Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ucrania era el destino fijo pero para eso fui revoloteando alrededor como idioma japonés, haciendo piruetas, elipses y tangentes. Londres primero, corta estadía y el misterio que Inglaterra ejerce sobre mí desde siempre. Será que crecí leyendo los libros de Enid Blyton que intercambiábamos con mi primo Jorge. Voy postergando la isla ¡si tuviese el tiempo del mundo entero! como si para aprender de lo efímero no me bastara leer la poética de Dylan Thomas. Incluso así, cuando lo decida, supongo que haré de tiovivo y me distraeré en Irlanda, en Belfast, en la Isla de Man, Escocia que me es particularmente querida por mis lecturas de Walter Scott, otro de mis puntales juveniles. Finalmente penetraré por el norte a York, Liverpool, Manchester y derivar en Leeds donde algún rastro de Francine habrá quedado: una media negra, un perfume, los ojos más azules jamás pensados ni diseñados, ni en el supremo sueño de los prerrafaelitas ni en líneas de Thomas Hardy. Hermosa era y sonreía. De pelo oscuro en Poitiers y casi rojizo en Cochabamba. Así llegará Inglaterra, si llega, luego del tiempo haber calmado sus horas, despintadas estas de los tormentosos cielos de Turner. Dickens. Nostálgica Inglaterra, escribí, como una de mis columnas del diario Opinión. A medianoche hablar de ella, justo antes de ir en procesión al alcohol de la avenida Aroma, al humo del pollo frito en aceite inmemorial, a charque robado de los carniceros y cocinado al lado del pollo. Nostálgica se esfumaba en el singani pobre, y de ahí a ratos aparecía en algún otro escrito que salía publicado en un espacio negro como nicho en la página cultural.
Lo del japonés viene de mi alumna Liz, profesora de lengua inglesa de la universidad de Colorado, que afirmaba que mi estilo literario le recordaba la literatura japonesa, girando, girando. Ella visitaba Japón con asiduidad y pasamos buenos ratos hablando de cine, de Kawabata y de Mishima. Luego vino lo de Fukushima y tornó sombría. Su isla magnífica había sido sometida a males aún más espantosos que Godzilla.
Después Oporto, Porto, Portugal. Y Braga. Y el camino que corre por el centro del país rumbo a España. Por ahí voy, de noche, por poblaciones repletas de piernas de jamón serrano. Vino tinto que prefiero a orillas del Duero, fado, sardinas asadas al borde del mar. Comida turca descendiendo la colina; chorizos portugueses regados de peri peri. ¿Qué buscaba? ¿Tan solo retrasar Odessa? Un día tendré que sentarme a pensar en mis estrategias de viaje y cuán fructíferas han sido para mí. Sigo aquí, escribiendo sobre una mesa de Aurora, sigo vivo, pienso, extraño, lo último ha sido bello y cruel.
Soldados rusos pobremente vestidos huyen en desbandada ante las ordenadas tropas del imperio del Japón. Es 1905, en una guerra que parecen haber olvidado cuando afirman, en desmedro de Ucrania, que Rusia jamás ha sido vencida. Lean las páginas de diarios de soldados de Moscú relatando aquello que primavera no sería y menos verano en el lejano oriente.
Digresión pensando en que este año me privaré de ingresar a tierras ucranias gracias al señor Trump. Veinte años menos y tal vez me hubiera alistado. Tal vez, no con ánimo romántico, con ánimo a solas, otra vez en fila voluntaria para pelear en tierra ajena como durante el conflicto de Malvinas. No veré ni Izmail ni Uzhhorod, ni menos adentro de los muros del palacio de Bar y Chernihiv. De las amigas de entonces queda una en Valencia y otra a pasos de los cañones putinistas. Sentiré la orfandad del Dniester y sus cavernas. Hecho está.
España de aquel año dieciocho, con amigos queridos y afectos solidarios. Que también hallé en la Galicia de este año, en los inolvidables paseos del pequeño coche guindo y los viejos molinos del pueblo allá a veinte kilómetros de La Coruña. Uno y otro van evaporándose, dejando un tenue aroma que por sutil se convierte en precioso.
Vino Italia y Marcela que, volviendo a los soldados del sol naciente, me hizo caminar Roma como si fuese el último papa. Del piso noveno vi cielos, líneas de nubes que demarcaban ideas y me distraían del libro de Pablo de Rokha. Días de sosiego y riqueza, barrios ancianos y antiquísimas pinturas. Conversamos, minuto tras minuto se acercaba mi cita con Ucrania. De Fiumicino partió mi avión para Estambul. Lujo y puentes del Bósforo como imágenes de cuentos de hadas. Al fin el plomizo aeropuerto de Odessa, tan dispar de su asociado turco, modesto, mal iluminado, triste. No llegaron mis maletas, traigo lindos regalos. Mañana retorne y traiga su ticket. Así fue, trescientas hrivnas el pasaje. Al hotel, terraza para desayuno, edificaciones que pareciera van a derrumbarse pero que acostumbradas a vivir amarradas con cuerdas de esparto sobreviven los siglos. Entro a la iglesia ortodoxa a media cuadra del hotel, a una cuadra de las putas y apoyo la espalda en el frío muro. Contemplo la devoción de la que carezco, la profundidad de los icónicos ojos, compungidas mujeres con pañuelo en la cabeza, besos a manos y pies de los santos de nombre extraño. Hasta que salgo y enfilo avenida abajo para encontrar la entrada del Parque de la Ciudad. Me encanta sentarme allí mientras espero a Anastasia. Preguntas, chaqueta azul la tuya, acerca de los Estados Unidos. Menciono New Orleans, el masivo río turbio. Penumbras de Providence, subir en barco por el poderoso Saint Lawrence, de Maine a Montréal. Pregunta más, si existe la estatua esa con farol en mano. Si hay anacondas en los túneles del metro de Nueva York. Si estoy casado e hijos tengo, y qué se llaman y cuántos años. Y fotos y octubre empieza a irse.
Pues, ahora, mirando Belgrado con la mochila lista para Sofía. Qué cerca estoy; otra vez Ucrania es el destino. Escribo, digo que no podré ir, que el riesgo es demasiado, que no debo amenazar mi futuro. Y no hablo de bombas sino de política.
Como en el primer viaje, partí esta vez desde Betanzos en occidente con destino de Poltava. Hoy Betanzos y Poltava parecieran hermanarse en el vaho incierto del destino. La ría en uno y la estepa en la otra. Aferro el equipaje mientras sopeso las últimas noticias en un Belgrado que amanece. No quiero pensar qué fecha es mañana. La soñaré esta noche, en el campo de las pesadillas y veré si al día siguiente alcanzo a discernir si tales geografías que he vivido en realidad existieron, de si continúo viajando o me invento cosas, al estilo de Karl May, desde las teclas de un ordenador.