Carlos A. Scolari
El desarrollo de una teoría evolutiva del cambio mediático me llevó a frecuentar la obra de Charles Darwin. Si bien de joven había leído extractos de El viaje del Beagle (1839), sobre todo los apuntes de sus andanzas por la pampa argentina y la costa patagónica, solo en los últimos años me acerqué a las obras más importantes y científicas del gran naturalista. Además de El origen de las especies (1859), quizás el libro más importante del siglo XIX y del pensamiento científico moderno, también incursioné en otras lecturas, por ejemplo la autobiografía de Darwin que me traje el mes pasado de Chile (Un observador persistente publicada por Alquimia) o los libros que encuadran el discurso del científico británico en el de otros viajeros que recorrieron la Argentina en el siglo XIX. De estos se destacan obras como Geografías Imaginarias de Ernesto Livon-Grosman, Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina (1820-1850) de Adolfo Prieto o la excelente recopilación La piedra del escándalo: Darwin en Argentina, 1845-1909 de Leila Gómez. Darwin es una figura fascinante, no solo por sus aportes científicos sino por el imaginario que lo rodea.
Al utilizar el trabajo de Darwin como fuente de inspiración para la construcción de una teoría evolutiva de los medios, me crucé con otras lecturas y apropiaciones de su obra. También en el ámbito del discurso científico la famosa tensión entre «interpretación» y «uso» (o «sobreinterpretación») de un texto desarrollada por Umberto Eco hace más de cuatro décadas sigue vigente. ¿Cómo se ha leído a Darwin? ¿Han ido algunos de sus lectores más allá de la interpretación, para terminar sobreinterpretando sus palabras y hacerle decir otras cosas? En breve: ¿cómo se leyó a Darwin?
La supervivencia del más apto
Una de las frases más citadas de Marshall McLuhan -«We shape our tools and then our tools shape us”– no fue dicha por el canadiense sino por el padre John Culkin, profesor de comunicación de la Fordham University (New York) y amigo personal de McLuhan. Algo similar pasa con una de las frases darwinistas más citadas. La famosa expresión relativa a «the survival of the fittest» no fue escrita por Charles Darwin. Fue Herbert Spencer quien acuñó originalmente la expresión en su obra Principios de Biología (1864) tras haber leído El origen de las especies. Spencer estableció un paralelismo entre sus propias teorías económicas y la teoría evolutiva, y escribió:
«Esta supervivencia del más apto, que aquí busco expresar en términos mecánicos, es la que el Sr. Darwin ha llamado ‘selección natural’, o la preservación de las razas favorecidas en la supervivencia.»
El cruce entre economía y evolución no era nuevo: buena parte del trabajo de Darwin se inspiró en las teorías de Thomas Malthus sobre el crecimiento de la población, que sirvieron de base para formular los principios de la selección natural. La spenceriana «supervivencia del más apto» se difundió rápidamente en una sociedad victoriana deseosa de marcar su diferencia evolutiva respecto al resto de los habitantes del planeta. Incluso Darwin no puedo quedar al margen y la incluyó en la quinta edición de El origen de las especies (1869). En la introducción de esta edición, Darwin expresó:
«He dicho que este principio, por el cual hay una pequeña variación, si es útil, se conserva, por el término selección natural, con el fin de señalar su relación con el poder de selección del hombre. Pero la expresión utilizada a menudo por el Sr. Herbert Spencer de la supervivencia del más apto es más exacta, y es a veces igualmente conveniente.»
Spencer es considerado el padre fundador del darwinismo social, una lectura interesada de la obra de Charles Darwin que pretendía demostrar la supremacía de la raza blanca europea y, llevada hasta sus últimas consecuencias, terminó justificando limpiezas étnicas y la extinción de poblaciones enteras en las regiones coloniales.
Darwin down in the Pampas (I)
Darwin estuvo tres veces en Argentina. La primera, durante el viaje del Beagle. El viaje iniciático que encendería la más grande revolución científica de la modernidad duró casi cinco años: partió de la bahía de Plymouth el 27 de diciembre de 1831 y regresó a Falmouth el 2 de octubre de 1836. Como el capitán Fitzroy le había propuesto, el joven Darwin dedicó gran parte del tiempo a sus investigaciones y recolectar especímenes mientras el Beagle medía las corrientes oceánicas y cartografiaba la costa. Darwin tomó notas detalladas durante todo el viaje y enviaba regularmente sus hallazgos a Cambridge, además de una extensa correspondencia familiar que luego se convertiría en el diario de su travesía.
Los comentarios de Darwin sobre la realidad argentina son muy conocidos y pertinentes, por lo que no los trataremos en este texto. Sin embargo, no puedo resistir la tentación de citar un par de clásicos:
«Casi todos los funcionarios públicos son corruptos. El director de Correos vendía francos falsificados. El residente mismo y su primer ministro se confabulaban para estafar al Estado. La justicia cuando entra en juego el dinero, no puede esperarse de nadie.»
