia una sutil descalificación.

Yo no tengo por qué defender a Pérez Reverte de nada ni de nadie. Ni él lo necesita. Sabe defenderse solo. Lo que defiendo es mi dignidad de lector y el derecho de leer sin complejos lo que me dé la gana. Y de declarar que me gustan las novelas de Pérez Reverte. No lo confieso, que eso suena a  arrepentimiento y a dolor de corazón y a propósito de enmienda. Lo declaro. Yo soy lector -y lo digo sin la más mínima vergüenza- de Pérez Reverte. ¿Y qué? ¿Que es literatura de V.I.P. o de estación de cercanías? Puede. Pero tiene solvencia narrativa y está construida sobre una concepción del mundo y de la vida. ¿Se le pide más a una novela? No se escribe todos los días La montaña mágica ni A la busca del tiempo perdido. Ni siquiera por novelistas pretenciosos cuyas novelas no aguanta nadie. Incluidos los críticos, aunque no lo confiesen.

Arturo Pérez Reverte es, para dolor de unos cuantos, un autor sin prejuicios ni complejos ni envaramientos. Ajeno al mundillo literario y a la parafernalia académica, se le mira como a un intruso. Lejos de quien se plantea la creación como sufrimiento, es un escritor feliz que se justifica ante los lectores. Heredero de una antigua tradición de viejos maestros en el arte de contar historias, Homero, Cervantes, Dumas, Stevenson, Dostoievski, Dickens, Melville, Galdós, con autores como él la novela española de las dos últimas décadas ha ido recuperando el pulso a base de engancharse a una vieja tradición: la de contar historias interesantes con solvencia. Con escritores como él, el debate que abrió en 1925 Ortega sobre la muerte de la novela es perfectamente ridículo.

Pérez Reverte no es un virtuoso, claro, pero es algo que los lectores aprecian más: un narrador que disfruta contando historias. Y eso se explica porque Pérez Reverte es, antes que nada, un lector. Y su literatura, una prolongación de su placer como lector. Al fin y al cabo, esa es la principal función de la literatura, la de hacernos vivir otras vidas. Es verdad que hay en sus novelas  algún error técnico, sobre todo en el tratamiento del punto de vista. Pero como es un narrador con talento, engancha al lector. Y el lector no está para esos dibujos: o no percibe esos errores o le tienen sin cuidado.

La lucidez, la dignidad, el coraje, la melancolía y el escepticismo son rasgos compartidos por muchos de los personajes de Pérez-Reverte, como Corso o Coy. Personajes que seguramente reflejan la postura vital del autor, endurecido como hombre y como reportero de guerra durante más de veinte años. Sus héroes son héroes cansados, como Alatriste o como el propio Quevedo, cuya vida es un lento camino hacia ninguna parte.

Pérez Reverte estuvo en Cáceres en marzo de 2001. Sus editores habían organizado una serie de encuentros con sus lectores más jóvenes, con chicos de Bachillerato. Por una serie de casualidades, me tocó presentarle y moderar una mesa redonda con unos cuantos estudiantes. Aquello tuvo algo de espectáculo de masas y de montaje comercial. Los  asistentes desbordaron el límite establecido en trescientos alumnos. Pero fue también un encuentro con la literatura viva. Estoy seguro de que muchos de los que entraron en la sala para ver de cerca aquel fenómeno de masas, salieron convertidos en lectores. O al menos incubando el virus latente de esa enfermedad pegadiza que es la literatura.

Añado dos detalles significativos para mí, seguramente irrelevantes para otros. Lo hago  para provocar y para irritar a quien quiera irritarse: es la primera vez en muchos años que veo recibir a un autor con una ovación. Como a los cantantes, se me dirá; como a los personajes de la prensa rosa. Pues sí, pero estamos hablando de un escritor. De un escritor -y este es el otro detalle significativo- con el que se fotografían hasta los fotógrafos.

Unos días después, me decía Luis Mateo Díez que Arturo es un espadachín. Su amigo Javier Marías, que lo ha nombrado Duque de Corso del Reino de Redonda, también le llama así. No hay definición más certera para este peleón maestro de esgrima. Pérez Reverte venía con los arañazos recientes de una polémica un poco tonta. En el anterior encuentro con estudiantes que se había celebrado en La Coruña unos días antes, se le había calentado la boca y había dicho una barbaridad que se apresuró a matizar. Pero lo dicho dicho estaba y un periodista de El Ideal gallego perpetró un titular escandaloso. Eso sí, sin matizaciones.

Hay que conocer a Pérez Reverte para saber que a veces, como sus personajes, es demasiado impulsivo y comete excesos verbales. En Cáceres también los hubo. Pero a Arturo le sobra, también como a sus personajes, nobleza para disculparse con sinceridad.

Al día siguiente se comentaban, exageradas por quienes no estuvieron en el acto, dos salidas de tono con los alumnos. Desde luego, no por los afectados, que -luego hablé con ellos- son jóvenes pero no tontos y saben que no había menosprecio en la bronquedad de alguna contestación.

Su afecto y su paciencia con los alumnos fueron sinceros. Relato dos anécdotas de las que fui testigo. Dos hechos que definen mejor que muchas líneas su proximidad y su calidad humana.

Después del encuentro, Pérez Reverte tuvo dos detalles aparentemente triviales, pero que definen su buen fondo: habíamos quedado con los alumnos que estaban en la mesa para tomar algo en el centro de la ciudad. Había que desplazarse en coche y buscar aparcamiento. A Arturo le dejaron en la puerta del mesón. Sin embargo, en vez de entrar, salió a nuestro encuentro en un inusual gesto de cortesía.

Ya en un tono más distendido, estuvo charlando con los chicos, y uno de ellos le confesó que su escasa asignación semanal no le llegaba para comprar sus libros. Pérez Reverte se dirigió entonces a Rosa Junquera, que lleva las relaciones públicas de Alfaguara, para que se los proporcionaran sus libros. Otro detalle.

Antes de despedirnos, Arturo Pérez Reverte me agradecía la presentación. Es un hombre de honor que dice tener una deuda conmigo. Ni es para tanto (aunque él me conteste «No, ¡qué cojones!»), ni pasa de ser más que un cumplido en alguien poco dado a esas finezas. Pero si quiere pagar esa deuda de agradecimiento, que me incluya en una novela de Alatriste. Añado un guiño para iniciados en la serie: Allí donde dos se reúnan en nombre de Pérez Reverte, allí estaré yo entre ellos. Frente  a cualquier Garciposada el Tostao o como quiera que se llame.

Lo lamento mucho, pero hace tiempo que entre mis pesadillas favoritas no figura la de tener la carrera inacabada.

Pasaba por allí

si yo sólo pasaba,

pasaba por aquí.

(L. Eduardo Aute)

            Con el recuerdo de esa canción, evoco ahora la experiencia agridulce de los contactos fugaces, apresurados, sin apenas intercambio de palabras que fueran más allá de la pura fórmula de cortesía.

            El primero de esos contactos tuvo lugar en julio del 77, con motivo de un homenaje a Rafael Alberti en la plaza de toros de Cáceres. Tuve el privilegio de estar cerca porque mis veleidades políticas de aquel tiempo me permitieron formar parte de la organización de aquel acto, aparte de ocasionarme una exclusión encubierta de la Universidad. Los que vivimos aquellos años sabemos que la transición tardaría todavía en llegar a ciertas instituciones. Andaba por allí Paco Rabal, que después de leer alguno de los poemas escénicos de Alberti, echó el resto de la noche con Vittorio Gassman en una cantina improvisada junto a la puerta de chiqueros.

Alberti estuvo aquella noche distante y molesto, con un divismo un poco infantil. Recuerdo con regocijo una escena que me contó Martínez Mediero muchos años después. Delataba otra vez a un Alberti puerilmente preocupado por preservar la integridad de un plato de jamón que veía peligrar por la gente que se acercaba a su mesa. Mediero lo cuenta con mucha gracia. La misma que gasta para contar historias de algunos políticos pacenses o para relacionar al cura de La Albuera con el misterio de la Santísima Trinidad.

Alberti volvió a Cáceres unos años después, quizá en el 82, cuando Sánchez Pascual lo trajo al Aula de poesía. Aquella noche estuvo más cercano, más amable. Incluso dibujó una paloma y se la dedicó a la redacción de la revista de mi Instituto. Todavía se conserva, aunque muy deteriorado, aquel dibujo de Alberti en el despacho de la Dirección del Centro.

En aquel homenaje participó también José Antonio Zambrano. Creo que aquel fue el primero de una serie de contactos fugaces que he tenido con ese excelente poeta, que se anunciaba en el programa como poeta popular y leyó unos textos neopopularistas en un ambiente enrarecido por un grupito de ácratas chillones que querían reventar aquel acto. A José Antonio le tocó el peor momento, el de más descontrol, hasta que aquellos muchachos, que años después se acomodaron en partidos de orden, se cansaron o fueron convenientemente apercibidos para que depusieran su actitud. He coincidido luego con él en  las jornadas de las que surgió la antología Diez años de poesía en Extremadura y en una mesa redonda un poco polémica, pero educada y brillante, sobre la vigencia de Vicente Aleixandre. José Antonio dirige ahora con eficiencia y sensibilidad el Taller de poesía y relato de Almendralejo y eso me permite verle con más frecuencia.

He conversado recientemente con él para contrastar algunos datos de este artículo, datos que yo creía recordar, pero que me parecían chocantes. José Antonio me los ha confirmado con una risa divertida y con cierta nostalgia. Eran otros tiempos, unos tiempos en los que un poeta tan culto y tan profundo como él se anunciaba como poeta popular y daba recitales por los pueblos de Badajoz en compañía de cantautores. Y aunque en todos estos años no hayamos hablado mucho, eso, naturalmente, no es un obstáculo para valorar su ya larga trayectoria y para tenerle en alta consideración como poeta y como persona. Zambrano es uno de los autores más unánimemente reconocidos del panorama poético extremeño.

            Recuerdo una relación muy de pasada con José Donoso en el año 79, a través de un amigo común, también escritor, que comía con el novelista chileno aquel día en Burgos. Donoso vivía entonces en Calaceite, un pueblo de Teruel, alejado del mundo. Estaba con su mujer. Yo había leído y admirado mucho El obsceno pájaro de la noche, que hoy sería incapaz de releer. Pero de aquella conversación retengo sólo una alusión a Cela y a sus actitudes verbales con las mujeres. Unos excesos que divertían secretamente a Donoso, quien guiñaba un ojo al relatarlos, pero indignaban vivamente a su mujer.

            Mucho más llamativa y marginal fue mi relación con otro novelista hispanoamericano, Carlos Fuentes. Fue en en el año 89, o quizá en el 90, en la plaza de toros de Cáceres, donde el azar quiso hacernos vecinos de localidad. Fue en una novillada y debo señalar con algo de rubor que, aunque su cara me resultaba conocida, en aquel momento no lo identifiqué. Algún tiempo después, reconocí las imágenes de aquella novillada y de la plaza de Cáceres en un documental antropológico que comentaba Carlos Fuentes. Fue entonces cuando supe de qué me sonaba aquel vecino de localidad con el que intercambié inevitablemente algún comentario sobre los lances que se produjeron aquella tarde. Si lo hubiera reconocido entonces, seguramente hubiera sido igual la conversación. No era el sitio ni el momento para otra cosa.

A Pedro de Lorenzo lo conocí de forma fugaz e intensa en Cáceres, en una exposición de escultura de principios de los ochenta. Me acompañaba una persona que tenía una relación antigua con ese escritor de estirpe azoriniana. Pedro de Lorenzo había iniciado su carrera periodística en un diario que dirigió en los años veinte un familiar nuestro, protector de aquellos primeros pasos literarios. Recuerdo su cara de emoción por el reconocimiento, la suavidad de su voz, sus ojos cerrados en ese trance que le procuraba un suave tambaleo, como de vértigo temporal. Supongo que era una actitud sincera ante ese reencuentro después de muchos años, pero me pareció un gesto un poco teatral. Me llamaron mucho la atención sus manos, blancas y finísimas. Eran las manos de un virtuoso, sutiles y refinadas, como su prosa efectista y afectada. Llevaba aquella tarde una capa, como Pérez Comendador, con quien estábamos hablando y que por entonces había terminado un busto del prosista. Sus indumentarias delataban a dos artistas, aunque de distinto talante y temperamento: el escultor era, pese a su edad avanzada, un hombre vitalista incluso en el ímpetu vehemente de su conversación.

