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Matar a los tiranos

El 30 de junio de 1930 Franz Tamayo publicó una de sus obras menos recordadas: El Proyecto de Ley Capital. En Bolivia se vivía una crisis política aguda, Hernando Siles fue derrocado por un golpe de Estado organizado por Carlos Blanco Galindo. Siles intentó prorrogarse en el poder a través de una reforma constitucional que le permita postular a un segundo mandato consecutivo pese a que la constitución política entonces vigente únicamente permitía un solo periodo presidencial. De enero a junio de ese año surgieron protestas estudiantiles y finalmente la insubordinación militar que culminó en la caída del exmandatario. Franz Tamayo, en parte como un ataque personal contra Siles, a quién consideraba un tirano representativo de la decadente clase política de su tiempo, pero también como una estrategia para ganar notoriedad ante la opinión pública, propuso legalizar el tiranicidio como una forma de restituir el orden social.

Excéntrico como era, Tamayo combinó su predilección por el helenismo, su admiración a las revoluciones burguesas del siglo XVIII y el terror a los movimientos populares para diseñar un mecanismo jurídico que prevenga la tiranía, pero evite caer en el desorden civil asociado a procesos revolucionarios. Ambos esfuerzos están condensados en el Proyecto de Ley Capital. La idea era confiar en la restitución del orden social mellado por la tiranía a un ciudadano excepcional que, una vez declarada vigente la ley capital y denunciado públicamente el tirano como enemigo de la nación, restituya la vigencia constitución política del Estado. El premio por tan “heroico” acto era la construcción de un monumento público en honor al tiranicida. Para Tamayo, el Proyecto de ley Capital podía prevenir convulsiones sociales y limitar la violencia a actos individuales dirigidos contra el tirano.

Como era previsible, los siete artículos y catorce considerandos que forman parte del Proyecto de ley Capital fueron rechazados por el parlamento boliviano y Tamayo fue objeto de burlas que culpaban a su orgullo y ceguera política por semejante exabrupto jurídico. Sin embargo, uno de los aspectos destacables de sus coqueteos con el tiranicidio fue su concepción de la democracia, alejada de la definición tan divulgada en nuestro tiempo que la sintoniza con procesos electorales. Tamayo señala en el considerando segundo del Proyecto de ley Capital: “La democracia no es el gobierno del pueblo por el pueblo, como erróneamente se dice, pues ello significa una tautología y una contradicción absurdas. La democracia significa el predominio regulador del pueblo sobre todo gobierno y tal predominancia será siempre mentida si una institución científica y jurídica no pone en manos del pueblo un instrumento de verdadera regulación política. Ya se sabe cómo los tiranos y todas las facciones pueden anular todos los procedimientos que la ley ha imaginado hasta ahora y que hacen posible ese dominio regulador, tales como el sufragio popular, los juicios de responsabilidad, etc. El fraude y la fuerza han burlado siempre el derecho original y democrático del pueblo. Etimológicamente, democracia significa en griego “pueblo” (demos) y “dominar, ser fuerte” (kratein), lo cual es muy distinto de gobernar o hacer funcionar gubernativamente. Los pueblos no pueden gobernar: pero si pueden controlar a sus gobiernos, deben hacerlo. En nuestra América y después de un siglo de dolorosas experiencias la más eficaz manera de hacerlo fue enseñada por Harmonio el griego.” Interesante reflexión que plantea varias cuestiones centrales en la teoría política moderna: ¿Cuáles son los orígenes del poder político? ¿Cuáles son los límites de las funciones de gobierno? ¿Cuál es el rol de la constitución política del estado y las instituciones estatales en el mantenimiento del orden social? ¿Qué atribuciones tiene la ciudadanía ante la ruptura del orden social por parte el propio gobierno? En caso de que un gobernante intente prorrogarse en el poder aprovechando de su autoridad e influencia para anular los controles constitucionales y la propia institucionalidad, es decir, cuando los propios gobernantes transgreden el estado de derecho ¿Qué alternativas podrían considerarse? 

Para Tamayo un tirano era un gobernante que desconocía los límites de su poder, gobernaba alejado de la noción de bien colectivo y dirigía su autoridad para fines egoístas con la intención de mantener ese poder de manera ininterrumpida. Sin embargo, pensar en el tiranicidio como solución a ese problema fue un desatino impracticable tanto en su época como en la nuestra debido a las terribles consecuencias que podría ocasionar. Lo rescatable de la propuesta tamayana es su concepción de democracia, no como una mera forma de gobierno, sino como un estado de empoderamiento del pueblo que implica una vigilancia constante sobre los gobernantes. Controlar a las autoridades demuestra la superioridad del pueblo sobre el gobierno y la naturaleza limitada del poder que detentan circunstancialmente los gobernantes. Matar a los tiranos sería solución peligrosa, pero concebir una ciudadanía empoderada que haga de la democracia una potestad, una forma de prevenir los excesos gubernamentales en todos sus niveles, es uno los legados intelectuales de Franz Tamayo menos estudiados y más interesantes.

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