«En Mercedes pregunté a dos hombres por qué no trabajaban. Uno me respondió, gravemente, que los días eran demasiado largos; y el otro, que por ser demasiado pobre. La abundancia de caballos y profusión de alimentos hace imposible la virtud de la laboriosidad. Además, hay una multitud de días festivos…»
Tampoco me interesa entrar en el debate sobre la «tierra maldita«, fruto de una mala traducción de la frase «the curse of sterility is on the land» («sobre esta tierra pesa la maldición de la esterilidad»). Resulta mucho más sugestivo retomar otra apropiación del pensamiento de Darwin: aquella que interpreta a la evolución como sinónimo de progreso. Es obvio que la sociedad victoriana no sólo se veía como superior al resto de la humanidad: también era la locomotora que conducía de manera lineal al Homo sapiens hacia un destino de grandeza y mejora permanente. Darwin y los darwinistas menos exaltados se dedicaron durante décadas a refutar esta sobreinterpretación con escaso éxito: todavía hoy, cuando hablo sobre la media evolution, no faltan interlocutores que confunden ambos términos. Pero Darwin lo dijo más claro que el agua en uno de sus cuadernos: «es absurdo hablar de que un animal sea más evolucionado que otro».
Darwin down in the Pampas (II)
Darwin volvió a la Argentina a partir de 1860, cuando El origen de las especies (1859) comenzó a circular entre los intelectuales locales y fue leído con admiración por los darwinistas … y con encono por los antidarwinistas. Si bien fue traducido al castellano por Enrique Godínez y Esteban y Antonio Zulueta para la editorial Biblioteca Perojo en Madrid (1877), la obra fue leída directamente en inglés por William H. Hudson y, quizás en francés (De l’origine des espèces ou des lois du progrès chez les êtres organisés había sido publicado en 1862) por Domingo F. Sarmiento y otros naturalistas locales.
Este regreso textual -ya no como explorador sino como polémico bestseller– colocó a Darwin en el centro de una intensa y conflictiva red discursiva. Si Hudson cuestionó algunas apuntes sobre las aves pampeanas (llegando incluso a arrancarle a Darwin una respetuosa respuesta) y Francisco P. Moreno construyó su figura a imagen y semejanza del británico -el Perito ascendió el río Santa Cruz con un puñado de instrumentos científicos y un ejemplar de El viaje del Beagle bajo el poncho-, otros intelectuales usaron a Darwin para justificar las más aberrantes políticas del Estado Argentino. Van un par de ejemplos.
En una conferencia pronunciada en 1882 en el Teatro Nacional de Buenos Aires con motivo de la muerte del naturalista, Eduardo Holmberg justificó la matanza de los pueblos originarios recorriendo a la Ley de Malthus y el arsenal teórico darwinista:
¿Es justa la causa del indio? Argumentando sin mucha dialéctica, el indio defiende su tierra, que le hemos usurpado, nos hiere, nos mata, nos roba. ¿Hace bien? Es claro, o no. Lucha por la vida. Pero como las leyes naturales obran más visiblemente, en sus grandes manifestaciones, sobre los grupos humanos mayores, que sobre los individuos, todas las opiniones de Providencia, justicia, equidad, fraternidad, que no son más que opiniones diversamente arraigadas en cada uno, se estrellan en presencia de la manifestación común, que es, en cierto modo, la ley natural; y los blancos, los civilizados, los cristianos, armados de remington, acabamos con los indios, porque la Ley de Malthus está arriba de esas opiniones individuales, que pueden ser excelentísimas, pero que, sea porque falte aún mucho para que la humanidad esté civilizada, sea por cualquier otra causa, no se hace carne; y así, luchando también nosotros por la vida, con buenas ideas, con buenas armas, con buenos recursos, no hacemos más que poner en juego nuestras ventajas.
– ‘Hacemos bien?’ Esto es una pregunta.
– ‘Luchamos por la vida’. Esto es una contestación.
La Razón, por último, es una victoria del progreso orgánico.
Pero la victoria, en cualquier forma, es una razón que se sobrepone a todos los progresos (…)
Todo esto, señores, es darwinismo.»
El darwinismo, o mejor, una particular sobreinterpretación de los textos de Darwin por parte de los intelectuales autóctonos, también llevó a que esa teoría sirviera para clasificar y denigrar a los mestizos que poblaban el continente. Carlos Bunge no lo duda en Nuestra América (1903):
«Si en una familia nacen, por ejemplo, diez vástagos de los cuales nueve tienen el tipo físico europeo y uno el negroide o mulato, los primeros poseen una psicología europea; el último, la mulata… En una palabra, todo mestizo físico, cualesquiera que sean sus padres y hermanos, es un mestizo moral.»