Volví a ver a Pedro de Lorenzo veinte años después, en la Feria del libro de Cáceres, poco antes de su muerte. Era ya un hombre seriamente enfermo. Los años y la dolencia que arrastraba habían hecho estragos muy visibles en su físico y en su actitud. No quise mirarle las manos esa vez, ni me atreví a saludarle. La muerte le había puesto ya su mano fría en el hombro y él lo sabía. No había más que verle y oírle. No estuve en su entierro, pero quienes asistieron me contaron algunos detalles que no sabría si definir como tétricos o como grotescos. No los diré aquí. 

Su muerte me ha traído a la memoria, no sé por qué, otra muerte, la de Manuel Pacheco. Mi relación con él se limita a la carta de agradecimiento que me mandó por una reseña que hice de su antología Azules sonidos de la música. Conservo ese libro con una dedicatoria afectuosa escrita con aquella letra desmañada y tierna  que tenía Pacheco.

No quisiera que esto se convirtiera en una especie de Libro de los muertos, pero debo referirme ahora a Fernando Quiñones. Era de Chiclana, donde yo paso parte del año, pero vivía en Cádiz. Tuve una conversación con él, de la que recuerdo algún chismorreo sobre el entorno de Borges, con quien había estado en Madrid poco tiempo antes. Con su guasa y su acento inconfundibles y ese sólido poso cultural de los hombres del sur, Fernando Quiñones me habló de los cantes de ida y vuelta, tan gaditanos, de las virtudes del viento de levante y me advirtió de los riesgos de ser un poeta de la Bahía. Él, que era alcaide de La Caleta, no había sucumbido a ese peligro, pero todos los veranos publicaba en el Diario de Cádiz, con ligeras variantes, un magnífico artículo que titulaba «Elogio del levante». Lo volví a ver unos años después en una situación pintoresca. Había venido a Cáceres con su gorra caletera para pregonar el Carnaval disfrazado de marinero en tierra. Para entonces, Fernando Quiñones, autor de La gran temporada, una colección de magníficos relatos taurinos, había perdido la afición a los toros, pero no la afición a la vida.

Mucho más fugaz y protocolario fue mi encuentro con un agradable y atento Carlos Bousoño, con quien coincidí en el año 98 en el homenaje a Aleixandre al que me referí más arriba. O con José Luis Cano, casi veinte años antes en otro congreso donde conocí a un silencioso y sensible Antonio Colinas, con el que he estado luego en varias ocasiones.

No canso más al lector. Ha habido otros contactos que hubiera deseado más fugaces o, mejor, que no hubieran existido. Como el que tuve con un joven poeta que me llamó para protestar por su ausencia en la Gran enciclopedia extremeña. Tuvimos unas palabras desagradables, pero la decisión de no incluirle no era mía, sino de alguien que hasta entonces lo había protegido mucho. Y otros nombres de los que no quisiera acordarme. Como el de un famoso poeta de los sesenta, que practicaba una crispación enloquecida y maledicente con todo y con todos, celebrada con su oclusiva risa torcida y conejil.

Lo que José Hierro llama paladinamente «un mala leche».

Narradores en el aula

Entre la obra y el creador, indudablemente prefiero al creador.

(Marina Tsvietáieva)

Como casi siempre, en el principio fue  el verbo.

El Aula José María Valverde surge a finales del 95 de una conversación con Fernando Pérez durante una guardia tediosa en el Instituto donde trabajábamos él y yo. No era, sin embargo, una creación desde la nada. Partíamos de un modelo consolidado en el ejemplo de Ángel Campos, fundador y director del Aula Díez Canedo de Badajoz. Desde el principio contamos con su colaboración y su aliento.

Hablamos con él y convocamos una reunión con los Institutos interesados en el proyecto. Coincidíamos en que Miguel Ángel Lama era la persona adecuada para dirigirla. Otras cuestiones estaban menos claras. Por ejemplo, la del escritor que daría nombre al Aula. Quien se había postulado apresuradamente para codirigirla cuestionó el nombre de José María Valverde que proponíamos algunos. Debimos de convencerle, porque no sólo acabó por aceptarlo, sino que le organizó un año después un homenaje póstumo en Valencia de Alcántara.

El Aula se fue consolidando poco a poco, pero la confluencia de una serie de cuestiones organizativas y personales que no debo exponer aquí la desvertebraron hasta sumirla en una situación casi terminal. Incluso llegó a plantearse la posibilidad -doy el dato porque lo conozco de primera mano- de cerrarla definitivamente.

Aunque me haya hecho cargo, junto con Basilio Sánchez, de la dirección del Aula  Valverde hace poco, siempre he tenido una vinculación directa con sus actividades. Y desde ahí he podido percibir más de un decepcionante contraste entre los valores literarios y los valores humanos.

Los nombres que aparecen a continuación, sin embargo, son ejemplares en ese siempre deseable y a veces difícil equilibrio de la calidad literaria y la calidad humana.

Fue Bernardo Atxaga el encargado de inaugurar el Aula Valverde. De la intervención ante los alumnos retengo su enorme capacidad de improvisación para la narración oral, semejante a la de los narradores populares del norte de África, que él conoce bien. En privado, me alarmaron sus previsiones sobre el País Vasco. La realidad se ha encargado luego de darle la razón, incluso de acortar los plazos que él preveía para el empeoramiento de la situación. Por cierto, en la lectura pública de la tarde se produjo un incidente lamentable cuando leyó un texto en vascuence. Un energúmeno intolerante que sólo fue al Aula esa noche, atraído por el morbo del apellido vasco, le increpó por ello, pero Atxaga resolvió la tensión en un ejercicio de elegante inteligencia.

También Luis Landero estuvo cercano y brillante con los alumnos en la sesión matinal. Aunque no haya dado explícitamente su nombre, él fue el divertido protagonista de esa comida un poco peculiar en un reservado que queda descrita en otro capítulo. De esa comida recuerdo sobre todo, además de la anécdota del comensal que conocía a los personajes de Juegos de la edad tardía, a un locuaz Landero que hilvanaba chiste tras chiste en una sobremesa que se demoró hasta cerca de las seis. La lectura pública fue una de las más concurridas de la primera época del Aula.

Aunque para éxito de público, el de José Antonio Marina, que vino como ensayista y al que algunos amigos consideran un pirotécnico hábil, un mero artífice de creaciones verbales. No sé. Yo, sin mucho criterio, no comparto esa descalificación de una construcción que tendrá sus grietas, según dicen, pero también unos cimientos sólidos y bien fundamentados.

De esa primera etapa del Aula quiero destacar también a un Javier Cercas menos famoso que ahora, pero igual de directo y cordial. Hizo un esfuerzo con los alumnos, porque traía un catarro riguroso y pertinaz, y se lo agradecieron con el interés y la atención que demostraron durante la lectura. Conservo una carta cariñosa de Javier Cercas sobre un libro mío. Está escrita en la convalecencia de esa leve afección. No sé si por efecto de la fiebre o del afecto, esos dos paréntesis de la inteligencia, expresa en ella, para mi alivio, la opinión de un amigo, no la de un profesor universitario.

Bien distinta fue la presencia de un agrio Julio Llamazares, que estuvo como ausente,  cumpliendo un trámite con despego y con actitudes de progre trasnochado. Al parecer tenía motivos para la incomodidad, pero su lectura fue un desastre. 

Gustavo Martín Garzo, sin embargo, demostró ante los alumnos una enorme facilidad para prenderlos en la magia envolvente del relato oral. Brillante en la distancia corta y en el relato breve, Gustavo es un hombre de buena voluntad, una rara especie de escritor que sólo se refiere a otros escritores para elogiar la sabiduría de sus citas y reconocer cuánto les debe.

De Luis Mateo Díez siempre se destaca su aspecto físico cervantino. Probablemente no sea más que un tópico equivocado que no coincide con la realidad del autorretrato de Cervantes en el prólogo de las Novelas ejemplares. Pero hay en ese tópico, como en muchos otros, un fondo intuitivo de verdad, una inconsciente metonimia. Si no en su físico, en su narrativa, en su sentido del humor, en su trato con los personajes y en su talante personal, hay una innegable raíz cervantina, irónica y benevolente.

El desván de la casa familiar fue el primer estudio del artista. Allí, con doce años, escribió sus primeros relatos, generó sus primeros derechos de autor y cosechó su primera crítica negativa. Fue demoledora y vino de la mano de un muchacho al que no le gustó lo que había escrito de una chica del pueblo donde vivían. Afortunadamente para todos sus lectores, se acobardó lo justo y siguió escribiendo.

Cuando Pérez Reverte me encargaba que le diera recuerdos, definía a Mateo Díez como El último caballero. Comprobaron que lo era quienes asistieron a la lectura que hizo de su obra. Una lectura en la que impresionaba no sólo lo que leía, sino su voz, expresiva, profunda y con algo de esa magia hipnótica que tienen algunos de sus personajes excéntricos.

Un compañero de trabajo me decía sobre Mateo Díez que ha escrito la novela que él siempre he deseado escribir. No creo que haya mayor elogio para un autor.

Hago mías las palabras de la autora rusa que abren este capítulo para declarar que alguna obra se me ha desmoronado literalmente y para siempre después de conocer al autor. No es cuestión de ética, sino de antipatía insuperable. Afortunadamente, ha sido más frecuente  lo contrario: he apreciado más algunos libros o los he descubierto después de conocer a quienes los han escrito.

Supongo que es una actitud visceral y criticable, pero no lo puedo evitar. Ni quiero. Al fin y al cabo, este es el libro de un lector, no de un crítico literario. No es, no quiere ser, un libro objetivo, sino parcial.

Como su autor, como cualquiera.

Poetas en el aula

                      El sonido del verso en los labios hace florecer las ceni­zas.

( Antonio Colinas)

José Agustín Goytisolo vino al Aula Valverde precedido de una inquietante fama de hombre problemático e imprevisible. Había estado un poco antes en Badajoz, en el Aula Díez Canedo y allí provocó una situación violenta y divertida. No para Ángel Campos, sino para los que le hemos oído relatarla. En Cáceres, sin embargo, tuvo un comportamiento intachable y detalles de alta humanidad que desmintieron su fama de persona arisca y difícil. Mantuvo una abstinencia severa a base de agua mineral mientras los demás bebíamos cerveza o vino. Fue tan entrañable como el Pepito Temperamento de su último libro. Recuerdo su talante afectivo y cercano y sus explicaciones sobre urbanismo y terremotos en Sudamérica, las anécdotas del viaje a Colliure en 1959, los comentarios sobre el malestar marroquí de su hermano Juan o las indecibles jornadas de caza con Sánchez Ferlosio. Conozco una foto de aquellas jornadas cinegéticas. Posan en ella José Agustín y Rafael. Si no tuvieran a sus pies una docena de perdices, cualquiera diría que son dos maquis de los que andaban por las sierras en aquellos tiempos.

Sólo hubo un momento en que tuve alguna inquietud: José Agustín coqueteaba con una jovencita marchosa y descarada en la puerta del edificio donde hizo su lectura. Fue una falsa alarma y aquello no traspasó los límites de un razonable y rejuvenecedor galanteo de salón. Pero, sensibilizado con aquellos antecedentes, yo le tiraba del brazo aquella noche con más aprensión de la que la cortesía y la buena educación aconsejaban.

La de arena la dio Guillermo Carnero. Ese sí fue un espectáculo lamentable e imprevisto. El vuelo ligero de una mosca iletrada chocó con el vuelo apenas incoado por la arrobada palabra novísima del poeta, que se declaró incapaz de seguir leyendo ante tal irreverencia díptera y zumbona. Su privilegiado oído percibía un rumor incompatible con la solemnidad del estro. Lo lamenté por los alumnos, claro, pero sobre todo porque, para aquella lectura frustrada, el autor nos había hecho instalar a última hora un aula de variados medios audiovisuales. Esfuerzo baldío el de quienes nos jugamos la vida con enchufes y cables que supervisaba a debida distancia ese ingeniero poético. Miguel Ángel Lama, que lo presentaba en la vieja Facultad de Filosofía y Letras, pasó un mal rato. Yo en el fondo preferí aquella suspensión, porque sospecho que llevaba preparada una reivindicación de la poética novísima construida sobre la descalificación de Hierro o de Neruda. Tengo idea de haberlo visto publicado en algún sitio.

Menos melindroso para los abejorreos, José Hierro hablaba y leía ante los alumnos con su voz tonante. En realidad, no sólo con la voz, sino con todo su cuerpo recio y poderoso. Si algún rumor había, lo acallaba su fuerza. Ya tenía un enfisema serio, pero se fumó cinco o seis cigarrillos de la cajetilla que me pidió prestada. Por lo demás, impresionó a aquellos muchachos, que me lo comentaban tiempo después, su lectura de Lope. La noche. Marta.,uno de esos textos que fijan la excelencia definitiva de un poeta.

