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Luis Alberto de Cuenca, parásito de invenciones literarias

Ser un parásito no parece muy halagador, pero cuando el huésped es la literatura constituye un feliz acontecimiento

Rafael Narbona

Se atribuye al término parásito una connotación peyorativa, pero ser «un parásito de invenciones literarias» no es algo nefando, sino una inteligente forma de vivir. Luis Alberto de Cuenca considera que esa actividad es un oficio y que se complementa con la profesión de «vampiro de pasiones ajenas». En un breve texto titulado «Los caminos de la literatura», alardea de haber viajado por los vastos territorios de la imaginación gracias a esas dos perversiones. Su enorme biblioteca, un dédalo salpicado de figuras de Tintín, la guerra de las galaxias, Conan, Disney y otros universos similares, atestigua que no miente.

Extraordinario poeta, filólogo, ensayista y traductor, especulo que suscribe la célebre frase de Borges: «Que otros se jacten de los libros que han escrito, yo me enorgullezco de los que leí». Letrista de la Orquesta Mondragón, devoto de Howard Hawks y apologista de la línea clara, Luis Alberto de Cuenca siempre ha huido de la solemnidad. Elegante, cordial y sabio, su amor por la cultura clásica convive con su aprecio por los tebeos, el cine y las figuras de superhéroes.

Cuando el Museo de Juguetes de Figueras le pidió una fotografía de su niñez, eligió una imagen donde aparecía sentado en las escaleras del chalet familiar de Pozuelo de Alarcón con un ejemplar de Pulgarcito entre las manos. Aunque yo nací en 1963 y él en 1950, yo también leí esa revista. Me la compraba mi padre, el escritor Rafael Narbona Fernández de Cueto, y mi madre, con muy buen criterio, guardó todos los ejemplares que circularon por mi casa del barrio de Argüelles. Cuando mi padre falleció prematuramente, mi madre siguió comprándome tebeos, pues ella también amaba los libros y pensaba que constituían una buena forma de iniciarme en la lectura.

Por entonces, yo tenía ocho años y esperaba con impaciencia el fin de semana, pues todos los sábados aparecían en mi cuarto nuevos números de Mortadelo, Din Dan, DDT, Tío Vivo. Mi madre los dejaba sobre la cama sin decirme nada, ilusionada por la cara que pondría al verlos. Aún los conservo y de vez en cuando los releo. En esos momentos, tengo la impresión de estar tocando mi infancia y no unas páginas que han amarilleado con el tiempo.

Los trece años que me separan de Luis Alberto de Cuenca explican que nuestros héroes de papel no siempre hayan sido los mismos. Ambos nos sumergimos en las aventuras de El JabatoEl capitán TruenoEl Hombre enmascarado, El Príncipe Valiente, Roy Rogers, Tintín, Astérix, Hopalong Cassidy, pero yo no llegué a leer a Purk, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz y otros. Sin embargo, los dos observamos ritos similares. Luis Alberto de Cuenca compraba sus tebeos en la madrileña calle de Goya, entre Castelló y Núñez de Balboa, en un quiosco regentado por «dos amables viejecitas con aspecto de brujas de cuento» y los leía tumbado en el sofá de su casa de Jorge Juan, tras merendar como «un príncipe antiguo, de esos que aún no querían conservar la línea».

Yo conseguía los tebeos en el barrio de Argüelles y los leía tirado en una alfombra. Empecé a comprarlos yo solo a partir de los doce, cuando mi madre consideró que ya estaba preparado para recibir una paga y administrarme. Al principio, frecuentaba un quiosco de la calle Ferraz, pero la señora que lo llevaba no era una amable viejecita, sino una mujer muy antipática que odiaba a los niños. Una bruja de verdad, de esas que pululan por la vida real y que parecen disfrutar amargándole la existencia a los demás.