Estas hibridaciones, típicas en el continente, son para Bunge fuente de degeneración. Como buen científico, le encanta clasificar e identificar tipos degenerados, desde el «afeminado mulato clásico» que toca el piano hasta la «mulata solterona» o el «político mestizo de indio», de «cutis lampiño y gelatinoso vientre de eunuco». El peor pecado evolutivo es la mezcla ya no entre dos sino entre tres razas:
«cuando intervienen los tres elementos -indígena, español y negro- el hibridismo es tal, que la degeneración será casi siempre su consecuencia inmediata, hasta la disolución de la falsa especie…»
Finalmente, los darwinistas argentinos, al igual otros colegas europeos y estadounidenses, no dudaron en recurrir a Darwin a la hora realizar taxonomías de inmigrantes y degradar su cultura. Escribe José María Ramos Mejía en Las multitudes argentinas (1899):
«Me asombra la dócil plasticidad de ese italiano inmigrante. Llega amorfo y protoplásmico a estas playas y acepta con profética mansedumbre todas las formas que le imprime la necesidad y la legítima ambición (…) Se divierte como un niño, porque lo es; aunque adulto por los años, su espíritu sólo ha comenzado a vivir cuando sus alas, en despliegues sonoros de pájaro que recibe la fresca bendición del agua de lluvia en una tarde estival, ha sentido la influencia fogosa y estimulante de esta luz y de este cielo fuertemente perfumado por la libertad y el trabajo (…) El medio opera maravillas
Para Ramos Mejía la Argentina es un medium -en el sentido mcluhaniano- que modela la mente «larval» y «protoplasmática» de los inmigrantes recién llegados de Europa: «El medio opera maravillas en la plástica mansedumbre de su cerebro casi virgen», dice totalmente convencido del poder remodelador de la nueva república. Dicho sea de paso, no es causal que Ramos Mejía haya sido un actor clave en la difusión de las teorías lombrosianas en el país.
Darwin down in the Pampas (III)
Si la primera visita de Darwin a la Argentina fue como explorador y la segunda como autor, en la tercera llegó al país como personaje de un libro de Eduardo L. Holmberg. El conflicto entre darwinistas y creacionistas (denominados Rabianistas en el libro) era tan fuerte que Holmberg no tuvo mejor idea que incluir al inglés en su novela Dos partidos en lucha (1874) y trasladarlo de vuelta a Buenos Aires.
Invitado por la Sociedad Científica Argentina, el gran naturalista llega a la capital argentina a bordo del Hound para, siguiendo los pasos de Florentino Ameghino, encontrar el eslabón perdido entre el mono y el hombre para probar su teoría. Cuesta poco imaginarse el revuelo por la llegada de Darwin en pleno furor de las ideas liberales, laicas e incluso socialistas que mamaban de las mismas fuentes evolutivas.
«Los Darwinistas admitían la mutabilidad de la especie, es decir, que un animal como el mono, podia, por losmedios especiales que lo rodearan, perfecciona paulatinamenté su organismo, aumentando el ángulo facial por la elevación vertical de la frente, como también la complicación de las circunvoluciones cerebrales; el pulgar del pie dejar de ser opuesto a los demas dedos; en una palabra, alterar sus caracteres orgánicos y convertirse en hombre con todos sus atributos.
Los Rabianistas, por el contrario, no admitían ninguno de estos hechos. El mono sería siempre mono, sin que causa alguna geológica o climatológica pudiera alterar sus diferencias genéricas y diagnósticas.
Profesando principios tan contradictorios y de tan grave importancia, no es de extrañar que los miembros de ambos partidos, en la lucha reñida que sostuvieron, se prodigaran toda clase de insultos, en los que, por lo menos, el más sabio era tratado de ignorante.»
¿Alguien dijo polarización?
Los usos de Darwin
Como cualquier otro autor clásico, todos leemos y utilizamos las obras de Charles Darwin al filo de la sobreinterpretación. En mi caso, más que buscar la traslación automática de los conceptos evolutivos al ámbito de los medios y la tecnología, me interesa reivindicar el espíritu empírico y la mirada compleja del naturalista inglés.
Si bien en la teoría evolutiva del cambio mediático aparecen categorías que provienen de obras como El origen de las especies (desde el concepto de adaptación hasta el de supervivencia), los libros de Darwin son sobre todo una fuente de inspiración e ideas que, convenientemente modeladas, pueden servir para comprender los procesos de cambio mediático y tecnológico. Casi al final de Sobre la evolución de los medios escribí estas palabras que también pueden servir para cerrar este post:
«Fue en el Renacimiento cuando los intelectuales comenzaron a descubrir paralelismos entre los dominios orgánico y tecnológico. Inicialmente se utilizaron modelos tecnológicos para describir a los seres vivos, pero en el siglo XIX, después de Darwin, las analogías se invirtieron y se pasó de la biología a la tecnología. Las metáforas son intercambiables: los investigadores pueden ver el universo biológico desde la perspectiva de la tecnología, por ejemplo cuando un científico considera el cuerpo humano como una máquina o el cerebro como una computadora, o el universo tecnológico desde la perspectiva de la biología, por ejemplo cuando las mutaciones en la tecnología se abordan desde una perspectiva evolutiva. Este es el caso de la Evolución de los Medios».
Mientras tanto, seguiremos releyendo a Darwin.