La última costa, de Francisco Brines es otro de esos textos. Se lo he oído leer en dos o tres ocasiones y aún me produce la misma imborrable quemazón de la primera vez. Unos años antes de participar en el Aula Valverde, Brines estuvo en Cáceres en la Semana de poesía que organizó Julián Rodríguez. En las dos ocasiones hablamos más de toros que de literatura. Brines sigue teniendo una memoria excelente, aunque él se queje de lo contrario. La familia Panero, Javier Marías o Carlos Marzal fueron algunos de los temas literarios que surgieron en la comida y en un lento paseo por las calles. Hablamos de los errores tipográficos en su Poesía completa y me contó anécdotas divertidas y sus dudas ante algunas erratas sorprendentes que mejoraban los textos. Por él supe que Dibujo de la muerte, uno de los títulos más admirables de la poesía española contemporánea, no es más que el brillante hallazgo involuntario de un impresor descuidado. Al parecer, el original era un más trivial Debajo de la muerte.

Brines estaba a punto de ingresar en la Academia, como Mateo Díez. Inevitablemente salió a relucir el doble e impresentable rechazo de los académicos a Caballero Bonald. Y las razones de quienes, tan conocida como cervalmente coronados, movieron los hilos ilustres e inicuos de aquella humillación.

Caballero Bonald no tuvo suerte en Cáceres. La lectura pública fue escandalosamente minoritaria. Ocho o diez personas, no más. Incluyo en el recuento a algún familiar que lo acompañaba. Pese a todo, estuvo atento y agradable, con ese aire suyo de refinado indiano del setecientos, y habló de la Argónida y de los despropósitos medioambientales en Doñana y de su infancia jerezana de cales y azoteas. Ya había coincidido con él unos años antes en un jurado de los Premios Extremadura a la creación. Me hablaba entonces, mientras paseábamos por los jardines de su hotel, de las virtudes curativas de la manzanilla de Sanlúcar, de las razones por las que salió de Son Armadans y de Alfonso Grosso, que había muerto aquel verano en un manicomio. Tengo la impresión de que la mejor novela de Caballero Bonald, Ágata ojo de gato, una obra de marismas negras y costas de niebla,está  escrita en el límite de la lucidez, con las simas opacas de la depresión al fondo. Discreto y silencioso durante la cena del fallo de los premios, recuerdo su sorpresa cuando supo que la novela ganadora la había escrito una mujer.

En un ya remoto verano de 1977 conocí a Antonio Colinas. Había venido a un congreso de la Asociación europea de profesores de español, donde presentó una ponencia sobre Machado y el regeneracionismo. Aprovechando que lo conocía Jorge Urrutia, estuvimos recorriendo con él y con José Luis Cano la parte antigua de Cáceres. Silencioso y ensimismado, soportó con discreción una larga madrugada de alcohol y chascarrillos. Siempre correcto, pero igual de distante y callado, estuvo en la Semana de poesía española contemporánea. Debía de tener entre manos por entonces el Libro de la mansedumbre y el Nuevo tratado de armonía y bien que se le notaba. Ha vuelto últimamente a Cáceres para participar en el Aula Valverde y he tenido un trato más directo con él. Además de confirmar su delicadeza y de descubrir su cordialidad, fui testigo de su infinita paciencia, de su mansedumbre innegable con un fotógrafo insolente que le hizo posar de doce maneras distintas, a cuál más poética.

En mi relación con Luis Alberto de Cuenca se combinaron por igual la casualidad y la sorpresa. La sorpresa, porque me esperaba a un exquisito algo petulante y me encontré con una persona afable y espontánea en su trato y su lectura. La casualidad, que yo desconocía, es que mi mujer y la suya habían sido compañeras de estudios y se reconocieron enseguida. De ahí le viene a Luis Alberto su vinculación con Cáceres. Luis Alberto de Cuenca era entonces, como el viejo maestro del Libro de arena, director de la Biblioteca Nacional. Me relató un conato de incendio nocturno en aquel edificio. La conversación con él permite pasar con naturalidad y coherencia de Homero al cine negro, de los tebeos a Píndaro, del expresionismo a Borges. No sé si le resulta igual de fácil compaginar discursos para Aznar y canciones para la Orquesta Mondragón.

Félix Grande es, a estas alturas de su edad, responsable de su rostro. Lo he ido viendo cambiar a lo largo de los años y Félix cada vez se parece más a un senador romano o a un centurión emérito. Al recogerle en la estación de ferrocarril, un indicador de carretera suscitó el recuerdo de la guerra civil, de Miajadas, del frente de La Serena, donde estuvo su padre como guardia de asalto. Luego fueron surgiendo otros temas. Por ejemplo, su salida de Cuadernos hispanoamericanos, que contaba con regocijo ante la torpeza de sus inductores. Hablamos mucho de García Lorca y de La calumnia, un libro que escribió Félix para defender a Rosales. Un libro magnífico, pero más comedido en su denuncia que la  asombrosa teoría que me dio de viva voz para explicar la muerte de Lorca. Rosales fue una referencia constante en las palabras de Félix Grande. Y hablamos, claro, de flamenco y flamencos: de Paco de Lucía, que lo retiró de la guitarra, de Fosforito y Rancapino, de su emoción cuando oye a Marifé de Triana. Y, flotando siempre por encima de esas conversaciones, Francisca Aguirre, su mujer, que estaba enferma y le tenía preocupado.

No todo fue brillante, sin embargo. Un narrador salmantino, de aspecto bilioso y siniestro, y un ya desaparecido poeta de los años 60, oscuro en el verso y claro sólo en el insulto, compartieron en el Aula Valverde la triste representación de la bajeza humana, incluso con cadáveres recientes como los de María Zambrano, Alberti o Torrente Ballester. La innegable altura de la obra del poeta, pontífice sumo de la poética del silencio y practicante del exceso verbal, acabará encubriendo su miseria, como ocurrió con su admirado Quevedo. El narrador no será recordado ni por una cosa ni por otra. Ni quise mencionarle en un artículo indignado ni lo haré ahora.

Lamentable destino el de quienes buscan notoriedad en la destemplanza y el desplante ante un cadáver. Sus declaraciones miserables les descalifican definitivamente, no como escritores, sino -lo que es peor- como hombres. Necrófagos que perpetran insolencias desde la impunidad que provocan el miedo a un santón de la poesía o la indiferencia ante quien no es nadie. Y si alguien es, mejor me callo el atributo.

Afortunadamente, casos como estos fueron excepcionales. Pero, enlazando con las palabras de la Tsvietáieva, quiero añadir algo. Durante algún tiempo acaricié el proyecto de una antología de autores que han pasado por el Aula Valverde. Llegué a pedir autorización a algunos de ellos. Había incluso un patrocinador para ese libro. Lo abandoné al reparar en dos nombres que de ninguna manera quería incluir: el de un dramaturgo, enloquecido cómplice del terrorismo, y el de un poeta vinculado con el golpe del 23-F.

Sus nombres ni cabían en esa obra ni caben en este libro.

Mesa, sobremesa

A la hora de comer hay que saber tanto lo que se come como con quién se come

                                                              (Julio Camba)

A diferencia del capítulo que se titula Liturgias, este sí es un texto con nombres. Las referencias bíblicas por tanto van a ser imprescindibles.

No es, claro, la mesa del rico epulón, pero tampoco la de la última cena. No está invitado a ella ningún judas. No se oficia aquí la liturgia del pan y el vino, sino la del afecto y el aprecio. Los que se sientan a ella no son convidados de piedra, sino de tinta, y acuden al doble conjuro del recuerdo y la palabra. Ni es el banquete en la casa de Pilatos, que no es sevillano, aunque merecería que lo nombraran al menos hijo adoptivo de Sevilla. ¿Qué hubiera sido de la Semana Santa sin él? Tan imprescindibles como él son los que aparecen aquí, si bien con un papel más lucido.

Gonzalo Hidalgo es uno de ellos. Amparado en una escurridiza timidez, declinó invitaciones anteriores. Pero otra mesa, la que compartimos con Mateo Díez, y un intercambio de informaciones sobre el mapa de Peters, inauguraron una relación que celebro cada vez que me envía uno de sus artículos, certeros y agudos como dardos inteligentes, por correo electrónico.

Álvaro Valverde frecuenta también los espacios virtuales de las bandejas de entrada y salida. Eso me procura una doble satisfacción: la muy privilegiada de conocer algunas primicias suyas (alguna corrosiva y de vocación secreta) y la de saber que tengo un paño de lágrimas al otro lado de la pantalla. Más de un memorial de sapos ha ido con la velocidad urgente del desahogo de mi ordenador al suyo.

Pensando más en la tertulia de la sobremesa que en la mesa, viene Agustín Villar. Comenta con ingenio algún detalle del decorado de la sala y se centra luego en Marsé y en Cioran y en las musas carnales. Cada vez me parece más inexplicable su ausencia en Abierto al aire.  No es un reproche. Esto de las antologías es como lo de las alineaciones: cada uno tiene la suya. Álvaro y Ángel la justificaban en el prólogo, pero nadie hubiera podido oponer un reparo a su inclusión en esa muestra. Sobre todo si se tiene en cuenta su trayectoria posterior, ligada a Extremadura en su presencia y en su resonancia. Ya sé que hablo con la ventaja de decir esto diecisiete años después, cuando se sabe que no estaba «de paso» por aquí, pero hay en ese libro más de un poeta con menos merecimientos y menos relación con el panorama extremeño que Agustín Villar. Seducción de la bruma sigue siendo, casi veinte años después de su aparición, un referente de la poesía de estos años en Extremadura.

Lo que han cambiado los tiempos. Hoy se puede haber nacido un poco más al norte que Agustín y tener derecho a homenaje. Está bien que así sea, pero las comparaciones en estos casos son un inevitable acto reflejo.

De más lejos, de Burgos o de quién sabe qué país remoto o cercano, viene Moisés Pascual, amigo desde mis días burgaleses y descendiente del musgo, como los personajes de una novela suya que ganó el Premio Cáceres. Moisés es un fanático de la bicicleta y la literatura. Su nombre trae a mi memoria otros nombres. Había estado dando clases de español en Dakar. Allí había sucedido a un escritor irrelevante de lengua desatada y brillante parla, que tiene espacio abierto en la televisión pública. Ignoro si a ese personaje le viene de aquellos años el contraste entre lo negro y lo blanco. Estuvo luego en Marraquech, donde visitaba a Juan  Goytisolo. En Burgos me presentó a José Donoso. Moisés Pascual hacía por entonces, en 1978, su tesis doctoral sobre Jesús Fernández Santos. De vez en cuando viajaba a Madrid y me traía noticias de cómo avanzaba la cirrosis en el autor de Extramuros.

Moisés me contó muchas historias domésticas y divertidas de Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite. Sobre ella doy un dato que he descubierto hace poco y que tenía guardado para presentarla en el Aula Valverde. La muerte frustró su presencia en ese foro y la publicidad de algo que no llega a ser más que una anécdota referida al origen cacereño de esa novelista. Revisando una colección de periódicos de los años veinte, di con una nota de sociedad de las que se publicaban entonces. La nota en cuestión daba cuenta del traslado del padre de Carmen Martín Gaite a Salamanca. La fecha de aquella noticia intranscendente permite ser concluyente: aquella niña salmantina se había gestado muy probablemente en Cáceres.

Juan Manuel Barrado es ya un viejo conocido que no podía faltar en esta mesa. Vive en la literatura de tal manera, que hace ya muchos años quiso tenerme como tutor del Certificado de aptitud pedagógica porque me conocía de Jóvenes poetas en el Aula. Cualquier día le regalaré mi David (Florencia), porque tengo la impresión de que, aunque lo escribiera yo, es suyo. Talleres literarios, jornadas de poesía, coloquios y jurados nos han seguido vinculando con rigurosa periodicidad. También, creo, que yo sea un chófer prudente y seguro que le lleva a Badajoz o a Mérida a alguna reunión a la que tengamos que ir los dos.

No tan seguro ni tan prudente, sin embargo, como Luciano Feria, que llega tarde a la mesa porque conduce y se conduce con la misma serenidad de su poesía y la misma lentitud  de sus versos. Antes de salir de viaje desde Zafra ha medido la presión de los neumáticos como quien mide la exactitud de los acentos en un endecasílabo. El ritmo, el ritmo, Luciano. Claudio Rodríguez decía que había escrito su Don de la ebriedad andando por el campo. Sospecho que la magnífica Fábula del terco de Luciano Feria se ha podido escribir mientras conducía.

