Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Me preguntaron cuándo escribía. Respondí: “cuando puedo”. Y así fue. Y sigue siendo.
Acuso a mis padres de la bendición maldita de hacerme responsable. Algo que nos reúne a los hermanos Ferrufino-Coqueugniot y nos hace blanca mácula de esfuerzo sin par, intachable ética de trabajo, responsabilidad en su mayor expresión. A la larga no sé si sirvió de algo.
Quizá nos hubiera resultado más productivo algo de ruindad, un toque de vileza. Pero, y otra vez se torna hacia los progenitores el dedo agradecido, también nos hicieron rebeldes. Somos de las huestes de Lucifer, el ángel caído, no de la plebe lambiscona.
Dicho. Lo merecido tal vez lo tuvimos, quizá no y no importa. Uno camina por la vida sin ánimo de lauros y menesteres abyectos, sin forzada sonrisa, con amores dramáticos y muertes llorosas. Total, estamos una y no varias ocasiones acá, para qué disimular. La hipocresía es la mayor incomprensión de qué es vivir, ignorancia de la presencia, ausencia de sujeto. Obtuvimos lo que buscamos en su mayor medida. La culpa y el triunfo son nuestros. Seguimos sanos, destrozados aunque incólumes. Si hasta parezco San Sebastián atravesado. La mayoría de las flechas vienen del amor… ironía.
Y del trabajo. A mis 59 sigo trabajando trece horas diarias. El esqueleto se niega pero la mente lo obliga a proseguir. El arcángel Gabriel me dice: “Ya no semos (somos) chingones, carnal, ya no podemos ser mamones”. Cierto. Un poco más, le digo, porque de pronto el calendario sirvió y me anuncia que en menos de tres años estoy jubilado, y que me sentaré en la plaza a tomar sol, a Dios gracias (¡!). Mi amigo Andrés me envía un video de un show de Piero y pienso, recuerdo: de vez en cuando viene bien dormir. ¡Y cuánto! ¡Y cómo!
Hay gente que me conoce por treinta años y que no sabe que escribo. Nunca consideré importante presentarme ante la gente como escritor. Eso lleva al conflicto de que te digan cosas similares a ésta: “Pero, qué haces aquí”, como si el escritor fuera cometa, luz de Belén, diamante. No, no lo somos, sino parte del entramado complejo de la vida humana; espectadores y retratistas. Esa, la labor, no pavonearnos entre la muchedumbre creyéndonos lo que no somos. El escritor es un proletario que se nutre del drama colectivo, de las alegrías y penas de otros. Sin ajenos seríamos pincel seco, por más rico que nuestro interior luzca, e interesantes las experiencias. Si uno pone barreras de entrada, separándose del resto, nunca podrá penetrar los arcanos de la gente, solo revolotear como Cupido entre sus congéneres escritores, echándose margaritas entre ellos. No vale para mí.
Pero -no es un sobrecargado “pero”-, también llega el momento de asumirse. Una nueva situación laboral, o de paro forzado porque ya te chingaste la vida entera, indica nuevos caminos. Para mí no significa que de pronto dejé de ser el trabajador Claudio Ferrufino, que me aburguesé y olvidé todo. No olvido nada, en primer lugar, solo que también es mi deber, aparte de mi derecho, de sacar de mí lo mejor que tengo, de ponerme a escribir en serio, no porque arañé quince minutos a las horas de trabajo para anotar unas líneas, sino porque al fin puedo.
Entonces ya podré decir que soy escritor, no como barrera con los demás sino con orgullo simple de poner mi parte, porque los autores también construimos, también nos jodemos las manos con cal viva, nos aplastamos los dedos con combos, llegamos sucios y hediondos, somos tan labriegos como cultivador y bracero.
Escucho música gitana, estoy en camisa, calzoncillos, calcetines rotos. Me duele la espalda, me cociné huevos revueltos con tocino, cebolla y chile jalapeño. Miro moverse los helechos. El mundo se agita y si bien breve tiempo queda hasta estar muertos, tienen que ser intensos, creativos, amantes, rebeldes y tranquilos. Tiempo de la paradoja.
¿Manifiesto de qué? Que ahora digo, a partir de este 23 de junio del 2019, y desde el averno adonde me llevó la tozudez, me cuelgo de este cuello convicto el rótulo de trabajador de la palabra. Me prometo, y a las muchas paredes y ventanas de casa, y a Emily y Aly, que pondré la ira camino del arte y que de mí saldrán obras que importen. Tomará todavía un intervalo, un par de años, pero ha comenzado. Aprendí mucho y sé menos que cuando era joven, pero tengo experiencia. Fui el mejor barrendero, cocinero, alarife, estibador, mesero, repartidor, que pude ser. Hora de que las palabras que me pueblan, y la voz de todos, afloren en el papel y digan lo que hay que decir, no en panfleto pero en belleza, en dolor, en amor. Que si no se ama y no se sufre, poco hay para contar. El disimulo es tiempo perdido. Pobres los pobres de espíritu porque a ellos ni los salvará el Sermón de la Montaña. Que nos venga el mito de Lucifer. Su caída implica independencia. Hay que saber obedecer, no es tirarse a tontas y a locas contra todo, pero en un contexto armónico. El poder por poder corrompe y hay que atacarlo ya en sus fuentes.
Decido, entonces, escribir. Trabajo arduo. Vital, desde ahora, prioritario, no objeto de segunda como siempre fue en mi vida, detrás de tomates y concreto, de educaciones y alimento. El retorno es imprescindible. Bolivia ha vivido en mi letra con fortaleza y tengo ideas, imaginaciones que acaricio, de lo que puedo hacer con aquella tierra cabrona y de cabrones, tierra mía como Jalisco fue para Rulfo. Que amo y que odio y donde quedaré eterno, ceniza sobre eucaliptos.
Mi carnet de identidad boliviano dice: Profesión escritor. ¿Qué podía haberle puesto? ¿Medio químico, medio sociólogo, medio lingüista? Ahora tengo que hacer valer esa letra muerta. Lo haré con obras.
Fuera de la ventana crecen flores moradas. Ha llovido por días. Preparo un café y mezclo un ron. Once de la mañana. Aires de sustancia. Silencio que quebrará la voz de la bella del Barcelona Gipsy Klezmer Orchesta. Me gustan las mujeres, y cómo, pero ahora me enamoraré de las teclas del ordenador. Cuando me case con ellas, habrá tiempo para las otras. No estaré ya tan cansado, con la maldición de Alexsei Stájanov encima. Escribir, por duro que sea, no lo será tanto como sobrevivir