Maximiliano J. Benítez
Es lo primero que pienso, ya de madrugada, bajando los viejos peldaños de piedra de Los Austrias, amigándome al silencio bajo el viaducto, al rumor lejano de quienes han hecho refugio bajo su sombra, al río de bajo caudal que atraviesa puentes derruidos y vueltos a construir una y otra vez para detener el avance del enemigo. Pienso esto e intento darle el valor del recuerdo. Revivo el año 1936, el asedio, el avance de los sublevados por la Casa de Campo, por Carabanchel; los tres años de resistencia que fácilmente enumero porque la ciudad también tiene sus heridas, pero casi nadie las interpreta. Los turistas buscan la mejor instantánea, la pose adecuada frente a La puerta de Alcalá, pero a nadie se le ocurre pensar que los orificios que nunca quisieron taparse dan testimonio de 150 años de enfrentamientos: desde el 2 de mayo de 1808 contra los franceses hasta el fuego cruzado entre nacionales y republicanos, puede que ya en el 39.
Me detengo junto al río. Me siento en un banco de piedra y lio un tabaco. Rememoro parte del día. El enjambre de visitantes de todas partes del mundo que apenas llegan a pisar un museo o a interesarse por las costumbres, por los gustos, por las leyendas que adornan la vida en la ciudad. Me rio (ahora, claro) al recordar al súbdito de la corona que pillé absolutamente borracho en el sótano, meando entre dos barriles de cerveza, incapaz de pronunciar una sílaba; de cómo esos doce teutones cogieron sillas y mesas ya recogidas y apiladas y volvieron a montar dos mesas, ya de madrugada, con sonrisa impostada y mucha educación, eso sí, porque “querían beber una más”; de los estudiantes de otras latitudes que cogen patinetes eléctricos para hacer carreras improvisadas calle abajo y en sentido contrario hasta la hostia inexorable. Mi risa se apaga al mismo tiempo que el cigarrillo. Alzo el vuelo. Ya queda menos, me digo.
Llevo seis meses despertando a lo Bill Murray. Mismas escenas para un desconcierto cada vez mayor. Cojo el autobús y me fuerzo a cerrar los párpados para no decirle nada, hasta llegar a la Plaza de España, al representante del nuevo milenio que ha decidido que todos debemos oír las reflexiones sobre el amor romántico del reguetonero de turno. Camino por la derecha y no dejo de esquivar viandantes que van en sentido contrario; algunos, cámara-móvil en mano, haciéndose fotos o vídeos o yo qué demonios sé. En la esquina con San Bernardo hay cola hasta para cruzar la calle. Lo nunca visto. Me desvío por una calle perpendicular. Me alejo, otra vez. Llego al bar. Abro. Rutina. Cinco horas de paliza. Llegan los compañeros. A veces nos miramos en silencio, como diciendo: “cuánto tiempo más aguantaremos esto?”. Me marcho un rato a casa, a descansar. Como cruzo la calle sin mirar, casi me arrolla un pelotón del tour de ciclismo turístico. Unos quince. Todos iguales. Camisas, vestidos, sombreros y pamelas de tonos crema. Van en bicicleta y se pierden los aromas y rumores de las calles, de las gentes. Pienso fugazmente en el Show de Truman. En los últimos quince minutos del film, en el Truman que decide vivir con todas las contingencias, sin límites.
Vuelvo al anochecer. Hay clientes que llevan seis o siete horas bebiendo. El turismo botellón. Han venido desde tan lejos a languidecer en una terraza, me digo. Una de ellas entra tropezando al baño. El otro parece que vomitó. Apenas si pueden sostenerse. Cinco horas así, corriendo entre las mesas, casi. Cerramos pasadas las dos de la mañana. El barrio está que arde. Ahí lo dejo. Bajamos hacia Puerta del Sol con mi compañero. Me invita un bote de cerveza que por supuesto acepto. Había dejado la cerveza hace unos años, pero parece que he vuelto a ella con fuerza, con tozudez de adolescente. Un tipo de otras latitudes mea literalmente en un portal. Hay media docena de bares o árboles para hacerlo. Pero lo hace en toda la entrada. Nos despedimos a un lado del Oso y el Madroño. Los del ayuntamiento están manguereando la plaza, llena de envases, cajas de pizzas y botes de todo lo que ofrece el mercado. Hago unas calles y me doy cuenta de que esta vez mis pies no están dispuestos al periplo conciliador. Cojo un taxi luego de veinte minutos de esperar a que ningún turista me lo coja por anticipado. Vamos charlando precisamente del turismo. Antes de bajar, me dice: “Creo que el turismo es lo mejor que le puede pasar a Madrid, pero también lo peor”. Se despidió a través del retrovisor. Quise decir algo ingenioso, pero hasta la mente se negaba a currar. Me salió, torpemente, un “hasta mañana”, como si ya supiera que el destino, siempre aciago, comienza a labrarse con un simple pero rotundo contrato indefinido que nos dirá dónde y hasta cuándo.