Viene con él José María Lama, que no sabe conducir, pero aporta mucha y amena conversación y celebra con risa explosiva las ocurrencias propias y ajenas. Algunos versos incandescentes de Nido de antófora podrían haber surgido del agobiante mediodía de ese viaje. En el camino les da tiempo a los dos de elaborar el programa del Seminario Humanístico de Zafra para el próximo curso. Incluso de hacer alguna gestión telefónica con los autores para hablar de fechas disponibles.

De más cerca, de Mérida, vienen Elías Moro y Antonio Gómez, que dirigen el Aula Jesús Delgado Valhondo. Elías, siempre atento, prudente y renovador, viene contando sus recuerdos. «Me acuerdo…», le dice a su amigo Antonio Gómez, un hombre silencioso, como corresponde a quien practica poesía visual, con un mínimo apoyo en las palabras. Siempre tengo la impresión de que el de Antonio es un silencio creador, el silencio de quien está afinando una idea y plasmándola en un agudo hallazgo metafórico y plástico.

Menos silenciosa en la realidad que en la poesía, Ada Salas acude a esta cita pendiente y largamente aplazada. Ya lo dijo una vez brillantemente:

Debe ser esto el tiempo:

el azar o la huida.

Pese a su paso decimonónico, Fernando Tomás Pérez llega a tiempo a la mesa. En Málaga a eso se le llama paso marinero. Pero Fernando parece siempre recién llegado, no de Málaga, sino del Cádiz liberal de las Cortes en San Juan de Dios o en la Isla de León, aquellas Cortes ingenuas que mandaban a los españoles ser justos y benéficos. Como aquellos que en 1823 se refugiaron en el castillo de Santi Petri antes de marchar al penúltimo de los exilios provocados por un tirano sanguinario y grotesco que se llamaba como Fernando.

Siempre anda despacio Fernando, al compás de una prosa que apunta su destreza en el número cien de La Centena. Quizá acaba de bajarse de un ferrocarril en el que venía conversando con algún viejo librepensador institucionista.

Y enfrente toman nota Liborio Barrera y Juan Domingo Fernández, que han ido recogiendo en sus libretas con sensibilidad e inteligencia lo que han deparado estos años en la actividad literaria de Cáceres.

GALERÍA DE RETRATOS

Epífanía de Jesús Alviz

                                                                       «Un eco de nosotros resonaba

exaltándonos

 con la nostalgia de la rebelión.»

                               (Jaime Gil de Biedma)

Ya antes de llegar a la Universidad, hubo una influencia determinante para algunos muchachos de mi edad: la de Jesús Alviz. Jesús Alviz nos abrió los ojos a la literatura en sexto de Bachillerato. Nos inoculó ese veneno dulce y sin antídoto conocido de la lectura y la escritura. Una enfermedad incurable y pegadiza, como decía Cervantes.

Jesús  Alviz había terminado la carrera en Valencia y estaba haciendo aquel curso, 70-71, las milicias universitarias. Por eso teníamos un horario un poco especial. Las clases de Filosofía empezaban a las ocho de la mañana. Pero lo de abrirnos los ojos no es una ingeniosidad fácil traída por lo temprano de la hora. Es literalmente cierto. Fue entonces y allí cuando oímos hablar por primera vez de García Lorca, sobre todo del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Cernuda, de Proust, de Kafka, de Joyce, de Camus, de Faulkner, de Borges, de los novelistas sudamericanos. Y las circunstancias nos ayudaron: por cinco duros (eso costaban los libritos de la colección RTV) nos pusimos bastante al día en asuntos literarios. Fue también entonces cuando nos familiarizamos con los libros de bolsillo de Alianza, con aquellas magníficas portadas de Daniel Gil. Allí leímos Molloy, de Beckett en la traducción de Gimferrer. Y La metamorfosis, de Kafka. Y los tres tomos de la Crónica del alba, de Sender. Y a Proust en la traducción de Pedro Salinas y Consuelo Berges.

Pero no sólo eso. Conocimos Praga y sus calles oscuras con las piedras mojadas y la lepra en los muros de la oscura oficina donde Kafka trabajaba con fría luz artificial. Y un Combray proustiano de nieblas impresionistas y cuartos con visillos y jarrones delicados con jacintos ambiguos en ambientes un poco opresivos y sofocantemente dulzones. Eso también nos lo daba la literatura y la voz de Jesús Alviz.

En la distancia, recuerdo sobre todo nuestro entusiasmo por Beckett. De él aprendimos ciertos automatismos verbales, que fueron más perniciosos que otra cosa. Tampoco entendíamos mucho aquello así de golpe. Pero sí asistíamos deslumbrados a un nuevo concepto de la literatura. Un  tipo de literatura que tenía casi cincuenta años, pero que aquí apenas se conocía. Para los más inquietos de nosotros  aquello tenía algo de epifanía y de descubrimiento.

            Las clases de Literatura las impartía otro personaje con fama de sabio. Aún hoy no entiendo en qué se justificaba esa fama. Recuerdo de esas clases cómo perdíamos el tiempo con el Panchatantra y los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Contacto con la literatura como realidad viva, ninguno. Nos quedábamos en la insignificancia de los esquemas y en someros comentarios de la Comedieta de Ponza y El laberinto de Fortuna. Con quince años que teníamos entonces, no parece la práctica más indicada para cogerle gusto a la lectura, pero en fin.

No hace mucho tuve la desagradable experiencia de comprobar cómo en ciertos ambientes de Cáceres sigue instalada la ignorancia inquisitorial. Un conocido capillita cacereño de doble vida, nieto espiritual de aquel Don Guido de Machado, me catalogó políticamente por mandar leer Campos de Castilla a mis alumnos de COU. Ignoraba ese ignorante que en COU las lecturas no las arbitra un profesor, sino una comisión regional a la que yo soy ajeno.  Dejo que el lector se figure lo que ocurría en 1970 cuando alguien como Jesús Alviz hablaba de Lorca, de Cernuda o de Proust en sus clases. Fue, claro, el único año de Jesús como profesor de Filosofía en el Instituto El Brocense. Las denuncias de las fuerzas vivas terminaron con su efímera vida docente en Cáceres. Acabó en un Instituto de Madrid dando clases de Lengua y Literatura.

            Un par de años después, le llevé un texto en prosa. Jesús estaba leyendo, lo recuerdo bien, ¡Absalón, Absalón!, de Faulkner. Me atendió con amabilidad y a los pocos días me echó un chorreo que me tuvo apartado de la prosa muchos años. No se lo reprocho. Yo era un crío con diecisiete años y no digería las lecturas caóticas que hacía por entonces, tal vez demasiadas y desde luego engullidas con desordenada bulimia adolescente. Lo que puedo asegurar es que aquella crítica feroz y seguramente merecida no me dejó posos de rencor, aunque me retiró de los ruedos una larga temporada. Una cornada de espejo. Un volteretón como los que se llevaban los novilleros antiguos. Supongo que desde entonces algo ha mejorado mi prosa. Por si acaso, ya no le pregunto a nadie.

Vi a Jesús Alviz por última vez en un ciclo de lecturas que organizaba Miguel Ángel Lama. Charlé con él  en la cafetería de la Facultad de Letras, antes de ese acto. Me sorprendió su aspecto, que seguía siendo el de siempre, el de actor de un peplum de esos que tanto gustan a Terenci Moix. Por él no parecían haber pasado los años. Desafortunadamente, el tiempo me quitó la razón con rapidez.

Si su aspecto físico parecía inmune al estrago de los días, de su literatura no se podía decir lo mismo. Leyó y explicó aquella tarde algunos fragmentos de Española dicen que es, su novela más ambiciosa. Siento decir que a mí me parece una novela frustrada, sobre todo en la forma de resolver ciertos planteamientos técnicos que no es cuestión de exponer aquí. Salí de aquella lectura con una amarga desazón: aquel que nos había puesto al día en tantas cosas parecía anclado en una literatura de vanguardia que en los 90  le situaba en los arrabales de una trasnochada movida marginal. Me pareció entonces alguien patéticamente anticuado e incapaz de evolucionar, seguramente porque no era consciente de ello. Le noté descolocado. Tengo la impresión de que no sólo en el terreno literario, pero no he querido entrar en más averiguaciones.

Fue entonces cuando conocí a Gonzalo Hidalgo, que compartía lectura con Jesús Alviz. A  él le debo las mejores impresiones de aquella tarde. Todavía le recuerdo leyendo, con esa timidez un poco zumbona que le caracteriza, dos fragmentos narrativos: uno sobre un repartidor de bombonas de butano y otro sobre un profesor de Religión que, por un malentendido caligráfico, llega a entender como iluminación teológica lo que no era más que una trivialidad insustancial. Uno de esos relatos está en El cerco oblicuo, que se publicó por entonces, en el año 93. El otro, El yo de Dios, es magnífico y permanece inédito todavía, integrado en un proyecto narrativo más amplio. No recuerdo exactamente  esos textos ni su desarrollo. Apenas importa eso. Lo que me importa destacar es el asombro que me produjo ver a Gonzalo, tan serio, tan impasible, leyendo aquellos fragmentos hilarantes y corrosivos. Andando los años, he coincidido con Gonzalo Hidalgo en otras ocasiones y por diferentes motivos. Pero de eso ya hablo en otro momento.

La muerte prematura de Jesús Alviz me impresionó, aunque era una muerte anunciada desde hacía unos meses. Pero el culto un poco necrófilo con que se le ha venerado luego no me ha parecido agradable.

Releo la frase anterior y aprecio en ella un tono de memorias barojianas. Me asombra un poco, pero luego entiendo que afloren inconscientemente influencias de autores que uno creía superados desde la adolescencia. Son lo que se suele llamar lecturas formativas y nos marcan más que la realidad.

Felipe Núñez, a media voz

«se sube la solapa

y abandona el combate»

(Felipe Núñez) 

            Hablaba más arriba del deslumbramiento de las clases, la palabra y la personalidad de Jesús Alviz. Coincidíamos en el mismo grupo Felipe Núñez y yo. Recuerdo a Felipe Núñez como un jovencito un poco terrible, un poco malévolo, con un engreimiento algo inocente, como un pequeño genio algo exhibicionista. Teníamos, no se olvide, quince años. Nos separaban muchas cosas, muchas actitudes. Nos unían otras, como el Atlético de Madrid, ciertas competencias y un buen balón de fútbol, de reglamento, decíamos entonces, que era de su propiedad y que Felipe se llevaba a casa cuando le metíamos algún gol. Yo me lo pensaba dos veces, pero finalmente le marcaba algún golito. ¡Qué le vamos a hacer!

            Me acuerdo con horror de algunas audiciones comentadas de los tangos de Gardel en casa de Felipe Núñez. El patetismo fácil de aquellas letras lloronas lo hacía suyo Felipe, que afortunadamente no lo trasladaba a su poesía. Su primer libro, Tris, tras, princesa, estaba dedicado a Carlos Gardel. Todavía.

            Le recuerdo en el Instituto con Molloy, de Beckett, en la traducción de Gimferrer para Alianza-Lumen. Y con La interpretación de los sueños de Freud. Y con Totem y tabú. Los llevaba de paseo. Ya decía más arriba que Felipe era por entonces un poco ostentoso.

Mantuve algún contacto con él durante ese curso y los dos siguientes. Todavía en la Facultad de Filosofía y Letras coincidimos en el primer año de comunes. De ese año es un manuscrito a dos manos hecho al alimón por Felipe y por mí. Un texto incompleto, pero despendolado y libérrimo. Como éramos nosotros entonces. En el fondo, también un poco ridículos, como aquel texto. Acabábamos de descubrir la vanguardia de entreguerras. Eso, evidentemente, no es grave; lo grave era practicarla como si hubiéramos descubierto el Mediterráneo. En fin, cosas de chicos.

            Luego, cada uno tiró por un lado. Felipe pasó a la Facultad de Derecho, aunque acabó licenciándose en Filosofía ya en Salamanca, y perdimos contacto. No podía ser de otra manera. Aunque Felipe solía decir que éramos la variante extravertida e introvertida de la misma personalidad, yo no lo creí nunca. Yo soy poco efusivo, por eso nunca le manifesté  mi secreta admiración. Por eso y porque es lo último que se me ocurriría hacer con una persona arrogante. Hay unos versos de César Vallejo que resumen mi relación con Felipe Núñez. Son estos:

          Él sabe que le quiero,

          que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente.

