Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Taxi a la estación con par de horas de adelanto. Me gusta ver el lugar antes para asegurar no andar corriendo. Lyon húmeda. Ya me despedí de la familia de Zara, Pedro y la incontestable Renata. Les digo adiós a orillas del Rhône y retorno al hotel pasando enfrente del portón de su edificio. La boulangerie siempre llena de gente. No me detengo hoy ni por un corto café. Subo por la avenida siguiendo la línea del tranvía. Locales argelinos con solamente hombres, la zona nigeriana, justo en la esquina. Saludo al dueño ucraniano de una casa de recuerdos. Muchachas del alojamiento piden un taxi para mí. Fin de las visitas: Betanzos y Lyon; ahora vehículos hacia el oriente, a donde nace el sol. Un sobrino habla de naves de exploración, de no rumbos, de cazadores de cabezas y camellos perdidos del desierto. Lírica, por cierto, hoy tenemos más claridad y se puede saber con certeza a dónde dirigimos los pasos. Pero vale la pena todavía soñar con que se inicia la aventura, la ida hacia In Darkest Africa, de Henry Morton Stanley, la mítica búsqueda de un doctor Livingstone.
Pasillo D, buses que tienen destino en el extranjero. En alguna de sus líneas parará el que lleva a Eslovenia. Este pasillo semeja un retorno al pasado, incluso a la preguerra del 39. Gente humilde, del este de Europa, con bártulos, canastas y atados de tela. Se pueden distinguir varios grupos étnicos; sin embargo, no he visto judíos aunque quizá me equivoque. Un grupo de muchachas checas ríe y da saltitos. Dudo que sean turistas, habrán llegado a Francia por trabajo. Como hizo Agniezska en el lejano 1986 cuando nos reunimos a saludar a Chopin en Père Lachaise. Nada ha cambiado, los pobres continúan viajando como pobres y aunque el decorado exterior de las ciudades o países se muestre más brillante que ayer, detrás de las paredes habita el conflicto que desarrollaron en cine y pintura los expresionistas alemanes, rastros de necesidad y ausencia. Fassbinder podría estar aquí conmigo grabando los tristes rostros de gente que retorna, supongo, a lo que dejó, al menos temporalmente, sabiendo que a la larga poco ha de transformarse y que tomarán vehículos de vuelta renovando los derroteros del hambre.
Me vienen a memoria trenes por el norte argentino. Vagones de cuarenta años de antigüedad franqueando cañaverales en Tucumán, plantaciones cuyo drama condujo a la guerrilla del ERP, a la pantomima de épica de gente de valor obnubilada por ideas, elucubraciones de futuros que ni existían ni podrían existir.
Gente de campo, chacareros compartiendo lo que les quedó de milanesas al descender en mínimas estaciones de tierra apenas marcada. Entregar a los que prosiguen viaje panes, carnes asadas, frutas. Aparte de la conversación amena, fraterna, simple y empática. Los que no tienen para el pasaje se esconden en los espacios arriba en donde se ponen las maletas. El resto de nosotros los cubre de bolsas hasta que pasa el inspector. Otros jóvenes para eludir el pago se cuelgan del siguiente vagón mientras los engranajes del tren se mueven como con deseos de masticar, de engullir esas piernas flotantes. Lo pienso en este instante en que el bus abandona Lyon y comienza el campo verde, castillos sobre colinas. Lenguas eslavas desde los dos choferes hasta el último asiento. Yo, extraño, quizá medio turco medio gitano, de ojos oscuros y cabello blanco que se sospecha fue igual, con pasaporte norteamericano que cada uno observa con envidias no expresas. Papel este que en cada frontera que toqué me hizo avanzar al interior de los países con inmediatez. No así africanos, árabes, asiáticos a los que separan para cuestionar.
Llegué a Montréal sin un centavo en el bolsillo. Me esperaba en el aeropuerto mi cuñado. Nevaba. De allí nos internaríamos en la selva de Laurentides para llegar a una diminuta bahía en el norte de Québec, zona maderera de cazadores de alces. Venía de París con un afiche de Modigliani del Centro Pompidou para mi hermana que esperaba a su primera hija. En la aduana del aeropuerto me preguntan qué vengo a hacer al Canadá, que cuánto tengo de dinero. Respondo: seiscientos dólares. Muéstralos. Están en la maleta. Me miran y me permiten entrar. Seiscientos de los que no disponía ni en sueños.
Hacemos varias paradas. Llega Ginebra y no encuentro un lugar de la ciudad para fotografiar. Todo está contaminado de neones y comida rápida. Quería un espacio, un café, un edificio que me recordara a Borges. Subimos y nos alejamos de Ginebra. Vienen otras que conozco de nombre porque están muy ligadas a Bolivia por becas de la familia Patiño a estudiantes destacados en el área matemática. Montañas impresionantes, moles de piedra amenazando la tibia existencia de los suizos. Ideas cruzadas, melancólicas a ratos, me acompañan. Delirios de reglas y lápices trazando líneas y círculos con compás en mapas. Ni que fuera Leo Africanus.
La gente lloraba llegando de noche a Río Mulatos. Frío hijo de puta, escribí alguna vez. Nos abrazamos, juntamos, olemos. El hombre contra la naturaleza. Abandono de luz, de calor, de aire. El aliento se hace hielo. Llorábamos en Río Mulatos como llorábamos cerca de Villazón.
Esto es diferente. Suiza y Austria. Campos plácidos, limpios, casas campesinas arregladas con jardines de pequeños Versalles. El paso entre estos dos y Eslovenia lo marcan los carteles en distintas lenguas. Si no, parecería que es uno y larga tierra la misma. El Flix Bus va deteniéndose. La de Ljubljana no es una estación de buses que se respete. No es la terminal de Córdoba ni la Rodoviaria de São Paulo. De una esquina veo a lo lejos una majestuosa torre rosada. Al inicio solo míseros edificios soviéticos donde todavía hay gente. Construcciones que uno diría caen cualquier momento. Viví en Kiev unas semanas en uno de ellos. Adentro era un departamento confortable, pero el exterior y las gradas y ascensor eran de filme de terror.
Desembarco en la capital eslovena. Pasaré unas horas vagando en busca de hotel, no pude hacer la reserva con antelación. Finalmente me ubico cerca del centro, equidistante de la estación para cuando toque partir hacia Zagreb. Como un plato local en un restaurante enfrente. Mensajes de teléfono. No he cortado lazos con el pasado inmediato. Me acompaña en el descubrimiento de mundos desconocidos. No siento sensación de vacío y menos de abandono pero, claro, no son condiciones normales ni ando de turista.
Falta bastante para mi objetivo. Se cumplirá, espero, pero siempre estamos atados a posibilidades y circunstancias. Por ahora abro la maleta, tomo una ducha, me cambio y salgo a observar el lugar que escogí con poco conocimiento de causa. Iré aprendiendo.
Infernal camino de Tarija a Yacuiba. Casi mejor no pensar. Calor y polvo, ninguna fuente de agua, más de medio día viajando. La gente que sufre se amodorra, parece muerta, moribunda. Con boca abierta babean un líquido que les ha de faltar.