El tenis y otros deportes enseñan que el público siempre tiende a apoyar al más débil; cuestión de sensibilidad, nada personal con el más fuerte. Y no estoy hablando de David contra Goliat, de filaterías de Sur y Norte en ninguna asamblea de la ONU.
Aquella deportiva reacción ocurre también en el ámbito diplomático cuando el país pobre reclama por el mar perdido en una guerra a manos del injusto, o cuando otro país –hoy bastante– pobre pide por unas islas arrancadas con la fuerza leonina del poderoso.
¿Cuánto sirve la inclinación natural del hombre hacia el débil en una demanda, por ejemplo, ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya? Nada, salvo por el detalle de que los jueces son también personas y, aunque se esfuercen con harta profesionalidad por no demostrarlo, tienen sentimientos. ¿Cuánto valen los sentimientos en una demanda, por ejemplo, ante La Haya? Bueno, aquí es importante aceptar que en todo juicio lo que debe prevalecer es la verdad, así esto represente el sacrificio de los afectos hacia el demandante o el demandado.
La verdad es un concepto difícil de asir. Por lo que nos interesa ahora, hay verdades políticas y una verdad jurídica; pero, como todo, esta se encuentra sujeta a interpretaciones. El jurado, como en cualquier concurso, suele decantarse por alguna de esas interpretaciones y, al dar su veredicto, indirectamente erige ganadores y perdedores. ¿Ganaría Bolivia si hoy la CIJ decide que Chile tiene la obligación de negociar un acuerdo para ceder una salida soberana al Pacífico? La respuesta fría es sí, porque eso es exactamente lo que demandó.
Compromisos asumidos por Chile a lo largo del tiempo, en justicia, deberían darle la razón a Bolivia. Esa es la base fundamental de los alegatos nacionales, pero, dejémoslas por un momento de lado. Stricto sensu, no se está pidiendo mar –ahora mismo– sino la obligatoriedad de que Chile “negocie” mar. Eso sí: de ocurrir esto, siguiendo la demanda, esa negociación debería incluir soberanía. Palabrita que provoca urticaria en La Moneda. Cuesta, pues, desprenderse de algo para dárselo a alguien, y las autoridades chilenas se han valido de esta condición innata del avaro, apenas una de las miserias del ser humano, para, bajo una máscara de patriotismo, empatizar con su pueblo (demagogia), eludiendo lo que sería un gesto noble (pero –o por eso– antipolítico) de condescendencia hacia el hermano débil: la cesión/devolución del mar a Bolivia. Es, en el fondo, un asunto de buena fe. ¿Qué es la buena fe?
Del latín bona fides, la buena fe es un principio del derecho que alude a la bondad, a la predisposición a realizar el bien; exige honestidad y rectitud en la conducta de las partes involucradas en un litigio. El hecho de negar la existencia de compromisos previos encaminados a dar solución a la demanda marítima con soberanía, arguyendo que “conversaciones” no generan obligación de negociar, ha puesto en cuestión la honorabilidad de La Moneda. Esto es algo muy grave y con seguridad tiene que haber preocupado a no pocos chilenos. El asunto de la buena fe, si no mueve alguna fibra en los aparentemente imperturbables jurados de La Haya, debería suscitar otro escozor entre los trasandinos a la hora de pensar en la postura de Estado asumida por su gobierno frente al reclamo boliviano.
El “problema” de la buena fe es que se superpone con la leguleya necesidad de alcanzar la verdad jurídica, y a esta se llega muchas veces por medios viciados: las chicanas, que –lo sabemos– están reñidas con la moral. ‘Buena fe’ y ‘verdad jurídica’ no tendrían que ser nunca conceptos divorciados. No deberían ser problema. Pero así están las cosas en el mundo.
Por último, en justicia y en honor a la verdad de esta, ¿puede la CIJ obligar a Chile a aceptar, no la negociación a secas, el paquete de negociación más salida al mar con soberanía? Es la pregunta del millón que hoy nos la responderán desde Holanda.