Felipe empezó a rodearse de una cohorte de aduladores que se declaraban con arrobo discípulos suyos y le trataban como a un dios joven del empíreo poético. No creo que eso le favoreciese mucho. El incienso acaba por atontar a cualquiera.

Actitudes provocadoras las siguió manteniendo Felipe Núñez en los años siguientes. Léanse la nota autobiobibliográfica en Abierto al aire, o sus contestaciones a la encuesta que abre cada zona de esa importante antología. Declaraciones, por otro lado, que delatan una inusual clarividencia.

Coincidimos en la presentación de ese libro en Cáceres. Felipe seguía siendo aquella tarde el niño terrible, el Rimbaudde la poesía extremeña. Esa vez lo noté un poco cansado de hacer ese papel, pero lo hizo.

Mi admiración por Felipe Núñez, aunque no declarada, se inicia con la plaquette Tris, tras, princesa. Todavía conservo el ejemplar que me regaló, un cuadernito rústico en cuarto, autoeditado por el autor en el año 75 después de obtener el Premio Ciudad de Badajoz. El tiempo y las temperaturas han maltratado la cubierta de ese ejemplar ciclostilado. La potencia verbal, un cierto tono naïf  y el descaro de algunos textos mantienen vivo mi aprecio por ese libro. Luego vinieron otros: Leticia va del laberinto al treinta, Equidistancia y Nombres o cifras, reunidos no hace mucho en Balizamiento para un aterrizaje nocturno.  

                        En el año 77, Felipe me propuso aparecer en una curiosa antología que se iba a publicar en Cáceres al año siguiente. Era una autoedición que se titulaba Cáceres, Poemas 1978, y en ella figuraban, además de Felipe, Aníbal Núñez, Jesús Alviz, Pureza Canelo y otros de los que sólo recuerdo que eran del círculo de amistades de Jesús Alviz y Felipe Núñez. Me acuerdo, eso sí, de que había que pasar por caja para participar en aquella autoedición: 25.000 pesetas del año 77. Para hacerse una idea de lo que era ese dineral aportaré un dato: yo trabajaba entonces como becario de investigación en la Facultad de Filología y cobraba 17.500. Era por entonces un escritor secreto y ni siquiera la vanidad amortizaba una inversión como aquella. A ese paso y a ese precio, lo iba a seguir siendo.

Naturalmente, las relaciones con Felipe Núñez, que no eran lo que podríamos llamar calurosas, se enfriaron aún más. Pero bueno, algún otro socio capitalista y poético encontrarían, porque la antología finalmente se publicó.

            A través de Felipe conocí a Aníbal Núñez, que por entonces daba clases en un Instituto de Cáceres. Lo recuerdo bien: fue en la cafetería de la Facultad y Aníbal parecía desempeñar, en esa ocasión y en otras en las que coincidí con él, un altivo papel tutelar que le hacía algo anacrónico y distante. Recuerdo sus uñas demasiado largas y sus dedos demasiado temblorosos. Y entonces me chocaba también que anduviera con gente mucho más joven que él. Supongo que no es más que una impresión de quien, como yo, apenas le conocía más que de vista. No seré yo quien discuta la importancia de la obra de Aníbal Núñez. Amigos y críticos que me merecen confianza y respeto hablan muy bien de esa obra. Lo que sé decir, aunque Ángel Campos y  Álvaro Valverde no me lo perdonen nunca, es que la he leído casi entera y no la admiro demasiado. Prefiero su prosa. ¡Qué le vamos a hacer! Seguramente es culpa mía. Claro que yo no soy más que un lector. Ni menos.

Cuando se elaboró la Gran enciclopedia extremeña, redacté el artículo correspondiente a Felipe Núñez. El lector curioso puede comprobar en ese artículo mi admiración por su poesía, tocada por una voz tan personal que difícilmente dejará herederos. Que yo recuerde, sólo en los primeros versos de Álvaro Valverde, placentino como Felipe, se percibe esa influencia. Luego Álvaro encontró una voz propia y escapó de la voz media. Mejor para él, porque a los imitadores de Felipe Núñez, como a los de Borges, se les nota mucho la impostura.

            Felipe Núñez obtuvo un merecido reconocimiento muy pronto. En el año 79 figura ya en el tercer tomo de la antología Poesía extremeña actual que publicaba en Badajoz la editorial Esquina viva. Fue una antología polémica y desigual, discutible en muchos aspectos, injustificable en algunos nombres, pero no en la incorporación de Felipe Núñez. Me detengo en esa antología para contemplar su foto de medio perfil, que dice tanto de la personalidad de Felipe en aquellos años. Arrogancia y dureza se combinan en ese retrato. Hay algo de escualo voraz en su mirada y en la línea arrogante de sus labios.

Comparo esa foto con una más reciente: la que figura en la solapa de Para escapar de la voz media. La intemperancia sigue definiendo la actitud del retratado, de ceño ligeramente fruncido, en pose intelectual, más reposada. Para escapar de la voz media es un ensayo largamente anunciado y esperado por los amigos de Felipe Núñez. He escuchado diversas maldades sobre ese libro. Todas han sido dictadas por la envidia. Reproduciré la más suave, quizá también la más injusta: hay quien dice que no es más que un delirante y efectista ejercicio de fuegos artificiales. Yo no lo creo. Me parece, claro, una magnífica construcción verbal que permite su lectura con gusto renovado. Creo que, además, tiene un innegable rigor intelectual.

            Nos volvimos a ver en la entrega de los Premios Extremadura a la Creación. Felipe acababa de ganarlo en la modalidad de ensayo con Para escapar de la voz media. Yo formaba parte del jurado de otra modalidad. Hacía unos quince años que no nos veíamos e intercambiamos las cortesías esperables de dos antipáticos viscerales. Él me encontró más gordo, yo le encontré más viejo. Debo añadir que Felipe tenía razón, pero yo estoy ahora más delgado y no sé si él habrá encontrado la fuente de la eterna juventud.

Ahí quedó todo. Ninguno de los dos queríamos reconocer los estragos del tiempo y sus agravios. Por mucho tiempo, añado.

Manolo Carrapiso, un árbol solo

Un necio mentidero por donde corre el laudo

como el vino y los besos en todos los burdeles.

(Manuel Carrapiso)

No es cuestión de entrar en detalles, ni de dar nombres. En Cádiz he oído contar la historia de dos poetas oficiales de los años 50 que embarcaban al día siguiente para un viaje por varios países hispanoamericanos. Luego le oí dar más pormenores de ese episodio a Caballero Bonald. Y a Fernando Quiñones, que entonces era un jovencito que les sirvió de lazarillo por los antros portuarios del barrio del Mentidero.

A uno de ellos, poeta y padre de poetas, protagonista póstumo, involuntario y nada lucido de El desencanto, lo tuvieron que sacar a la fuerza, entrado ya el día, de una casa de tolerancia para que no perdiera el barco. Ya avisaban las sirenas cuando llegaron al muelle. A alguno sus carnes, las prisas, el tabaco y la mala noche le procuraban un ahogo nada imperial. 

 A Manuel Carrapiso y a mí nunca nos pasaría eso. Manolo Carrapiso y yo nunca iríamos de putas juntos. En realidad, nunca iríamos de putas. Ni solos. Perdóneseme el exabrupto, pero es la forma más expresiva que encuentro para definir la relación de dos tímidos prudentes.

Una relación que se inició cuando Manolo coincidió conmigo en el mismo Instituto. Ya había ganado el Vargas Cienfuegos con Paraíso ahora y había aparecido en Abierto al aire, aunque algunos no se habían enterado.

Una ya larga relación, discreta pero afectuosa, apoyada más en la palabra escrita que en la hablada. Y es que la común devoción por Borges seguramente explica que nos visitemos más en los libros que en los zaguanes. Eso me permite disfrutar de las dedicatorias cariñosas y excesivas de Manolo, tan elaboradas, tan bien escritas que parece que las hubiera estado pensando toda la vida.

Si hay algo en el paisaje que emociona a los hombres, que miran los poetas, es su carga afectiva. Hay paisajes que quedan asociados para siempre a una persona. En el caso de Manolo ese paisaje es el de la carretera de Badajoz, enriquecido en mi memoria con unos versos de Jesús Delgado Valhondo que Manolo siempre recuerda y alguna vez me ha repetido cuando pasamos por allí:

En medio del paisaje

en la llanura

trémulo de emoción

un árbol solo.

Ya siempre que cruzo ese paisaje un poco desolado, veo ese árbol, recuerdo a Manolo y asocio su recuerdo a esos versos de Jesús Delgado Valhondo, a quien yo lamentablemente no conocí. Manolo sí, y creo que aún conserva la correspondencia que mantuvo con él.

Decía Augusto Monterroso que un libro es una conversación y la conversación un arte educado. Las conversaciones bien educadas -añadía- evitan los monólogos muy largos, y por eso las novelas vienen a ser un abuso del trato con los demás. Esa reflexión se la hacía Monterroso cuando estaba a punto de aparecerLa palabra mágica, en donde se reunían en problemática convivencia ensayos y cuentos, como en De nieblas interiores, un delicadísimo libro de Manuel Carrapiso, lleno de apuntes agudos y certeros sobre la realidad y los hombres y trabajado desde el venero de claridad de una prosa limpia y transparente.

No sé quién dijo que el estilo es el hombre.  Es una frase tan repetida, tan callejera que ya no tiene dueño. La traigo aquí porque en estos tiempos de posmodernidad propicia a la impostura y al pensamiento débil es reconfortante encontrarse con un autor en quien coinciden tan exactamente el valor literario y el valor humano.

 Nada más lejos del talante personal, moral y estético de Manolo Carrapiso que la posmodernidad. Su postura está mucho más cerca del Barroco. Manolo es lo que Gracián llamaba un discreto, aunque con un punto de gallardía que le permite ir más allá del desengaño para salir del laberinto -esa imagen calderoniana del mundo-, asomarse a la calle  y no quedarse sentado en su rincón, como el villano de Lope. También es barroca, de la brillante estirpe barroca de Quevedo, su voluntad, sostenida con envidiable aliento, de levantar máscaras, de mirar el mundo desde fuera y desde arriba, levantando los tejados de la apariencia como otro diablo cojuelo, protagonista, qué casualidad, de una novela barroca.

Manolo y yo comentamos de vez en cuando los riesgos de la hermenéutica. Alguna vez le he dicho que me consuela de mis probables desatinos saber que un autor tan admirado por los dos como Borges no recordaba que lloviera en el Quijote. Y ese sí que era un error grave, porque no sólo olvidaba la lluvia, hecho bien trivial, sino su transcendencia literaria: que con ese motivo el barbero se ponga la bacía en la cabeza para protegerse. La lluvia que olvidaba Borges es la génesis del episodio del yelmo de Mambrino y la clave del Quijote, que se resuelve en la discusión sobre el baciyelmo en la venta de Juan Palomeque el Zurdo.

Como yo tengo una insuperable tendencia a la mitomanía, y no me bajo de la burra con la facilidad del barbero delQuijote, prefiero atribuir ese sindiós borgiano a María Kodama y ser benévolo con la memoria del autor de El aleph.

Quién sabe lo que nos guarda el destino. Al fin y al cabo, seguro que ni a Manolo ni a mí nos importaría -como a otros escritores más cercanos a nosotros, si bien menos presentables- cumplir ochenta y tantos años a la sombra de las muchachas en flor, aunque tengan -ya comprenderán que nadie es perfecto- veleidades literarias y furores poéticos; aunque escriban (qué le vamos a hacer, y él sabe por qué lo digo) poesía del silencio. A ver si para entonces Manolo ha terminado ya Verba minima,  un libro que estamos esperando desde hace demasiado tiempo.

Manolo no es hoy, aunque lo parezca a veces, aunque se lo parezca a él, un árbol solo. A su lado otro árbol lleva mi nombre.

Perdonen la tristeza, diría César Vallejo.

Miguel Ángel Lama, arte de lectura

Quiero ser ese lector que se apropia de lo escrito por considerarlo bueno, representativo, significativo o curioso en el correr de los años o de los libros.

(Miguel Ángel Lama)

Miguel Ángel Lama es uno de los nombres imprescindibles en la vida literaria de estos últimos años en Extremadura. Es, sin duda, el más atento observador y crítico de lo que se escribe y publica por aquí.

Lo conocí en un ya lejano 1987, cuando Miguel Ángel era secretario de un congreso sobre García de la Huerta, pero no empecé a tener un contacto personal con él hasta 1994, cuando se celebró en Cáceres ese encuentro conmemorativo de los diez años de Abierto al aire al que me he referido antes.