Harto de su mal carácter, busqué otro sitio y descubrí a Manolo, un librero que colocaba un expositor en la calle Princesa, cerca de la esquina de la calle Altamirano, donde yo vivía. Tenía que subir una cuesta muy empinada, pues mi casa se encontraba entre Ferraz y el Paseo de Pintor Rosales, pero merecía la pena, pues Manolo era muy amable y hacía descuentos a los más jóvenes. Incluso permitía pagar a plazos, algo que agradecí mucho, pues mi paga semanal no me permitía muchos excesos.

A pesar de las facilidades, tuve que dejar de comprar los fascículos del Príncipe Valiente, publicados por Buru Lan. Valían 25 pesetas, demasiado para mi bolsillo. Con los años, me resarcí adquiriendo todas las ediciones que aparecieron del personaje, pero siempre sentí mucho cariño por la edición de Buru Lan y cuando ya de adulto encontré la colección completa en una librería de segunda mano, la compré sin pestañear pensando que los sueños a veces se hacen realidad.

Siempre estaré agradecido a Tintín, Borges, Stevenson, John Ford, Pérez Galdós, Cervantes y los Beatles. Gracias a ellos, mi adolescencia logró remontar el duelo causado por la muerte de mi padre

Al llegar a 4º del antiguo Bachillerato, Luis Alberto de Cuenca se topó con una asignatura dedicada exclusivamente a la Literatura. Entrar en contacto con la materia le provocó una conmoción semejante a la que experimentó Pablo de Tarso al caerse del caballo camino de Damasco. Las semblanzas de los autores y las sinopsis de los libros despertaron el deseo de adentrarse en el mundo de los clásicos. No fue necesario recurrir a la biblioteca municipal. Luis Alberto de Cuenca tenía a su alcance una notable biblioteca familiar. Yo también disfruté del mismo privilegio, lo cual me ahorró algo que detesto: pedir libros prestados.

Cuando leo una obra y me gusta, la idea de separarme de ella me resulta insoportable. Además, suelo dibujar flechas y asteriscos en los márgenes para poder rescatar en lecturas posteriores los párrafos que más me han impresionado. Algunos opinan que esas marcas afean los libros y quizás tienen razón, pero son la huella de una experiencia, los signos que acreditan el diálogo entre el autor y el lector. Puede que carezcan de belleza formal, pero poseen un inequívoco valor. Son como las arrugas que el tiempo labra en nuestro rostro y que delatan que hemos vivido.

El Extraño Caso del Doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson, causó una honda impresión en Luis Alberto de Cuenca. Ahí aprendió que no somos dos, sino uno. Yo añadiría que bullen multitudes en nuestro interior, como apuntó Walt Whitman, pues pasamos por muchas etapas y todas son verdaderas en su momento, aunque luego las repudiemos. «If», el famoso poema de Rudyard Kipling, también despertó la admiración del joven Luis Alberto de Cuenca. Al leer «Serás hombre, hijo mío», pensó que la ética de la vida consistía en luchar hasta el final por nuestras ilusiones. No sospechaba que cumplir años implicaba aproximarse «a la edad en que los sueños se pudren en los vertederos y entran en barrena la imaginación y la memoria».

Luis Alberto de Cuenca menciona la placentera adicción que suscita Sherlock Holmes, quizás para aclarar la pincelada barroca inspirada por el recuerdo de «If». No todo es decadencia y desengaño. La vida alberga muchas alegrías, como el fervor que despierta el personaje de Conan Doyle, un mito moderno que no cesa de renovarse.

No sé si Luis Alberto ha visto Sherlock, la serie televisiva realizada por la BBC a principios del siglo XXI. Yo he disfrutado mucho con ella y creo que cualquier amante del detective y su amigo Watson celebrará esta versión. Siempre he considerado que esta clase de fantasías añaden al original frescura y hondura. En nuestro país, Andrés Trapiello escribió una memorable continuación de las aventuras del escudero de Don Quijote, El final de Sancho Panza y otras suertes. Gracias a esta novela, los amantes de Cervantes nos reencontramos con un personaje muy querido.