Tenía por entonces, y la mantuvo durante algún tiempo todavía, una estética personal algo arcaica, compartida con Julián Rodríguez, en la que destacaban unas gafas de montura antigua, que parecían heredadas de Álvaro Cunqueiro.

Le preguntaban una vez a Juan Rulfo qué sentía las raras veces que publicaba un libro. Con esa media voz tan peculiar que tenía Rulfo, contestaba: «Remordimientos.» Si eso le ocurría a Rulfo, imagínense a los demás.

Cuando a uno le asaltan esos achaques de conciencia, acude a Miguel Ángel, que tiene abierto el confesionario todo el año. Y, como cuando éramos chicos y buscábamos al más benévolo en la prescripción de penitencias, suele tener cola. 

Por eso, cuando se asiste en Cáceres a la presentación de un libro, se va  casi siempre a tiro hecho, sin posibilidad de sorpresa. Ya se sabe que el presentador es Miguel Ángel Lama. Son dos las razones que explican que todos queramos que nos presente un libro: la primera, evidentemente, es su solvencia profesional como crítico. La segunda, más rara, la que le hace más deseable, es su benevolencia.

Su despacho en la Facultad es una consulta de atención primaria. Me refería en otro artículo a que Miguel Ángel tiene la cercanía de un antiguo médico de cabecera. Así es. Y por su mesa pasan el enfermo crónico y el que sólo quiere contar su vida y el que lo que necesitaría -aunque Miguel Ángel no se la va a recetar- es la píldora del día después.

En su actividad crítica, Miguel Ángel Lama ha hecho bandera de su generosidad y ha encontrado su coartada en este lema que Plinio el joven atribuye a su tío Plinio el viejo: No hay libro tan malo que no tenga algo bueno.

He asistido a algún acto en el que Miguel Ángel ha tenido que asumir el difícil papel de presentar un libro que no le agradaba demasiado. Lo ha hecho con delicadeza y tino. Con otros nunca se sabe. Ni aunque se proclamen amigos de uno.

Inquieto y atento a lo que pasa, es uno de esos raros profesores de Literatura a los que les gusta la literatura. Y no sólo desde la orilla del lector más o menos profesional. Miguel Ángel escribe y nada de una orilla a otra con facilidad y agilidad de estilo. Quiero decir que su escritura es una continuación de sus lecturas.

Revistas como Melquiades y Residencia acogieron sus primeros textos. Luego publicó en La Centena El rastro de Carlos Cabrera, un relato inquietante y bienhumorado sobre la identidad, sobre la relación entre ficción y realidad. Kafka, Pirandello, Max Aub, Cortázar, Borges, Juan Goytisolo son algunos de los autores que están dentro de ese relato. Y al fondo, Cervantes, como siempre. No sé si Miguel Ángel había leído ya Beatus ille, que acababa de publicarse en 1986, el mismo año en que aparece su libro.

Seudónimo ficticio de un novelista ficticio, en alguna ocasión Miguel Ángel ha firmado como Carlos Cabrera un texto un poco feroz, en el que ha cometido un error cronológico que le he comentado personalmente. La causa del lapsus es evidente. El autor ha confundido su propia fecha de nacimiento con la del personaje. No tiene importancia esa confusión, pero me sirve para confirmar la fragilidad de los límites entre la realidad y la ficción.

A cara descubierta ha publicado otros relatos. Los dos que conozco siguen revelando esa influencia de Kafka. En uno de ellos se nos habla del rostro voltario de un personaje que presenta un libro. El otro es una variación sobre La metamorfosis. Creo reconocer en ese relato la sombra breve y benéfica de Monterroso y La cucaracha soñadora.

Aparte de su bondad y su sabiduría, me asombra la capacidad de trabajo de Miguel Ángel. No sé de dónde saca tiempo para leer todo lo que se publica y lo que está por publicarse. Aunque respeta el secreto de confesión, es un coleccionista de inéditos que luego usa para comparar versiones. Son las ecografías en las que va viendo crecer el feto de la creación.

Y, por si eso fuera poco, además le queda tiempo para engolfarse en estudios sobre rarezas del XVIII, del XIX o del XX. O para fundar y dirigir Laurel, una bellísima y sobria revista de filología que también diseña. O para organizar ciclos de lecturas en el Aula Juan Manuel Rozas.

Soy testigo, no sé si privilegiado, porque a veces yo me indigno más que él, de la paciencia sin límite de Miguel Ángel. He tenido ocasión de comprobarla cuando dirigió con brillantez el Aula Valverde y tuvo que soportar algún desplante poético de algún amigo que añoraba el estiaje en Inglaterra.

A veces le he visto llegar a ese límite de lo que la dignidad hace intolerable. Incluso en esos casos no ha perdido las formas y se ha comportado con discreción y prudencia. Y hasta cuando se permite una maldad -a veces injusta y mimética-, la suaviza con una risa abierta y sin pliegues.

En esta galería de valores literarios, el valor humano de Miguel Ángel ocupa uno de los lugares más altos. Aunque en el fondo eso no tiene mérito. Ha nacido así.

The blues brothers

                                                                                              El hombre y el muchacho

son parte del paisaje.

(Julián Rodríguez)

Supongo que el lector está enterado de la película.

The blues brothers (Granujas a todo ritmo en la desmañada traducción española) es una película algo desatada y muy divertida protagonizada por Dan Aykroid y John Belushi. Quien la haya visto sabrá por qué Julián y Javier Rodríguez Marcos me han resultado siempre familiares. Me refiero, claro, a su aspecto físico y a un determinado aliño indumentario. Ahí acaban los parecidos, porque los tipos de la película eran unos gamberros impresentables y excesivos.

En realidad los conozco desde hace pocos años. Son de una generación posterior a la mía. Coincidí con ellos en las jornadas de poesía del año 94 a las que me he referido repetidamente. Había oído hablar de Javier y sabía que había ganado el Carolina Coronado un par de meses antes. Apenas crucé con ellos algunas palabras. Pero los reconocí en seguida, aunque no llevaban sombrero ni gafas de sol. Eran ellos, sin duda.

En aquellas jornadas, para compensar presencias silenciosas como las de Javier Alcaíns, Antonio Gómez o la del responsable de estas líneas, intervinieron mucho. Me llamó la atención su familiaridad con un tipo de escritores y teóricos del arte y de la literatura de los que yo no tenía noticia. Sigo sin tenerla, pero recuerdo que, para no acomplejarme, me consolaba a mí mismo pensando que eran unos posmodernos que no habrían frecuentado mucho la literatura española. Me equivocaba, claro, pero entonces aquella coartada me sirvió de bálsamo.

Muy pocos días después, recién publicado mi Pórtico de la memoria, recibí una llamada  afectuosa e inesperada. Eran ellos otra vez, ahora para decirme por turnos cuánto les había gustado y sorprendido el libro. Demostraron ser sinceros, porque Javier se ocupó luego de hacer una reseña elogiosa y de escribir la introducción de un cuadernillo mío para un ciclo de lecturas en la Facultad de Filología. Julián me pidió poco después un libro para una nueva colección de poesía que proyectaba la Diputación de Cáceres.

A partir de entonces tuvimos bastante contacto. Los he reconocido retrospectivamente no sólo en esa pareja de ficción, sino en unos niños reales que acudieron una lejana tarde del año 85 a la redacción de la revista Aguas vivas, de la que yo era secretario. Estaban preparando por entonces una feria de fanzines. Tenían quince o dieciséis años y habían entrado en el mundillo de la edición con un fanzine del que sólo recuerdo que se llamaba Bulevar. Un título urbano tras el que no cuesta trabajo ver la mano de Julián Rodríguez, su director. Como colaboradores figuraban dos púberes casi: su hermano Javier y Antonio Sáez.

Por entonces ya andaba metido Julián en empresas y proyectos algo adelantados a su tiempo. A lo largo de estos años se ha ido consolidando como editor elegante y delicado. Sub rosa, La ronda de noche, las ediciones de la Galería nacional de Praga, Baluerna o su diseño de La Gaveta y otras colecciones de la Editora regional de Extremadura son sus brillantes cartas de presentación.

No fue siempre así, sin embargo. Julián ha recorrido un largo camino de perfección. Revisando la documentación para este artículo, me encuentro con un ejemplar de Arandel, boletín de la asociación de vecinos del barrio donde nací y me crié. Es de 1986. Julián era entonces vocal de prensa de aquella asociación y el responsable de la publicación. Eran otros tiempos y había menos medios, pero el diseño es terminantemente astroso, impropio de Julián, que, naturalmente, nunca lo cita en su curriculum.

He sido testigo del rigor y buen gusto con que trabaja Julián cuando preparamos La orilla del invierno, un libro mío que inauguró la colección Almenara de poesía de la Diputación de Cáceres. Julián dejó de colaborar al poco tiempo con el Servicio de publicaciones de esa institución. La colección quedó interrumpida y los diseños actuales se parecen más a los del boletín que cito en el párrafo anterior que al depurado estilo de Julián. Eso sí, quince años después y con muchos más medios.

La actividad de Julián es constante. Si no tiene algo entre manos, lo está pensando. Lo he contado alguna vez en público. Es una pesadilla que tuve hace unos años. Paso a describirla, porque su perfil sigue siendo nítido como el de los tigres en las pesadillas de Borges: sueño que estoy leyendo a García Martín o a Ángel Guache. Suena el teléfono y cuando descuelgo oigo la voz de Julián, que me llama para pedirme que escriba el Pregón de Semana Santa. En ese momento la realidad y el sueño se superponen y despierto sobresaltado por el telé­fono de verdad: me llama Julián. Vuelvo a la realidad con alivio. Lo que quiere es que presente La Ronda de Noche.

En esa revista publicó Julián una serie de textos de excelente prosa que figuran entre lo que más aprecio de su actividad creadora. Y es que Julián también escribe. Son ya varios los libros de narrativa y poesía que ha dado a la imprenta. En todos ellos Julián Rodríguez muestra, sobre todo, el exquisito lector que lleva dentro.

El ciclo de lecturas de poesía última en la Facultad, que organizó con Miguel Ángel Lama, la Semana de poesía española contemporánea y muchas otras actividades que no enumero para no aburrir, llevan también la impronta de un Julián que en esa faceta organizativa ha contribuido a elevar notablemente el ambiente literario cacereño.

A través de Julián y de Javier conocí a otros escritores que eran amigos suyos. Por ejemplo, a Antonio Sáez, con quien comparto, además del afecto, infiernos rojiblancos cuyos tormentos unen mucho, correos electrónicos, admiraciones y lecturas.

O a Javier Alcaíns, que me recuerda cada vez más a aquellos heroicos clérigos medievales, bibliotecarios como él y, como él también, iluminadores pacientes de bestiarios secretos y encendidos.

O a Antonio Galán, que cuando coincide conmigo en las mesas redondas o en las lecturas me pincha por lo bajo con la teoría de que mi Media verónica de Curro Romero es inventada. Pero en ese texto, aunque él lo dude, no practico poesía de la fabulación, sino de la experiencia.

Hay otras amistades y admiraciones que no comparto con Julián y con Javier, porque tengo la certeza de que algunos de ellos sí que son granujas a todo ritmo.

Javier Rodríguez Marcos, cartógrafo del sueño

caminando muy lento

por los senderos de la geografía,

hermosa pero cruel, de los recuerdos.

(Javier Rodríguez)

Ya he explicado antes de dónde arranca mi relación con Javier Rodríguez Marcos, si menor en años mayor en prez. Estos últimos años hemos compartido lecturas, algún  programa de radio, jurados, jornadas  poéticas, cenas y comidas – ¿qué sería de los poetas sin cenas y comidas?-, un congreso sobre Aleixandre, una mesa redonda con José Antonio Zambrano. Al día siguiente, desde la última fila del salón de actos, nos reíamos de los análisis pedestres hechos por gramáticos tristes que nunca disfrutarán de la literatura y perderán el tiempo o embotarán su gusto y el de sus alumnos cazando tontamente estructuras recurrentes  tontas. Recuerdo el agobio digno de Miguel Ángel Lama, que nos reñía prudente desde la presidencia con mirada admonitoria.

A muchos de esos entomólogos de la literatura les pasa lo que a los árbitros, que no han jugado al fútbol, y a los confesores, a los que les falta práctica marital. O igual padecen la misma desviación profesional que los ginecólogos, que tienen como objeto de trabajo lo que otros contemplamos desde una perspectiva menos profesional y más lúdica.

Javier Rodríguez Marcos escribía en el Envío de Mientras arden: «Decir que los poemas los escribe uno solo no deja de ser una artimaña de autor». En el fondo, es una variante de eso que se ha dicho tantas veces (creo que fue D’Ors el primero) de que en literatura todo lo que no es tradición es plagio.

He presentado dos veces a Javier ante auditorios bien distintos. Hace algún tiempo lo hice a propósito de Nosotros los solitarios, uno de los primeros libros de relatos que aparecieron en La Gaveta. Hace poco, como autor invitado a una sesión del Taller de literatura que dirijo en Cáceres.

Tengo que decir sobre esas experiencias que tampoco las presentaciones las escribe uno solo. Las presentaciones están hechas de complicidades y de previsiones, de alusiones y afinidades personales, de guiños literarios y de sobreentendidos, de una extraña mezcla de compromiso y libertad. El de la presentación es un género literario directo y personal, como las cartas o  las conversaciones informales, un género que admite la subjetividad y la chufla, el resabio del perro viejo y hasta alguna pinturería para mantener despierto al auditorio.

Y es que las presentaciones – contra lo que pueda parecer a primera vista- no se hacen para presentar un libro ni a su autor, sino para demostrarle nuestro afecto y declararle sin rubor nuestra admiración.

Por eso las presentaciones no se encargan sino a los amigos, que desde ese momento quedan autorizados a utilizar la primera persona, un vicio sin contrición que comparto con Javier. Por eso las presentaciones se deberían escribir a mano, sobre el papel cuadriculado de nuestra inocencia ágrafa, sobre el mismo papel con el que construíamos aviones que volaban brevemente a ninguna parte con las alas pintadas del vivo color de los sueños infantiles.

Antes de que se publicara su primera obra, Naufragios, pude conocer parte de ese libro y quedé deslumbrado con un poema titulado Conocimiento del reino submarino. No exagero nada cuando digo que a mi entender es uno de los textos poéticos más asombrosos del final de siglo. Aunque quizá no sea exacta la imagen del deslumbramiento, porque esa impresión dura ya más de seis años. Seis años que han sido suficientes para que Javier Rodríguez me lo haya regalado en una dedicatoria en la que me traspasa el usufructo de esos versos.

Luego conocí el resto de los poemas y cuando voy a Lisboa me acompaña siempre – con la sombra de Pessoa y La ciudad blanca de Ángel Campos- el último verso de Hotel Internacional.

Vinieron más tarde el Cuaderno de Nantes, que publicó por entregas en La Ronda de noche, un dietario tan bien escrito que me quitó para siempre las ganas de conocer esa ciudad, Los trabajos del viajero, Mientras arden, Nosotros los solitarios, Vidas construidas o Medio mundo.

Y todos los sábados, como una generosa paga de fin de semana, sus apuntes de lectura en ABC cultural, en la sección que se titulaba Perspectivas. Hacía allí, más que ahora en Babelia, no sólo un profundo ejercicio de lectura, sino una brillante demostración de estilo, superior en algunos casos al de los libros que reseña.

Decía Juan Manuel Bonet que Javier es amigo de las listas. Yo también, y aquí va mi lista, una lista transitiva que es también mi imagen de Javier, mi forma de decirle que no estamos solos y la explicación de una afinidad hecha con lo que nos une y nos separa.

Nos unen el sur, que él no frecuenta y yo sí. En él es un tema literario y en mí un tema vital. En cualquier caso, la nostalgia del mar y de los puertos.

El viaje, que él practica y yo no. En mí, ese es un tema literario. En él una práctica habitual que le hace, ya se lo he dicho alguna vez, parecerse a Ulises y buscar ser nadie, como Borges.

El tiempo, que sufrimos los dos. Y, asociados al tiempo, dos temas compartidos: el sueño y la memoria. Los silencios y su honda carga semántica de melancolías. Lisboa, Madredeus, Cesaria Evora.

La literatura. Si él ha dicho de mí que soy uno de esos pocos profesores de Literatura a los que les gusta la literatura, yo puedo decir que él es uno de los pocos escritores que todavía creen en la literatura.

La declarada tendencia a mirar antes a la persona que al poeta. Saber que un poeta que sea una mala persona -y alguno conocemos- es, por añadidura, una birria de poeta.

Nos separan autores con nombres de rara ortografía, que vivieron en la fría y tenebrosa Europa de comienzos de siglo, que fatigaban la alta noche por las calles húmedas de su ciudad. Autores que no conozco y que ya nunca leeré. Y otros, más cercanos en el tiempo y en el espacio, a los que conozco y que, por conocerlos, tampoco leeré.

 Y, finalmente, no sé si nos unen o nos separan Conocimiento del reino submarino y Hotel Internacional, que yo ya nunca podré escribir ni olvidar.

Jos{e Antonio Ramírez Lozano, agua de Sevilla

    Para la sed en Sevilla

los tontos siempre confunden

el agua con manzanilla.

(J. A. Ramírez Lozano)

El lector familiarizado con la poesía española contemporánea suele manejar una clasificación inconfesable que han ido forjando sus lecturas, los años, los resabios y sus gustos personales. Esa brújula peculiar le permite discriminar entre poetas probables e imposibles, imprevisibles y  previsibles.

 José Antonio Ramírez Lozano pertenece a la última categoría: a nadie le coge por sorpresa que obtenga los premios a los que se presenta, ni la calidad habitual de sus libros, contrastada por jurados variopintos.

            Conocí a José Antonio hace ya unos años, en el transcurso de unas jornadas poéticas organizadas por el Ayuntamiento de Cáceres, una de esas jornadas que terminan en comida de fraternidad. Fraternidad algo peculiar la de los poetas, que habitualmente despilfarramos el ingenio en lanzar pullas y morterazos a los que están en otra mesa o en otra onda. Pero, en fin, eso no es nada nuevo y hay antecedentes ilustres que nos tranquilizan. El azar quiso que José Antonio se sentara a mi lado y a partir de ese momento se consolidó una relación que por mi parte, como lector, se había iniciado muchos años antes, desde que tuve el primer contacto con su obra.

Otro azar había determinado que unos años antes se me encargara la redacción de un artículo sobre su obra en la Gran enciclopedia extremeña, artículo que ha servido para que algún tribulete local me lo fusile con periódico descaro y sin citar la fuente cada vez que a José Antonio le dan un premio. Y ya van siendo muchas veces.

El caso es que desde la comida de hermandad poética a la que me refería antes, hemos mantenido una relación que se ha materializado en uno de los estantes de mi biblioteca,  acaparado por los libros que José Antonio me manda con pasmosa frecuencia. Poco debe sorprendernos esa fecundidad en un autor que, como él mismo ha dicho, tiene avena sembrada en el pecho. No tiene más que pararse y a él acuden bandadas de palabras.

José Antonio lleva ya muchos años en Sevilla, trabajando en un Instituto del Aljarafe. Y en Sevilla se ve de todo. Bueno y malo. Por talante personal, se ha quedado con lo bueno. La chufla y el humor suavizan la crítica y probablemente Ramírez Lozano, en lugar de fruncir el ceño, sonríe mientras escribe. Mientras evoca, por ejemplo, a Antoñito Procesiones, un pintoresco personaje, exacto compendio de lo sevillano. Era de la Macarena y se bebió el vaso de agua de don Esteban Bilbao en mitad de un pregón de Semana Santa en el Ateneo. Cuando apuró el vaso, Antoñito tranquilizó al perplejo y cofrade auditorio diciendo: «Ehtaba zequito» .

Tampoco se debe esperar otra cosa de un autor como José Antonio, cuya confesada y evidente debilidad – soy testigo de ello- es la repostería.

 Decía Averroes que el clima y el paisaje de Andalucía hacen a sus hombres sosegados e inteligentes. Es verdad. No hay más que conocer y leer a José Antonio para saber cuánta razón tenía el filósofo hispano-árabe. Ramírez Lozano, extremeño de Nogales, lleva años observando la vida de Sevilla desde la otra orilla del Guadalquivir, desde Triana. Allí, en la calle Pilar de Gracia, tiene José Antonio el pilar de su gracia y un alto mirador distanciado.

Quiero hacer hincapié en el aire trianero del autor, que vive en ese barrio que seguramente imprime carácter. Lo confirma, entre otros, este dato: detrás de la calle Betis, en la calle Pureza, muy cerca de la casa de José Antonio, vive el torero Emilio Muñoz, otro príncipe de la gracia, de la mala sombra, del arte y de eso tan sevillano que allí se llama el ángel.  O del malaje, que es, si bien se mira, sólo una variación de la gracia.

Triana no es Sevilla, como Belmonte era diferente de Joselito y la Esperanza de Triana no es la Macarena. Triana, abierta al mar, todavía tiene marineros que bajan a la barra de Sanlúcar. Cerca de la Capilla de los marineros, donde está la Esperanza, vive José Antonio. Sevilla, tan cerca y tan lejos, es una ciudad del interior. De forma definitiva, confirma esas diferencias esta copla:

                       Mira si seré trianero,

                       que en la calle de las Sierpes

                       me considero extranjero.

Desde Triana se ve de un modo especial lo que queda en la otra orilla. Agua de Sevilla, Bata de cola y El cuerno de Maltea son un buen ejemplo de ese enfoque irónico y agudísimo de Sevilla, de lo sevillano y los sevillanos. Sé que eso no gusta en esa ciudad tan especial, tan impenetrable. Por eso capillitas y maestrantes le cerraron el paso en algún premio famoso.

Con sus experiencias extremeñas y sevillanas y con sus lecturas, José Antonio ha creado un universo literario personalísimo, su particular Macondo de comadres y difuntos; de vírgenes prudentes y sacristanes lúbricos; de pantarujas siniestras y mártires despendolados. Todo ello elaborado y transmitido con un lenguaje y un estilo inconfundibles.

En mi mesa de lectura tengo siempre el penúltimo libro de Ramírez Lozano, porque con él  ya se sabe que el último lo trae de camino el correo con una dedicatoria afectuosa.  En esas dedicatorias, José Antonio suele jugar con mi nombre y declararse cariñosamente devoto mío. Eso, que en su caso sólo es un ingenioso juego verbal, lo predico yo sinceramente de sus libros, de sus santos apócrifos y de su lengua lozana, con la que él disfruta y nos renueva periódicamente la diversión en un ejercicio de amistad alegre y transitiva.

Tomás Pavón, la memoria de los viajes

– ¿De qué se hace la nave más ligera para ir a los feacios?

De palabras, Ulises. Te sientas, apoyas el codo en la rodilla y el mentón en la palma de la mano, sueñas, y comienzas a hablar. (…) Pero para regresar, Ulises, la nave de las palabras no sirve. Hay que arrastrar la carne por el agua y la arena.

(Álvaro Cunqueiro)

Tomás Pavón es un escritor más secreto de lo que desearíamos los que apreciamos la excelencia de su prosa.

Coincidimos, aunque yo no lo conocía aún, en una de aquellas revistas efímeras y un poco enloquecidas de los años 80. Tomás había ganado el premio Residencia y era por entonces un asiduo de los fanzines y las publicaciones marginales que afloraron en el Cáceres de aquellos años con el apoyo de la Concejalía de la juventud.

Luego inició una prometedora carrera política, que abandonó cuando ya había sido elevado al delfinato.

Y entonces empezó a publicar una serie de artículos en el diario Hoy. Algunos de ellos  aparecieron más tarde, en forma de libro, en Fin de milenio. Recuerdo la impresión duradera que me produjo uno de esos artículos. Es un texto sobre un convento, sobre todos los conventos. Una evocación serena y bellísima que nos traslada al crepúsculo fragante de un claustro intemporal. Luego he sabido que ese artículo, brillante de penumbras y fuentes, estuvo a punto de quedarse fuera del libro. Afortunadamente, Tomás se fio del  buen criterio de Julián Rodríguez y con ello ganó el libro y, sobre todo, sus lectores.          

En esa época yo no conocía a Tomás personalmente. Unos años después, me llamó para que presentara un libro que acababa de publicar. Se titulaba El cuaderno de Corto Maltés y lo editaba Ángel Campos en Los Libros del Oeste.

Acepté, naturalmente, pero le confesé mi extrañeza ante la propuesta y un cierto reparo ante lo que por su título supuse, equivocadamente, un librito posmoderno bien alejado de mis gustos. Cuando se me pone en semejante trance, lo primero que hago, para mi tranquilidad, es hacer mentalmente un guión. Recabé algunos datos. Aún  no había leído el libro y, para salir del paso, pensé hacer una presentación convencional, una faena aseada en la que podría hablar de algunos detalles que me había dado Tomás en una primera conversación.