«Los libros me han salvado de todo: de la depresión, la melancolía, la tristeza, el horror y cualquier mala cosa que pueda ocurrir en el mundo»

Luis Alberto de Cuenca

Luis Alberto de Cuenca evoca los Episodios Nacionales de Galdós como una «lectura familiar». Para mí también lo fueron, especialmente porque uno de mis tíos abuelos, médico forense, me los recomendó con insistencia. Depurado por el régimen franquista por sus ideas liberales, mi tío abuelo, que se llamaba Antonio, siempre elogió una saga donde se respiraba libertad e inconformismo. «Sueño con una España sin curas, moscas y militares», solía decirme en voz baja, citando a Pío Baroja.

Mi tío estuvo a punto de ser fusilado por los militares sublevados en Puente del Arzobispo, un pueblo de Toledo. Al parecer, le delató el cura, alegando como prueba de desafección su interés por Galdós y el hecho de que no iba nunca a misa. Por cierto, mi tío, que huyó con su mujer y sus tres hijas, era un señor bastante conservador y no un peligroso revolucionario. De hecho, había sido médico de la Legión durante la Guerra de Marruecos, lo cual le salvó de acabar frente a un piquete de fusilamiento, pero no de una injusta inhabilitación que le impidió ejercer como médico durante diez años.

Las obras de Shakespeare, el Amadís, la Ilíada y la Odisea culminan el breve y bello texto de Luis Alberto de Cuenca. Yo conocí el Amadís muy tarde, cuando estudiaba filosofía en la Complutense y, aunque me gustó mucho, no disfruté como si lo hubiera leído con quince o dieciséis años. A partir de los dieciocho, caí en el error de adoptar la perspectiva pedante del crítico literario y eso me distanció del placer lúdico e inocente del lector que aún no ha caído en la trampa de los juicios, los conceptos y las clasificaciones.

Luis Alberto de Cuenca cita la famosa reflexión de Macbeth: «La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia y que nada significa». Señala que sería un error creer que la frase se refiere solo a la desesperada situación del regicida. Macbeth habla de la vida de cada uno de nosotros y del ancho mundo, hundido en el caos y el absurdo.

Solo conozco a Luis Alberto de Cuenca de forma virtual. Hemos hablado por teléfono y hemos intercambiado correos electrónicos. Además, los dos somos clientes y amigos del maestro Alberto Cañizares, encuadernador artesano, algo que crea un vínculo tan estrecho como acudir al mismo peluquero. Luis Alberto ha sido muy generoso conmigo. Accedió a presentar mi libro sobre Tintín, Retrato del reportero adolescente, en Casa Sefarad Madrid, pero la pandemia obligó a que el acto se celebrara mediante videoconferencia.

No le conozco suficiente para saber si es un hombre pesimista. No sé si identifica con la frase de Macbeth, pero me sorprendería que lo hiciera, pues en sus obras despuntan el humor y la irreverencia. Yo no creo que la vida solo sea ruido y furia. Ahí están la literatura y los tebeos. En sus páginas hay estrépito y violencia, sí, pero también orden, armonía, belleza y equilibrio. Siempre estaré agradecido a Tintín, Borges, Stevenson, John Ford, Pérez Galdós, Cervantes y los Beatles. Gracias a ellos, mi adolescencia logró remontar el duelo causado por la muerte de mi padre. Y, más adelante, ya en la madurez, me ayudaron a superar una depresión que devoró diez años de mi vida. En una entrevista, Luis Alberto de Cuenca expresó algo similar: «Los libros me han salvado de todo: de la depresión, la melancolía, la tristeza, el horror y cualquier mala cosa que pueda ocurrir en el mundo».

Ser un parásito no parece muy halagador, pero cuando el huésped es la literatura constituye un feliz acontecimiento. Celebro que Luis Alberto de Cuenca y yo hayamos encontrado un anfitrión tan luminoso y fecundo.

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