Por ejemplo, de las partes en las que se articularía previsiblemente el libro, de su más que probable final abierto, de su tendencia a la frase corta, de la figura de Corto Maltés y su perfil aventurero, de la tipología genérica mestiza del texto, entre lo lírico y lo narrativo, entre el cuaderno de viajes, el dietario y el poema modernista. O de las características del poema en prosa y su relación con el comic. Podía hablar también del itinerario que se propone en el libro, entre las Islas Grey y la Península del Sinaí. O hacer cábalas sobre la elección de 1959 (el año del nacimiento del autor y de la revolución cubana) como la fecha del viaje. En fin, de todas esas cosas un punto impersonales que se ponen en las solapas y en las contraportadas de los libros para cumplir el trámite con decoro.

Pero cuando leí El Cuaderno de Corto Maltés me sorprendió y entonces supe que nada de lo que había previsto en aquel guión tranquilizante me iba a servir ya. Mi intervención iba a estar orientada por otro astrolabio, por la emoción que me produjo ese delicadísimo texto, por la identificación personal con el mundo que propone. Porque los libros que de verdad nos importan son los que nos hablan de nosotros mismos. Entonces comprendí que Ángel y Tomás hubieran pensado en mí para presentarlo

Yo, que tan poco aficionado soy a viajar, planteé aquello como una invitación al viaje,  a penetrar en ese libro como se entra en la nostalgia de los puertos, en la memoria del viajero, en el mar de los sueños, en los cálidos océanos del recuerdo. Y a vislumbrar, con el mentón apoyado en la palma de la mano, ciudades que conforman nuestra geografía personal y literaria: Lisboa y Kairuán, Sevilla y Génova, Damasco y Venecia, La Habana y Córdoba. Ciudades que, como nos enseñó Italo Calvino, son invisibles porque viven en el corazón, en los sueños y en los atlas.

El lector que se adentra así en este Cuaderno verá, entre el salitre y el ron de sus páginas, más que a Corto Maltés, a Maqroll el Gaviero y a Long John Silver, a Nemo y a Sinbad, a Ulises y al capitán Flint. Y recordará a Álvaro Mutis, a Pessoa, a Melville, a Stevenson, a Conrad y a Homero. Oirá cantes de ida y vuelta de Cádiz a La Habana, de Sanlúcar a Cartagena de Indias. Recogerá en esa travesía a Cesaria Evora y tendrá tiempo -siempre hay tiempo en Lisboa- de llevarse con él el eco de un fado en una taberna del Barrio Alto.

Mapas y astrolabios, gavias y  velas, pinos y  guayabas, baluartes y  cúpulas doradas, el levante en los pantalanes antillanos, los galeones y las goletas por la bahía, archipiélagos, calas y cales construyen la geografía del mito, la cartografía del recuerdo en este viaje luminoso hacia el sur. Un sur que, como Ítaca, no es un lugar sino un estado de ánimo.

Imaginación y nostalgia son los dos campos semánticos en torno a los que se organizan siempre el viaje y la aventura. Una aventura que, como todas, tiene mucho de disidencia de lo cotidiano, de alejamiento de un grupo humano o de la propia identidad, de pérdida de los confines, de naufragio. Una aventura que es un viaje hacia la inseguridad. De ahí la vinculación de toda aventura con el sueño. De ahí que los espacios de la aventura sean mares y selvas, esos inciertos territorios del azar.

La imaginación es el más propicio viento que empuja las velas. Con los ojos entornados, Cunqueiro lo explicó de forma definitiva en la cita que encabeza este capítulo.

Por eso los marineros apenas recuerdan los nombres de las ciudades. Porque, como sabían los antiguos viajeros griegos, vivir no es importante, navegar sí. Y en esa navegación la imaginación  es el motor del mundo y el de los vapores y el verdadero viento que impulsa los veleros.

El problema, ya lo decía Foción el piloto en la cita de Cunqueiro, es volver. Para volver no sirven las palabras y hay que arrastrar la carne por el agua y la arena. Y más en estos tiempos de imposturas posmodernas. Alguna vez he hablado con Tomás de esta época de intertextualidad, de fin de la historia, de dietarios viscosos y famosos de barracón de feria.

                        Un fenómeno de perfiles tan confusos como la posmodernidad tiene, sin embargo, una evidente partida de nacimiento. El siglo XX, decía Toni Negri, no ha existido. Hasta mayo del 68 fue una continuación del XIX. Y mayo del 68 fue una ruptura tan salvaje con las ideologías del siglo pasado que en él, súbitamente, empezó el siglo XXI.

                        Si la Modernidad nacía con la Ilustración y encontraba su teórico en Kant; si suponía el triunfo del sujeto sobre el objeto, la prioridad de la estética sobre la política y de la razón sobre la superstición; si tenía sus crisis integradas en los filósofos de la sospecha, que pese a todo se seguían considerando modernos, la Posmodernidad no tiene padres conocidos, sino abuelos como Wittgenstein, Adorno o Benjamin, filósofos de la modernidad terminal, y padrinos o tíos segundos como Lyotard o Calvino.

                        Ni los necesita, se me dirá. Y es que la levedad, el pensamiento débil, el fin de la historia, las ontologías del presente, el triunfo de la apariencia en un sentido bien distinto del que le daba Platón a esa palabra, la banalización y la mercantilización del arte, la fusión economía-estética podrán responder a la lógica cultural del capitalismo tardío, pero son la forma actual del monstruo del doctor Frankenstein en manos de cualquier avispado aprendiz de brujo.

            De eso ya había hablado de forma definitiva Santos Discépolo en Cambalache, ese tango que previó con lúcida amargura lo que iba a depararnos la posmodernidad y este fin de siglo.

Algo de esto intuía Corto Maltés cuando veía atardecer en cualquier puerto del Atlántico, mientras el humo cegaba sus ojos con un velo de insondable nostalgia.

Elogio de los gatos

En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.

  (J.L.Borges)

Tomo otra vez como punto de partida una fotografía. Es de Borges, de un Borges anciano y seriamente enfermo. Tenía ya un avanzado cáncer de hígado. Pacientemente soportaba que se le llevara y se le trajera por el mundo como a una atracción de feria. En la fotografía está acariciando con su mano ciega a una gata.

A Borges lo perseguían los gatos cuando ultimaba con Bioy Casares un conjunto de relatos sobre don Isidro Parodi. A Borges lo perseguían, a Bioy no. Bioy es un escritor de perros, como Borges lo es de gatos. Por eso nunca escribió una sola línea sobre un perro y sin embargo fue prolífico no sólo en sus referencias a los tigres, sino también a los gatos, esos felinos menores que pasean con dignidad su melancolía agreste de haber sido feroces.

Invito al lector a que repase mentalmente la presencia literaria de los gatos en la literatura. Sin mucho esfuerzo, comprobará que es numerosa. De Baudelaire a Borges, de Lorca a Umbral, de Rubén a Drummond de Andrade, hay toda una literatura brillante sobre el gato.

Si intenta el mismo ejercicio con los perros no tardará en darse cuenta de qué diferentes son los resultados. 

Aunque lo pueda parecer, no es una broma fácil ni una pinturería superficial. Con rigor suficiente, con el mismo rigor taxonómico que se otorga a otras propuestas, sugiero la siguiente: se pueden distinguir dos tipos de escritores, los escritores de perro y los escritores de gato.

Son dos tipologías bien definidas: tenaces, activos, peleones los primeros. Mejor dotados, por tanto, para la constancia que exige el ejercicio narrativo. Balzac y Galdós eran escritores de perro, Julio Llamazares también. Conozco pocos casos de poetas con perro, al menos con perro grande. La excepción aparece en la antología Abierto al aire. Allí un poeta posa con un perro. No sé si verde. Podría ser. Con razón Manuel Carrapiso ironizaba en De nieblas interiores sobre los poetas que se dedican a pasear al perro.

El pasado épico del Coliseo romano no admitía gatos, sino leones o tigres; su presente ruinoso es habitación propicia a los gatos y al  lamento lírico de la ruina y del tiempo.

El gato no consiente que lo saquen de paseo. Cuando quiere salir no le pide permiso a nadie. Hay en los gatos, como en los poetas, un origen sagrado, una raíz profundamente telúrica e inquietante. Ambos están del otro lado de los sueños y contemplan el mundo desde la altura impenetrable de su mirada de esfinge. Son independientes, altivos e inconstantes. Unos y otros. Indolentes y contemplativos, sedentarios y seductores, mantienen una intensidad de corto recorrido.

Flexibles como un endecasílabo, los gatos son astutos y certeros como una imagen. Serenos como un soneto, meticulosamente limpios como una sinestesia, los gatos son también, igual que los poetas, eléctricos y nocturnos. Animales líricos en suma, que miran desde su distante altivez de príncipes de Siam y sólo en muy contadas noches de invierno se permiten la debilidad impúdica del lamento.

Con evidente hipérbole, decía Osvaldo Soriano que un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. Carlos Drummond de Andrade lo define como guardián y símbolo de la vida intelectual. Quizá no sea para tanto, pero es verdad que esa tempestad silenciosa que hay siempre escondida dentro de un gato de mirada impenetrable se emparenta con el secreto de la creación literaria. Tal vez por eso decía un Lorca joven que Verlaine era casi un gato.

En una ocasión me comentaba Luis Mateo Díez que no hay nada más empachoso que un gato empachoso. Es cierto. Me lo decía en tono un poco zumbón, pero no hacía más que darme un argumento. También con algunos poetas pasa lo mismo.

El gato, sutil y reservado, provoca en muchas personas un rechazo insalvable e irracional. Y hay escritores de indisimulable cara de bulldog que nunca se harán querer de un gato. Lo más que les sugiere es un cantazo seguido de una risotada por la hazaña. Son narradores, claro.

No hace falta decir que soy escritor de gato. Ahora mismo se pasea entre mis papeles, se enrosca junto al teclado y me observa con displicencia. Desde la distancia de su mirada azul y perezosa, se obstina en negarme cada noche el secreto de las imágenes afiladas y urgentes que oculta la profundidad transparente de sus ojos. Unos ojos que, como los poetas, no son de este mundo.

Borges no lo sabía, pero la gata que está acariciando en la fotografía tiene exactamente el mismo color de pelo que María Kodama. 

Los palacios de la memoria

Tengo que reconocer hasta qué punto la memoria reconstruida, tras haber adquirido con la palabra escrita una forma definitiva -como un viejo y arruinado edificio costosamente modernizado, sobre el que ya no son posibles otras especulaciones-, se aleja implacablemente de los restos inconexos y dispersos incorporados a la nueva traza.

(Juan Benet)

Para cerrar ya el círculo, volvamos al principio, a la imagen del edificio que levantan a compás el recuerdo y la literatura en ejercicio doble y convergente. Ha llegado el momento de poner la bandera que anuncia en la azotea el final de la obra.

Como en la magnífica metáfora de San Agustín, la casa es un palacio de la memoria. Y es que el recuerdo tiene sus cimientos, sus estratos sedimentados, su trabajada argamasa y sus advenedizos materiales de aluvión. No faltan en el palacio la galería de espejos, el patio de banderas y la plaza de armas, los estanques y hasta un jardín zoológico.

Tiene también la memoria, como las bibliotecas, como las catedrales, sus galerías ocultas a la vista, sus pasadizos inaccesibles, sus claves secretas, indetectables para quien no sea un iniciado.

Salgamos de la casa con temple azoriniano, con esa rara mixtura de plenitud y desolación que tienen los atardeceres, para reconocer las fuentes fluviales del recuerdo en el estuario de su desembocadura última.

El palimpsesto de la memoria proyecta su reflejo en este río que uno quisiera inmóvil, para contradecir por igual al de Heráclito y al río del olvido. Hay en su curso zonas de remanso  y cenagales estériles, pero también valles abiertos a horizontes muy limpios. Riega un paisaje fértil en el que convive la flor delicada con la alimaña y el reptil con el hombre entero. Y la fronda del árbol solitario con la aspereza agreste de la chumbera o el plantón malogrado. Remonta el recuerdo la corriente y recuenta las cruces funerales de la orilla. Evoca madrugadas de insomnio caluroso y penumbras sofocantes de siestas y persianas y cales y columnas.

Queda en la otra orilla la pequeña provincia de la insidia, con sus nocivas flores de estufa y personajes de cuyos nombres no quisiera acordarme.

Envío

A quienes lo alentaron con sus comentarios generosos cuando sólo era un proyecto.

A quienes lo mejoraron con sus sugerencias. Dar aquí sus nombres sería trivial, sobre prolijo: andan por estas páginas. Este es un pago menor por su paciencia. Sigo en deuda con ellos.

Y, como siempre, a Rosalía, que lo revisó con amorosa minuciosidad y criterio riguroso.

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